La figura de Márta Mészáros ha sido una de las menos revisitadas a la hora de explorar los contornos de aquellas nuevas olas que sacudieron el cine de Europa oriental. En Hungría, al este del muro que dividió al mundo durante la Guerra Fría, asomaron varias voces juveniles de rebeldía y afirmación. Lo hicieron al calor de las políticas del deshielo de Nikita Kruschev, de la apertura de la cultura comunista a los vientos de los 60, de los permisos culposos luego de la era estalinista. Formados en la educación pública, ávidos de revisar la historia propia y la de su país, de recorrer las orillas del Danubio con los ritmos del folclore silenciado por el realismo socialista, se forjaron nombres luego legendarios. Miklós Jancsó, Zoltán Fábri, Karoly Makk, István Szabó. No todos nuevos pero sí renovados por esos aires que sacudían las viejas estructuras del pasado. Y Márta Mészáros conjugó como ninguno la historia personal con la política, la mirada documental con las ambiciones poéticas, personajes femeninos adheridos a definitivas encrucijadas. El corazón de su obra, la voz singular que emerge en sus películas tempranas y en los diarios fílmicos que le dieron fama en los 80, se puede vislumbrar en la retrospectiva que le dedica la plataforma Mubi en estos días, como prueba del ejercicio de memoria que fue legado por su cine.
La vida de Mészáros estuvo atada a las vicisitudes de la historia húngara. Nacida en Budapest en 1931, a los cinco años debió abandonar Hungría junto a su familia para exiliarse en la Unión Soviética luego de que la dictadura de Horthy ahogara la primavera democrática de Bela Kuhn. En poco tiempo su padre pasó de refugiado político a perseguido por el régimen de Stalin y en 1938 fue encarcelado. Los recuerdos de Lásló Mészáros, escultor y militante apasionado, habitan en la memoria de Márta, cobran vida en la radiante Diario para mis hijos (1987), película que conjuga la biografía personal con el manifiesto político, que enlaza en la carne de su protagonista los retazos de una infancia perdida. Luego de la muerte de su madre al final de la Segunda Guerra, Mészáros fue adoptada por un alto mando del partido que la llevó a Budapest; en los 50 regresó a Moscú para estudiar cine en la prestigiosa VGIK que también formaría a Andrei Tarkovski y al ucraniano Serguéi Paradzhánov, se convirtió en una visionaria documentalista, explorando las grietas del arte del noticiario para develar esa realidad que había conocido de primera mano.
El cine temprano de Márta Mészáros esquiva los mandatos del revisionismo ortodoxo y la gestación de un riguroso sistema formal –como en la obra de Jancsó, quien fue su marido por entonces- en virtud de la construcción de una mirada propia, con mujeres protagonistas, decididas a descubrir sus raíces en una tierra de silencios y mentiras, a celebrar su deseo frente a límites y restricciones. Su ópera prima de ficción, La chica (1968), muestra a una joven huérfana en un internado fabril de Budapest que decide seguir los rastros de su abandono. Tras recibir una carta de su madre biológica, Szõnyi (la cantante pop Kati Kovács) emprende un viaje al pasado. Ya sea en los bailes provincianos donde sacude la gris monotonía que resguarda a la familia de su madre, o en los amores fugaces a borde del tren, o en las charlas trasnochadas con sus compañeras de la fábrica, Szõnyi vislumbra su futuro al desmontar las viejas ilusiones de armonía y aceptación.
Para Szõnyi como para la viuda de Sentimientos vinculantes (1969), cuyo marido muere dejando el opresivo legado de hombre del partido, el presente es un tiempo de movimiento y resistencia; implica el riesgo de inventar su propia autonomía, de defenderla ante las ataduras invisibles que la sociedad esgrime como sus pilares. A Mészáros le interesan esas imprevistas alianzas femeninas, que sortean diferencias generacionales, que apelan menos a la transmisión de experiencias que a la concreción de mutuos aprendizajes. Si Edit (Mari Töröcsik) rechaza la herencia de su marido es porque se continúa en el encierro al que la somete su hijo en el paraíso de una casa campestre. Y es su joven nuera, carcelera inmersa en las mieles del romanticismo, la que asoma a su propio despertar, la que descubre en ese espejo que le ofrece su suegra el destello último para su liberación. Vida rural y urbana, espacios abiertos cargados de tensión, opaco blanco y negro como síntoma de ese universo viciado. Mészáros condensa en Sentimientos vinculantes los conflictos recurrentes que signarán su obra.
Las mujeres escapan a las emociones fáciles, se extravían en un hedonismo de alcohol o bailes sensuales, se confían sus secretos y temores sin la protección de las lágrimas de la culpa. Esas cofradías femeninas también modelan la narrativa de Ellas dos (1977), en la que Marika (Marina Vlady), una mujer de matrimonio y vida equilibrada, protege a la joven Juli (Lili Monori), enredada en la volátil relación con su marido alcohólico. La perspectiva feminista de Mészáros apela a la construcción de esos vínculos por fuera de las expectativas, plagados de contradicciones que conciben la maternidad por fuera del mandato, la ambición en sintonía con la autonomía profesional, el deseo sexual sin castigo. Sus mujeres transgreden esas normativas pese a las reconvenciones de colectivos e instituciones, algo que convierte a la joven estudiante de economía agraria de Nueve meses (1976) en una madre soltera que escapa al matrimonio visto como salvación. Las reglas en la fábrica, los condicionamientos de la vida familiar, las ataduras de una historia que parece condenada a repetirse concitan a sus heroínas de ese presente a aferrarse a él para cambiar su rumbo.
Luego de ese camino ataviado de actualidad, consecuente con una Hungría que limitaba sus aires de liberalismo artístico, que atizaba con mejoras económicas los sacudones de la tardía Guerra Fría, Mészáros desembarcó en los 80 con sus diarios personales, evocaciones del tiempo de su infancia y adolescencia concentrado en el derrotero de Julie (Zsuzsa Czinkóczi), alter ego de aquel tiempo de orfandad y desilusión. En todo el ciclo de los diarios –Diario para mis hijos (filmada en 1982 y estrenada en 1984), Diario para mis amores (1986), Diario para mis padres (1990) y La pequeña Vilma: El último diario (2000)- la directora recorre el pasado desde la memoria: destellos de su crianza en Moscú, el enigma del destino de su padre, los años de formación en la VGIK, su trabajo documental en el Budapest Newsreel Studio, la progresiva construcción de su identidad como mujer, como húngara y como cineasta.
Desde su cine, Mészáros resistió la tentación de la moral y la advertencia, pensó el feminismo como una concepción filosófica más allá de las modas, concretó una obra personal y duradera. Ella, como sus mujeres de implacable firmeza, dio verdadera textura a esa Hungría propia y dolorosa, la que vive aún en cada una de sus películas.