I.Caballo atado

Me arrastra: un puño que forma parte de la tenebrosidad con que nos tapa otro corte total de luz, puño que me retuerce sobre la calle, remolcándome, puño sin cuerpo visible pero sólido, del que no escapo cuando trato de zafar con mi mano libre, pero la prensa que no habla, muda, reprime golpe por golpe.

El grito de auxilio que lanzo se rompe en mil trozos bajo el puñetazo que lo pulveriza ¿Qué puedo ofrecerle de interés a este raptor para que me libere? No dinero, no belleza, no juventud, no poder. Los adoquines sobre los que soy arrastrada rasgan, machucan, me revientan. ¿Por qué? ¿Qué quiere de mí, qué puede sacarme? Y el puño convierte mi pregunta en pequeños fragmentos de un parabrisas rajado. Me va a matar en este pueblo donde todos nos conocemos demasiado bien ¿Por qué? ¿Quién? Siento mis glúteos clavados por varias jeringas con alguna sustancia que me produce convulsiones y me aletargan, cuando reacciono me hallo desnuda, atada a un carro de verdulero, en la posición del caballo que lo arrastra, movida por latigazos que cruzan mi espalda, "movete", bajo los reflectores encendidos de la plaza, y el conductor me azota con el rebenque, combustible que me lleva a transportarlo en círculos bajo aplausos de gente emboscada fuera del espacio iluminado.

Mi jinete me azuza, troto, lo paseo en rondas de aclamaciones.

Ahora un par de manos desenrollan el cartel pintado: "Feliz día de la enfermera, enfermera Rivarola". 

Enfermera. Sí, trabajé en un hospital psiquiátrico, clausurado un par de años atrás bajo la falsa acusación de prácticas abusivas. Sí obedecí cada orden que la superioridad me impartía. Sí, apliqué a conciencia los métodos que correspondían para poner a los internos en vereda. Sí, los até a la silla que los meneaba como una coctelera, arriba, abajo, cuerpos que daban vueltas en el aire, cabeza abajo, arriba, al costado. Eso les ajusta las ideas. Sí, apliqué electroshocks y les inyecté las drogas que indicaban para su curación.

Y pese a que hayamos agotado todas las herramientas que proporciona la ciencia, ahí siguen como siempre, chiflados sin remedio.

Y sueltos.

Otro azote. Arre, arre. Retomo el ritmo y trotar, caballo atado a su carro. Sin siquiera poder taparme los oídos de sus latigazos: "Feliz día de la enfermera, feliz, feliz".

 

II.Un trabajo como otro.

Poner la otra mejilla ¿quién no?

Pero me beneficia el que hayan codificado estrictamente las maneras con que los pasajeros pueden descomprimir su stress e impaciencia. No es cuestión de que pateen al conductor o rompan vidrios de las ventanillas cuando la partida se retrasa dos o tres horas respecto de lo contratado.  Y descubrir la solución era imperioso, puesto que completar a full los asientos del autobús para el tour significa idas y vueltas por la ciudad, y volver al punto de partida, dar giros en círculos hasta embutir una cabeza en cada asiento y con ello maximizar el rendimiento económico de cada excursión.

Me paro atrás, de costado, dejando libre el pasillo.

Cuando alguien se siente, reventar de ira porque hace media mañana que se subió y todavía no se larga el recorrido, viene hacia mí y me insulta. También está el resentido que me sacude de las solapas hasta descoserlas, o la mujer madura que me pega con su rebenque de diez centímetros de largo.

Lo que menos me gusta es que me escupan. Saliva, gargajos, comida masticada. Por cada escupida el usuario paga dos dólares como compensación, extra, dólares que recauda y embolsa la empresa. Hay esputos verdaderamente sanguinolentos, desagradables de no creer.

Pero si no se descomprime la tensión, se perderían pasajeros en el camino y habría que reintegrarles lo abonado. Y además correría el boca a boca. Con lo que hago se repara su contrariedad y se les otorga la recompensa del placer de descargar la ira. Quedan conformes. Mas, si mientras proceden vierto yo abundantes lágrimas, desgrano copiosas disculpas, y los adulo: "Sabemos que ofendemos sus derechos, pero hubo una confusión en el listado y no podíamos abandonar a esa pareja en su luna de miel e impedirles que conozcan Cobá", armo la ficción consoladora‑sedativa.

Cuando se desahogan, unos pocos me ponen alguna propina en el bolsillo;  otros, en cambio, regresan y se ensañan sin dejar compensación alguna.

Poner la otra mejilla. No es fácil. Sobrevivir tampoco.

Llego a casa y tengo que trompear a mis hijos porque no hacen sus deberes. Ellos se desquitan con el pobre perro Lucio, atado a una soga fija en la pared, al que patean y patean hasta que hay que ponerse tapones en los oídos para no escuchar los gemidos interminables. Mi mujer sirve a todos una sopa tan caliente que quema y hay que tragarla lo mismo porque en caso contrario se enoja. Mejor ampollarse que enfrentar los músculos que se le desarrollan practicando pesas. Ver esos bíceps convencen más que un sermón papal.

Como dije, mi oficio, poner la otra mejilla. Ahí ya enfila una hilera de enfurecidos hacia este servidor. Hay que ganarse la vida. Saco pecho listo para procurarme el pan de cada día. Cueste lo que cuesta.

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