Un breve repaso por los comentarios y dichos que circulan en los últimos meses ubica la expectativa de marcharse del país por parte de cierto segmento de la población joven. Razones no les faltan, tras los cuatro años de la pandemia macrista sobrevino el coronavirus y con él las restricciones impuestas para preservar el sistema sanitario y la vida de los ciudadanos con el inevitable costo de un cierto deterioro en la economía. La mortífera actitud adoptada por la principal oposición --ampliamente descripta recientemente por el insospechado de “populista” diario The Guardian--, ha buscado enrarecer el clima con la intención de instalar el desánimo entre quienes aún tienen pendiente la misión de forjarse un porvenir.
Sin desmerecer el derecho que a un joven le asiste para imaginar mejores horizontes mientras transcurre este duro momento, nos interesa revisar la enunciación --esto es: el lugar, momento e interlocutor elegido-- de frases proferidas por adultos e instituciones cuyo tono y gramática denuncian un particular modo de construir relatos. Sea por ejemplo, hablar de infectadura para calificar las medidas restrictivas adoptadas por el Presidente --dicho sea de paso: todas ellas similares a las adoptadas en otros países como Alemania, Francia o Israel--; los reclamos de libertad efectuados en las marchas anticuarentena realizadas sin represión alguna, (con agresiones a periodistas incluidas); el flagrante negacionismo expuesto por comunicadores que minimizaron los efectos de la pandemia; la denuncia por envenenamiento efectuada al Presidente por el plan de vacunación, hoy convertido en indignadas quejas por la supuesta falta de vacunas; el aval de la CSJN a las clases presenciales con absoluta prescindencia de la opinión de los expertos; y muchas más del mismo carácter y tenor destacan la imposibilidad de establecer una dialéctica que favorezca el intercambio, la negociación y la tramitación del conflicto que en definitiva hace a la cosa pública. Por el contrario, en todos estos ejemplos lo que sobresale es el carácter absoluto con que se formulan estas manifestaciones.
La cuestión viene a cuento porque si de algo hay que preservar a los adolescentes y los jóvenes es del Absoluto con que el relato de la realidad --buena o mala-- se les impone. Acceder a la adultez “mete miedo” como dicen en el barrio; esto es: genera angustia. En muchos casos, la vida se les presenta como una suerte de abismo imposible de abarcar y cuya intensidad los empuja a tomar acciones inconvenientes. Desde ya la violencia, el alcohol y las adicciones no constituyen novedad alguna en una escena juvenil acicateada por la publicidad y las imposiciones del consumo; pero también la adopción de propósitos e ideas terminantes caracterizadas por un Todo o Nada cuyo engañoso beneficio es el de proporcionar salidas individuales que prometen resolver “de una” el incierto abanico que la vida suele presentar.
Desde ya, esto forma parte de la experiencia de cualquier adolescente o joven. Toda la pregunta radica en ubicar cuál es el rol de los adultos en esta encrucijada que a veces tiene a los adolescentes como rehenes de los más arbitrarios designios. En este punto la frase: “este país es una mierda” repetida hasta el cansancio por comunicadores y políticos a los que no les falta trabajo y audiencia merece un serio cuestionamiento. En efecto, desde siempre el sujeto adolescente experimenta que nadie lo entiende; se siente afectado por las manifestaciones de un cuerpo que exige satisfacciones desconocidas; percibe que el mundo que le ha tocado vivir no es para él; cree advertir que los compañeros con quienes hasta hace un tiempo compartía tiempo y espacio ya no le resultan afines a sus inquietudes, etc. En este contexto la frase “hay que irse de este país de mierda” no hace más que brindar consistencia a lo que en definitiva no es más que el síntoma de incomodidad propio de la etapa de la vida de un joven, sobre todo si los que profieren ese tipo frases carecen de la honestidad e integridad para comprometerse con el futuro de aquellos a quienes se dirigen.
Me voy del país
La frase “Me voy del país” constituye del ilusorio intento de salvación individual. Se la escuchó por aquellos que previo a las últimas elecciones presidenciales advertían: “si vuelve Cristina, me voy”. Entre ellos una lista de “famosos” que en lugar de revisar el apoyo brindado al desastroso gobierno de los Ceos, hoy prefieren expresar su disconformidad echando culpas a la nación que contribuyeron a destruir: “este país no tiene solución” y otras frases similares forman parte del repertorio urdido para generar desánimo y frustración entre los más jóvenes, muchos de los cuales se levantan todas las mañanas para sostener la nación que los poderosos no se privan de execrar.
Por supuesto, ninguno de los que prometieron su partida en cuanto micrófono o cámara se les puso delante la hizo efectiva, en su lugar tomaron activa participación en la delirante saga de campaña anticuarentena; antivacuna y presencialidad en las escuelas con que se dedican a militar la muerte de mano de los líderes de la oposición. Bien podríamos considerar cuánta responsabilidad les cabe a los agoreros y mensajeros del odio en los mitos según los cuales “en cualquier país te puede ir mejor que aquí”.
La cuestión no es menor si abordamos la perspectiva de aquellos que efectivamente la están pasando mal o, al menos, no logran obtener beneficios que compensen la cuota de esfuerzo y trabajo que de manera cotidiana ponen para mantener sus vidas y familias. Va de suyo que toda persona tiene el derecho de transitar la experiencia de vivir en otros lares y sacar sus propias conclusiones acerca de las ventajas y desventajas de probar suerte bajo diferentes firmamentos. En todo caso vale revisar con qué parámetros y expectativas se gesta una decisión trascendente como es la de abandonar el país que te vio nacer; las personas de tu entorno; los amigos; afectos; costumbres; cultura; cuestiones que en muchos casos no sólo atañen a un individuo sino a toda una familia. En este punto propongo poner el foco sobre lo que elijo denominar “la ilusión del Todo”.
Me explico: el discurso del desánimo enarbola de manera más o menos explícita juicios apodícticos, terminantes: “este país es una mierda”; “en cualquier parte trabajando la mitad te comprás un auto y una casa”; “mi primo se fue el año pasado y ya consiguió laburo”. Todas frases emitidas con carácter absoluto y cuya formulación deja de lado los aspectos oscuros o contradictorios que toda opción conlleva. Lo cierto es que en muchos casos: el primo (que es arquitecto) consiguió laburo, pero atendiendo tras la barra de un bar; si, trabajás la mitad, pero sólo te alcanza para pagar el alquiler y tomar un café cada tanto; y como postre de este cóctel desvariado: los problemas del país que ahora te aloja no te afectan porque estás afuera de esa comunidad y, con probabilidad, lo seguirás estando durante un buen tiempo.
Ocurre que cuando una persona se va a vivir a otro país suele cancelar su juicio sobre las desventuras, injusticias y contradicciones del sitio que ahora habita: pero el “cualquier cosa es mejor que esto” dicho y repetido mil veces antes de tomar el avión en Ezeiza se desvanece conforme el nuevo destino hace saber que la condición de inmigrante nunca es gratis. En definitiva se trata de no dejarse engañar por los mitos que los mensajeros del desánimo agitan mientras reposan sus humanidades en el mismo terruño de donde extrajeron sus ganancias, para luego fugarlas porque --dicen-- “este país no tiene remedio”. Argentina se va a levantar del desastre macrista y de la pandemia que asola al planeta merced a la batalla que, de manera firme y silenciosa, está librando codo a codo este pueblo que ama el lugar donde nació. La misma convicción con la que hace más de doscientos años hombres y mujeres decidieron terminar con el vasallaje colonial para así construir una nación en la que todes tengan derecho a elevar su palabra y vivir con dignidad.
* Sergio Zabalza es psicoanalista.