Basta revisar cualquier trabajo del filósofo alemán Walter Benjamin para detectar que su estilo es epistolar. Fragmentario, apresurado, pero dueño de un tiempo que va a contramano en relación al tiempo del mundo, al fuera de la carta: como si una infinita paciencia (que a veces se confunde con el procrastinar) se diese la mano con la urgencia de algo que está pasando en el mismo instante en que se escribe sobre él.
A la manera de una fotografía, bien vale la comparación: captura lo que sucede y, también, abre la posibilidad de una contemplación más general, aludida. Su estilo se comporta así como los restos arqueológicos de una civilización gloriosa, pero ya extinta. Ese fragmento alude al fantasma de un todo, mejor, de una totalidad sin la cual ese pedazo de algo que ya no está no tendría sentido. Aunque, simultáneamente, no lo tiene, porque está aquí como resto. Una contradicción que Benjamin exploraría teóricamente a través del concepto de “imagen dialéctica”: justamente, una imagen instantánea que revela la tensión entre pasado y porvenir, iluminando aquello absolutamente antiguo que se actualiza como novedad, pero no de manera orgánica, sino en el destello o relampagueo que se produce frente a algo que sólo puede ser nombrado como “instante de peligro”.
Son esos instantes los que generan el chispazo que permite leer la historia a contrapelo, para recuperar varias de las ideas que Benjamin estableció en un texto publicado de manera póstuma por su amigo Theodor Adorno, “Tesis de filosofía de la historia”. En contra de cierta historiografía absorbida por la linealidad y una idea de progreso, Benjamin proponía detenerse en lo fragmentario, en lo pequeño, en lo que parece marginal, para entender desde allí al todo aludido que se silenciaba en la escritura de esos “pensadores con plan”. Él no podía, no pensaba en tener un plan.
Benjamin transformó, eso sí, la tendencia a lo microscópico y el detenimiento cauteloso de sus lecturas, esa casi sagrada lentitud, en un método. Será por eso que en las 121 cartas que conforman la correspondencia ente Benjamin y Adorno, y que pueden leerse en la reciente edición Correspondencia. 1928-1940 --del sello Eterna Cadencia con la traducción de Laura S. Carugati y Martina Fernández Polcuch y con epílogo de Beatriz Sarlo-- lo que prima, de parte de él, no son sólo las menciones a sus estados de salud fluctuantes o los de su familia, o las penurias económicas a las que estaba condenado, sino también la constante promesa de trabajar de manera absoluta en el prometido Libro de los pasajes, obra que Adorno siempre le reclamó, considerando que en ella se lograría por fin la presentación de un trabajo filosófico de la más absoluta importancia, algo que pueda por fin rubricar la manera en la que sentía que ambos entendían el método dialéctico.
El trabajo quedaría inconcluso y constituiría apenas un conjunto de apuntes, notas, que serían luego recuperadas y dadas a conocer en un libro que lleva, claramente, un título fantasma. Así como gran parte de esta correspondencia, la cual, junto con otros papeles, serían entregados a Georges Bataille --filósofo, poeta, antropólogo y, también, empleado de la Bibliotèque Nationale de París--, quien los escondería en su lugar de trabajo luego de que Benjamin huyera con la esperanza de escapar de la amenaza nazi, ya real en la Francia de la invasión.
La lectura de esta correspondencia no es sólo una recuperación para nuestro ámbito intelectual de una pieza fundamental en el materialismo heterodoxo, en la filosofía en general, sino también una puerta para ver el “instante de peligro” que el fascismo abrió dentro del pensamiento occidental, donde la calma necesaria del trabajo de lectura e interpretación se realizaba siempre en el marco de exilios forzados, de persecuciones y en pleno derrumbe de esa Europa que hoy constituye el todo conjurado fragmentariamente por estas cartas. Un mundo ruinoso cuyo enigma aparece frente a nosotros en imágenes dialécticas, imágenes tan nuevas como viejas y, por eso, tan poderosamente presentes.
Las afinidades electivas
La amistad entre Walter Benjamin y Theodor Adorno comenzó en Frankfurt, en 1923. Entre ambos se iría estrechando la relación hasta el comienzo del verano de 1928, cuando adquiriría una forma final, que motivó el comienzo de una correspondencia ese mismo año y que se extendería hasta 1940, fecha del suicidio de Benjamin en Port Bou, tras un frustrado intento de escape de la Francia ocupada hacia el nuevo mundo, en donde ya se encontraban Theodor y Gretel Adorno, su esposa, desde comienzos de 1938, como parte de la instalación de la llamada “Escuela de Frankfurt” en suelo norteamericano.
En esas cartas, además de los detalles cotidianos y de las promesas de una amistad inquebrantable que se renueva en cada comienzo o cierre de cada una de las misivas, está también parte de un debate intelectual que conformó el suelo nutricio para trabajos emblemáticos de ambos pensadores, los cuales fueron apareciendo en ese mismo lapso de tiempo o, incluso, después. Si bien las cartas de Adorno entre 1928 y 1933 se encuentran perdidas (debido a que quedaron en la casa berlinesa que Benjamin tuvo que abandonar cuando dejó Alemania para siempre y comenzó un periplo que tendría a París como base intermitente), ya en esos primeros intercambios se puede notar un mutuo interés por la producción del amigo que documentan los modos de lectura de cada uno.
Así, Benjamin celebra la lectura del trabajo de Kierkegaard de Adorno, que se publicaría en su versión final en 1933 (Kierkegaard. Construcción de lo estético); y Adorno quedaría totalmente impresionado por el trabajo de Benjamin sobre Kafka, “Franz Kafka: En el décimo aniversario de su muerte” (1934), texto en el cual “Teddie” (tal como firmaba sus cartas) encuentra por demás estimulantes ciertas ideas que reflejan coincidencias intelectuales.
En su carta del 17 de diciembre de 1934, Adorno considera que la mirada sobre la obra kafkiana revela la imperiosa necesidad de que Benjamin avance de manera definitiva con el Libro de los pasajes, ya que permitiría entender algunos elementos que hasta el propio Walter consideraba como meras aproximaciones fragmentarias a la obra del autor de “En la colonia penitenciaria”. Aunque, subraya Adorno: “Usted sabe más que bien cuán hermanado está aquí lo significativo con lo fragmentario”, en un intento por dar cuenta de la propia autocrítica de Benjamin pero, también, poniéndola en el marco de la escritura de su gran trabajo, que resignificaría estas aproximaciones.
En su Kafka, según Adorno, Benjamin encuentra una clave para poder entender la dialéctica entre modernidad y mundo arcaico, ese mundo previo incluso al pecado original que la obra kafkiana entrevé y presenta.
Aunque el riesgo de esa presentación sería el mutismo: no hay palabras para un todo aludido previo a la palabra misma, por lo que en el “gesto” ambigüo de los personajes kafkianos se ve precisamente una apertura a la posibilidad de la destrucción del lenguaje al mismo tiempo que un ascender musical, tensión que dialectiza ese detalle. O sea, lo pone en estado de contradicción. A su vez, ese silencio está poderosamente conectado al desarrollo de la tecnología y la cultura de masas de la época: el contenido teológico de Kafka tiene que lidiar con el fin del cine mudo, conectando dos instancias que parecerían, primeramente, distantes e inconexas.
La escritura kafkiana, comentará Adorno en otro artículo (“Apuntes sobre Kafka”) debería ser entendida tal como lo consideró Benjamin: una “parábola sin clave”, en donde todo parece querer decir algo, pero no se sabe bien qué. El comienzo de la misma carta es contundente en este sentido, cita que también refuerza la comunidad de pensamiento de ambos: “Nunca estuve tan plenamente consciente como aquí de nuestra coincidencia en puntos filosóficos centrales. Basta con que alegue mi más antiguo intento de interpretación de Kafka, que data de nueve años atrás: se trataría de una fotografía de la vida terrenal desde la perspectiva de la vida redimida”. O sea, la mirada de un mundo imposible, por venir, hecha sobre este mundo alienado y perdido: de ahí la sensación de azoramiento que la lectura de El proceso o “La metamorfosis” produce.
El otro momento de este intercambio de opiniones tiene que ver con el desarrollo de la cultura de masas, que para ambos tendrá lugares diferentes en su reflexión. Por el lado de Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” introduce el concepto de “arte aurático” que implica, precisamente, una noción que le permite articular al crítico la producción del presente con respecto a los modos leídos como caducos de un tipo de producción artística anterior: la pintura contra la fotografía, en definitiva, no sólo conlleva la pérdida de la noción de un original, sino también un tipo de cambio radical en torno al modo de reflexión.
Adorno, en “Sobre el jazz”, encuentra una serie de afinidades que incluso lo llevaría a proponer un libro en conjunto en el que estarían ambos trabajos, pero, eso sí, se permite señalar algunas reservas. El entusiasmo con el que Benjamin trabaja con estos nuevos modos de circulación de lo artístico no permiten entrever una metodología dialéctica tan clara como en otros de sus textos. Así, la oposición entre arte aurático y el arte propio de la lógica reproductiva capitalista empieza a operar como cierta estereotipia que llevará al propio Adorno, en sus cartas, a considerar la necesidad de observar el peso de la técnica en el arte autónomo, un tipo de arte que poco tenga que ver con esa circulación masiva de los nuevos medios. Digamos, en lugar de ser tajante en el recorte, lo que Teddie le reclama a Walter es la necesidad de observar las contradicciones que se alumbran en la crítica inmanente, en la observación detenida de las obras que parecerían ir a contrapelo de esa descripción, ya que en ellas mismas podría leerse esta centralidad de la técnica y este comportamiento “no aurático” de producciones no pensadas para la “industria cultural” (termino que cobraría su peso en trabajos posteriores de Adorno, como Dialéctica de la ilustración, firmado junto a Max Horkheimer).
La discusión definitiva en torno a estas consideraciones tendría un momento un tanto más intenso en el intercambio que se abriría con la lectura del trabajo de Baudelaire que Benjamin “emanciparía” del tan demorado Libro de los pasajes.
Filología contra filosofía
Por pedido de la publicación del Institut für Sozialforschung (la denominada “Escuela de Frankfurt”) y, sobre todo, por el propio Adorno como parte integral del grupo, Benjamin dejaría de concentrarse en su lectura sobre Jung, buscando la justificación metodológica para el Passagen-Werk, y pasaría a darle forma a su lectura sobre Baudelaire, la cual sacaría del borrador para cerrar un artículo y quizás un probable libro futuro. Ese trabajo, como casi todos, sería enviado a Adorno, quien, en su intercambio de 1938, consideraría poco viable a la primera versión del artículo para ser publicada, pese a los pedidos expresos de que Walter se concentrara en ese texto.
La crítica va por el lado de lo que Adorno ya había considerado en cartas anteriores con respecto a otros trabajos del crítico: la falta de la dialectización de los elementos considerados. Sólo que, en este trabajo de Baudelaire, lo que se vería con peligro es el hecho de que todo aparece demasiado fragmentario, y que la cautela de Benjamin con respecto a la interpretación dejaba a cada detalle del mundo baudelaireano como algo suelto y hasta inmediatamente conectado, al menos, en apariencia, con el todo social.
O sea, en lugar de establecer las mediaciones que permitirían entender a una obra de arte con respecto al contexto en el cual se produjo, a la relación que esa obra podría tener, según sus propias condiciones, con la esfera no-artística, lo que aparecía era una mera mención de detalles demasiado materialistas que no le hacían justicia a la idea de la dialéctica que ambos compartían. Señala Adorno en una carta desde New York en 1938: “Intento darle a usted el fundamento teórico de mi rechazo a ese tipo especial de lo concreto de sus rasgos conductistas. Este fundamento no es otro, por cierto, que el hecho de que considero metodológicamente desafortunado tornar ‘de forma materialista’ los rasgos particulares evidentes, propios del ámbito de la superestructura, poniéndolos inmediata e incluso causalmente en relación con los rasgos emparentados de la base. La determinación materialista de los caracteres culturales solo es posible mediada por el proceso general”.
El cuidado por el fragmento por parte de Benjamin, que tanto había celebrado Adorno, vuelve ahora como un problema: pega a la lectura de su amigo a una suerte de materialismo vulgar que se queda justamente en la materia cerrada, sin interpretación, y en el detalle por el detalle mismo. La respuesta de Benjamin, en su carta de diciembre de 1938, parecería defender una postura propia del filólogo, esto es, de aquel que colecciona detalles, que se concentra totalmente en ellos, como respuesta a la crítica filosófica de Adorno. Las menciones al mundo de Baudelaire de esta primera versión del trabajo, de las características del París de mitad del siglo XIX, tienen su origen metodológico en otro punto de vista, en definitiva. “La filología es aquella inspección ocular de un texto que, avanzando detalle a detalle, fija al lector mágicamente en el texto”, responde Benjamin. Y no deja de señalar más adelante en la carta que “la apariencia de la facticidad sin fisuras, que viene adherida al análisis filológico y cautiva al investigador, se esfuma en la medida en que el objeto es construido en su perspectiva histórica”.
El escape de un posible encantamiento por las cosas en tanto cosas sólo puede superarse a través de un camino que va desde la filología a la consideración de la constitución histórica de lo analizado. Pero el paso por la concentración en el detalle es obligatorio, y es eso lo que Benjamin rescata de su aproximación. Adorno, por el contrario, lo critica como parte de una mirada que cae presa de la “magia” de la mercancía, verdadero punto de contacto entre las “miradas” de estos amigos. Mientras Benjamin desarmó a esa mística desde su rol como filólogo y crítico literario (o artístico, en líneas más generales), Adorno lo hizo desde un camino mucho más apegado a la lectura filosófica. Cuestión que también impactaría en el modo de vida de ambos amigos: el primero, mucho más “diletante” y forzado por la falta de dinero; el segundo, mucho más institucional y apegado al destino de la academia. Ambos, sin embargo, pasaron por el exilio y la persecución: en algún sentido, esos destinos que parecen tan poco cercanos terminaron por cruzarse. Por la amistad. Y, también, por el horror del fascismo.
La Correspondencia entre Walter Benjamin y Theodor Adorno es sin dudas un material fundamental para poder entender el trasfondo histórico, pero, también, la riqueza de las discusiones de estos dos pensadores que se encontraban hermanados por su lugar como judíos y marxistas en un mundo europeo que encontraba una anatema en esa conjunción.
Sin embargo, esta amistad, como toda buena amistad, sabía cubrirlo todo: un párrafo dedicado a la reflexión sobre el materialismo o la necesidad de la dialéctica se mezcla rápidamente con otro comentario en torno a la salud del hijo de Benjamin, Stefan, o de algunos padecimientos de Gretel Adorno, la “Felicitas” (con “c” o con “z”) que Benjamin saluda en cada carta y cuya correspondencia ya pudimos ver en nuestras librerías tras la edición que llevó adelante Eterna Cadencia algunos años atrás. La posibilidad de contar con este libro abre un amplio campo de reflexiones que enriquecen no sólo los estudios por venir, sino la propia historia de la traducción en la Argentina, que forma profesionales que pueden trabajar textos tan difíciles, anotarlos y presentarlos a un público lector por demás amplio.
¿Cómo se cierra una correspondencia de tanto peso? Con el “instante de peligro” que toca, de manera definitiva, la puerta de uno de los amigos. La última carta, escrita por Benjamin en Port Bou, cierra a regañadientes un intercambio que marcó el pensamiento occidental del siglo XX, y cuyas ramificaciones aún no podemos medir del todo. Fechada el 25 de septiembre de 1940, la carta final, con Henny Gurland y Adorno como destinatarios, dice: “En una situación sin salida no tengo otra opción que ponerle fin. Mi vida se va a terminar en un pequeño pueblo en los Pirineos donde nadie me conoce. Le ruego le transmita a mi amigo Adorno que lo tengo en mis pensamientos y le explique la situación en la que me encuentro. Ya no me queda tiempo suficiente para escribir todas las cartas que me hubiera gustado escribir”.