El recuerdo es tan claro y vívido que parece irreal, no queda registro de mucho más. Era de noche, no muy tarde, en La Plata; una esquina del centro de la ciudad y a mi alrededor muchos otros chicos de mi edad, 14 o 15 años, un poco más algunos, todos tomando cerveza y esperando que algún tarjetero nos diera un pase con descuento para ir a una disco; éramos menores, ir a bailar significaba arriesgarse a alguna razzia pero las razzias eran parte del asunto y correr de la policía era normal, esperable, lo que nos había tocado, la única realidad.
El recuerdo, entonces: una mano anónima me dio un volante diseñado por Rocambole, los repartía con celeridad, no le vi la cara. El nombre del artista ya era famoso en la ciudad y estaba asociado a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, de ahora en más Los Redondos. Una entrada, pensé, qué bien (había rumores de que ciertos afortunados recibían entradas gratis, a veces, por pura generosidad y azar). Pero no era un ticket, era un volante como decíamos entonces, ahora sería un flyer. El dibujo de un bebé con cara de viejo, o de un gordo lampiño que recordaba a un recién nacido, masturbándose, el semen lanzado bien alto, el chorro casi se salía del papel; estaba desnudo el pajero, de labios sensuales, grotesco, gelatinoso. Promocionaba un show en la disco Garage para el 8 de diciembre de 1988, y decía: “Respetuosas bandas insurreccionales de indefensos: la certeza es suficiente motivo para desconfiar. Vamos al frente tirando la tohalla (sic). El mensaje hallado en el baño dice: el monarca Patricio vuelve a la ciudad. Los Redondos lo esperan en un garage del sur el jueves 8 de diciembre. Encontrarás tu boleto de entrada al Paraíso únicamente en la victrola de costumbre”. La “victrola” se refería a La Vitrola, una disquería de 6 entre 47 y 48, pleno centro, que vendía entradas, siempre de Los Redondos, muchas veces de otros shows, especialmente los incipientes internacionales.
Todavía tengo ese flyer, pero no fui a ese show. Meses antes había sufrido con Los Redondos en el Club Atenas. La cola para ingresar se volvió avalancha cuando el show comenzó, con demasiado público afuera; el apretón fue terrorífico y también era espeluznante estar adentro, con mucha gente caminando por ahí como desorientada, otra en éxtasis y el humo de los gases lacrimógenos arrojados afuera que ingresaba e impedía respirar. No recuerdo si perdí a mis amigos; sí que alguien, un varón joven, me puso una remera meada en la cara para aliviar el efecto de los gases y me explicó que ése era el método que debía usar para próximas oportunidades: el orín sobre tela y apretarla sobre la cara. Yo recuerdo que, en ese show, salió policía desde abajo del escenario, pero ningún documento apoya esa imagen que podría ser una ilustración del Mono Cohen. ¿Lo soñé? Y después correr por calle 13 y sentirse más seguro al doblar por 60, todos gritando que venía la cana la yuta los gases. Lo mejor era tratar de llegar a casa, si era cerca, o tomar un micro; de lo contrario, uno podía caer en la resaca de la razzia, que alcanzaba hasta a varias cuadras del epicentro. Siempre quedaban cazadores tardíos, los tipos con olor a tigre.
Mi aventura en Garage pre Redondos, yo tenía 13 años. El boliche era más grande y más amable que Metrópolis, la disco del centro que elegía a los que entraban con total impunidad. Primero las rubias y los rugbiers, la fauna platense del Colegio San Luis, la Inmaculada, los clubes de Camino Centenario, el hockey, Los Tilos. En cambio Garage, quizá por tamaño, era más democrático. Como en todos lados, nadie pedía documentos. Una noche, entre “Oh L’Amour” y “Motor Psico”, entró la policía al local. Yo corrí hacia la zona que llamábamos “reservados” y me escondí detrás de un sillón mugriento. La música se acabó abruptamente; se encendieron las luces. Una mujer policía me encontró, tiró de mis tobillos para sacarme del escondite y me tomó la cara para verme de frente y calcular mi edad. Después me arrastró –yo me resistía– por todo el boliche hasta la puerta.
En el móvil policial, una camioneta, había varios chicos. Conocía a uno de ellos aunque no de nombre: el pelo largo y rojizo, la nariz llena de pecas. La policía nos vio hablar y nos dijo “shhh” y yo la mandé a la mierda: en seguida, uno de sus compañeros me apuntó con su arma y recuerdo ver, muy cerca de mi cara, ese redondel negro hueco y mortífero. Después, el policía bajó el arma, acarició la pierna de su compañera y me sonrió, pero no se atrevió a tocarme. El chico de las pecas me dijo: tenemos que conseguir que nos preste atención un juez de menores. O que llamen a alguien. No podemos quedarnos solos con ellos. No teníamos documentos, estábamos secuestrados, nadie sabía quiénes éramos, nuestros padres nos creían durmiendo en casas de amigos. El pelirrojo miraba para afuera, entre las rejas (era una camioneta de penitenciaría o similar) y reconoció a un juez; creo que tenía experiencia en detenciones. Lo llamó, a los gritos, por el nombre. Los policías se quedaron paralizados. El juez, lo recuerdo joven y delgado, escuchó y se acercó. No sé que dijo, pero estaba enojado. A mi me llevaron en patrullero hasta mi casa. No sé qué pasó con el colorado, no volví a verlo.
Cuando en 1991 llegó la noticia de la muerte de Walter Bulacio después de una razzia tras un show de Los Redondos en Obras hubo desazón pero no sorpresa. Iba a pasar. No fui a ese show: fui a otros en la ciudad de Buenos Aires, y a alguno en Obras (a Satisfaction seguro: ya les quedaba chico). No sé en cuántos corrí de la policía o tuve miedo o creí que podía aplastarme los que ingresaban sin entrada después de las primeras canciones. En 1993, la policía criminal tocó cerca: yo tenía 19 años y desde la comisaría 9na de La Plata asesinaron a Miguel Bru. No lo conocía tanto pero era un compañero de noches y de la facultad de periodismo: porro y licor de mandarina en Plaza Paso, escuchar música en autos. No sé si le gustaban los Redondos. Le gustaba el punk, le gustaba The Clash.
Pensar a Los Redondos en términos de gusto, de todos modos, es una tontería. Tiro al pichón. Preso en mi ciudad. No importa de qué se trataba la canción de verdad, qué había querido decir Solari –a él no le gusta explicar, igual– pero era sobre nosotros, marchando en La Plata por los asesinados en La noche de los lápices, marchando por Walter Bulacio, marchando por Miguel Bru, jóvenes que crecían caminando la ciudad por sus muertos. Un Robocop sin ley. Fusilados por la Cruz Roja. Tan soberbios y despiadados. Ése era el lenguaje, ése era el rock marcial de fines de los ‘80 y principios de los ‘90, lo que sonaba para la generación intermedia: muy chicos para la banda de culto, demasiado temprano para las peregrinaciones. Cada generación tuvo, y tiene, sus Redondos. Los míos fueron los Redondos oscuros.
Uno no iba a divertirse a un show de los Redondos. Iba a encontrarse con el peligro y con una especie intensa de fiesta, con euforia pero sin sonrisas, porque la dicha no es una cosa alegre. Era ir a visitar a padres severos pero permisivos que decían unas cuantas verdades: esta tierra es tu tierra y es un lugar de trauma y tristeza. En el libro, Mariano Del Mazo y Pablo Perantuono dicen que Solari se “cuidaba de caer en cualquier paternalismo”, y puede ser que él se cuidara, pero el paternalismo se sentía. Le quedaba algo del celador de menores que supo ser su trabajo durante un tiempo.
Para cuando salió Un baión para el ojo idiota estaba consumado el mito de la juventud dorada de la banda que nos habíamos perdido: Poli que dormía en placares, Skay hijo de ricos que conoció la Europa psicodélica, los shows como cabarets alemanes durante la dictadura, Vivi Tellas, La Esquina del Sol, Palladium. Todas son palabras de mi infancia, leídas en revistas de hermanos mayores. Lugares a los que ir cuando fuese grande. Tenían algo inmutable: no se pensaba en que iban a desaparecer, cerrar, cambiar. Se escuchaba en la radio “La bestia pop”, a mi me importaban mucho más Spielberg y Duran Duran o INXS, pero el mito de la banda se infiltraba.
La influencia de Los Redondos es tan insidiosa como inexplicable y a veces incluso ignorada por el influenciado: con mis amigos comprábamos Cerdos & Peces porque se hablaba de cocaína y de sexo anal y de hacerse un pico y de locura, porque nos fascinaban Vera Land y el Helmostro Punk y la belleza del cantante de Sentimiento Incontrolable pero no sabíamos que la revista de Enrique Symms era parte del proyecto Redondos o al menos no nos resultaba obvio. Lo leo, ahora, en este libro; lo sé, como periodista. Pero cuando compraba números atrasasdos de Cerdos & Peces en el único kiosko de La Plata que los traía –y había algún otro lugar, que no recuerdo, donde la revista se conseguía: en algún puesto Plaza Italia, supongo– no tengo claro que, entonces, supiera de la relación. Tampoco tenía clara la relación con Sumo. El acceso a una revista o alguien que viajara a Capital seguido era la distancia entre saberlo todo y apenas escuchar un disco; los rumores se agigantaban pero eran muy dudosos.
Hoy entiendo: por supuesto, además de Los Redondos íbamos a ver a Divididos y había ahí una continuidad algo obvia pero entonces todo pertenecía a la misma vorágine de tomarse el Río de la Plata, cruzar el parque Pereyra Iraola de madrugada, tomar ginebra en Bolivia, tratar de sobrevivir en el baño de Cemento. Las amistades y las peleas a muerte con críticos y periodistas de Los Redondos transcurrían en un mundo lejano. Algunos, más grandes, las explicaban. Nos mostraban a los jovencitos videos inéditos de Los Redondos cuando eran para pocos y para nosotros Solari estaba más cerca de la Escuela de Frankfurt que de una estrella de rock, incluso en su crítica a la televisión, su idea de mass media y caja boba que nosotros no entendíamos ni compartíamos, pero así pensaban los profesores que no habían sido criados con José de Zer ni con padres desesperados por conseguir un trabajo. Lo entendíamos y lo respetábamos pero, en el fondo, pensábamos que se le escapaba algo que crecía en nosotros.
En La Plata la relación con la universidad era intensa: Bellas Artes, Foucault, el marxismo, los aparatos ideológicos de estado, todo lo sólido se desvanece en el aire, Marcuse. Los años 90 suelen recordarse como despolitizados pero la política lo atravesaba todo, desde los apagones y las Felices Pascuas hasta el soldado Carrasco (otro joven muerto) y Carlos Menem con su extraña corte de optimismo insano. No había tanta militancia, está claro, porque había desesperanza. Por eso atraía lo lúgubre, “la filosofía de la desesperación”, la catedral de La Plata en llamas, esa iglesia incompleta cuya torres no podían construirse porque había sido erigida sobre terreno inestable, tan frágil que ni siquiera era posible cubrir sus ladrillos, revocarla, y ahí estaba, frente a la plaza, presente e inescapable en nuestras vidas y geografías: otra ruina joven.
Bang Bang fue el disco de Los Redondos que esperé y es mi favorito. Es un disco terrorífico como había sido 1989 y como serían los primeros años de la siguiente década. La guitarra de “La parabellum del buen psicópata” estremecía. Ni siquiera me importaba que la canción criticara –¿cuestionara? – a David Bowie, a quien yo amaba (el tecno duque). Entendía que Solari y los demás padecían de antipop: hoy diría que era una banda totalmente heterosexual, no machista, pero si ciega a que algunos de esos chicos como bombas pequeñitas se iniciaban en la sexualidad con la muerte, con el sida, y que muchos se morían, y que otros se enfermaban, y veían morir a sus amigos, y las chicas temblábamos entre abortar y contagiarnos pero no, Los Redondos no cobijaban a esa diversidad y creo que Solari se sorprendería de cuántos chicos gays rockeros cantaban “Esa estrella era mi lujo” o se mordían el cuello con los tangos fatales de “Ropa sucia”.
Willy Crook en el libro dice que eran los pardos del rock; se notaba y lo notábamos, éramos la tribu de la calle sentada en la puerta de un kiosko tomando Quilmes, pero cuando Solari cantaba yo voy en trenes no tengo adonde ir pensábamos en el Roca, lento y sin vidrios, siempre detenido media hora en Plátanos –donde te subían a afanar– y no en peleas con el rock “cortesano” (y esto lo digo y sostengo aunque jamás me conmovió una sola canción de Charly García; no niego su importancia y menos su genio, digo que mi lengua, más resentida, más bonaerense, era la de los Redondos. Extraño: la otra gran banda de La Plata era Virus. Mi otro lenguaje: el lengüetazo de la androginia, la belleza y el deseo).
Últimas imágenes: la cancha de Racing con dos amigos a los que veía poco entonces y veo poco hoy: no recuerdo cómo llegamos a estar los tres juntos en la platea. Algo raro en el aire y en las hogueras del césped. La sensación de inminencia habitual acrecentada cuando pensábamos en la salida del estadio, ese callejón ajustado y potencialmente claustrofóbico. En Racing se escuchaba todo muy mal: mi amigo dijo ‘nos vamos antes de que termine’ y así lo hicimos, la avenida Mitre vacía, los negocios cerrados salvo por ventanucos que vendían vino y cigarrillos, el centro de Avellaneda aterrado ante la invasión ricotera. Subimos al auto y al puente Pueyrredón con la seguridad de haber dejado atrás una masacre, pero no pasó nada esa noche, fue muy tranquila, o todo lo que podía ser.
¿Cuántos recitales, no sólo de los Redondos, al borde del ahogo, el aplastamiento, el accidente fatal? ¿Por qué no nos importaba? Huracán, una noche fría de los ‘90, la oscuridad desatada en Parque Patricios y un show extraordinario. Me robaron mi campera de cuero favorita casi con gentileza, una punta y ‘sacátela’, nada más, pedí por mis borceguíes, dejaron que los conservara, habrán visto los complicados cordones Luzbelito: se robaron la escultura de Rocambole del Museo de Bellas Artes y en La Plata se hablaba de rituales con esa cabeza deforme, incluso se señalaba una casa misteriosa que siempre aparecía con signos trazados en tiza sobre la pared de un patio que se veía desde la calle.
River, 2000. Los Redondos ya sólo eran parte –crucial, pero integrada y quizá menor-- de mi educación sentimental. Durante los 90 músicos de mi edad cambiaron mi perspectiva: los genios ya no eran los mayores, también eran genios los pares, ya no necesitaba que me explicaran el mundo porque estaba acompañada. Fui a trabajar al gran show. Detenida sobre el puente montado para ingresar, con el viento en el pelo, me dije que si pasaba algo me iría y nunca más, nunca más un show de Los Redondos con la expectativa de la catástrofe. Una vez adentro, desde la platea se empezó a ver una especie de color en movimiento allá abajo. El pasto estaba cubierto por un plástico protector blanco y la masa de gente se movía de un lado a otro, de modo que dejaba ver esas manchas claras como nubes de la noche. Al principio parecía un pogo raro, convulsivo, pero pronto empezó a subir gente aterrada a la platea, trepaban desde el campo y hablaban de alguien con un cuchillo. O de varios. Pero era uno solo, un único atacante. No lo sabíamos, y algunos de los que subían estaban ensangrentados, no sé si por puntazos o por lastimarse en la desesperación por trepar. Alguien dijo: si sube toda la gente del campo, la platea no va a aguantar el peso. Se encendieron las luces y Solari dijo algo, estaba enojado y fue enojoso, se lo escuchó frustrado pero también desconectado: como nunca la sensación de que no comprendía las fuerzas desatadas, que lo fascinaban pero que, en su aspecto más violento y tumbero lo desesperaban.
Yo también me enojé y cuando vi que un grupo de gente que conocía y, sabía, tenía auto, no dudé en sumarme a su éxodo. El cronista que estaba conmigo se quedó, más curioso y más valiente y quizá con menos promesas rotas de una adolescencia oscura por las que velar. Nadie me dijo nada sobre la huida. Hasta que leí este libro creí el mito: que los fans persiguieron al cuchillero durante cuadras y lo mataron a patadas en la vía. Me entero en estas páginas que murió después de una golpiza, si, pero en el hospital. El mito decía que lo encontraron ya muerto horas después y que tardaron en relacionar el cuerpo con el atacante de River.
***
Los años pasan y Los Redondos son rechazo e interpelación, casi en grados iguales. Además de la sangre y la frustración recuerdo de River el ángel de la soledad. Ya sufriste cosas mejores que estas. Qué belleza y qué melancolía insoportables.
Decíamos ayer
Por Mariano del Mazo y Pablo Perantuono
Hace seis años la palabra peste pertenecía a otros siglos o al cine catástrofe, el fiscal Nisman aparecía muerto en su baño, Mauricio Macri simbolizaba para muchos otro asalto a la ilusión, el kilo de carne costaba menos de 80 pesos y Maradona se sometía a una operación gástrica y luego alentaba a Los Pumas en el mundial de rugby. Hace seis años publicamos Fuimos reyes, la historia de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y con perplejidad comprobamos a los pocos meses que esa historia lejos estaba de haber llegado a su fin. La última aparición de la banda fue en agosto de 2001, en el estadio mundialista de Córdoba. No hubo despedida y el adiós, de alguna manera, nunca ocurrió. La épica quedó en estado de latencia en una música invencible y, sobre todo, en los corazones de varias generaciones de fans. En los hijos ya maduros del bohemio que iba al Stud Free Pub o a Palladium, en los adolescentes que escucharon a sus padres narrar las peripecias de peregrinaciones imposibles por Olavarría o Santa Fe o Tandil, los Redonditos reverberan, más vivos que nunca. La leyenda permaneció –permanece– abierta: en cada concierto del Indio o de Skay, en cada entrevista a los miembros de la banda, en cada buscador de internet en que se tipeara “Redonditos” o “Patricio Rey”, aparecían detalles, atajos, nuevas preguntas. En el off de esas entrevistas, ciertas informaciones antes encriptadas empezaron a develarse.
Fuimos reyes rápidamente se convirtió en un suceso editorial, disfrutó de varias ediciones para, finalmente, descatalogarse, como sucede con la mayoría de las biografías. Por ese motivo, después de un tiempo inhallable en las librerías pensamos que una nueva edición debía contemplar esa data dispersa como complemento y, en algunos casos, como corrección de alguna imprecisión en la tirada original. No obstante, nos jactamos de nuestro rigor: luego de Fuimos reyes, el Indio Solari publicó sus memorias, junto con el periodista Marcelo Figueras, y no solo, mayoritariamente, no contradijo nuestro libro, sino que en muchos y específicos pasajes su entrevistador partió de hallazgos del libro para sus cuestionarios.
En un déjà vu imprescindible, volvimos a contactarnos con varios de los entrevistados para ejercer una de las prácticas más olvidadas del periodismo: la repregunta. También sumamos nuevos testimonios, de protagonistas que por razones dispersas no se habían prestado, en su momento, a participar de la primera aventura. De Walter Sidotti a Daniel Grinbank, de Eduardo Herrera a Skay Beilinson, todos aportaron informaciones y pareceres. Es el mismo libro, y es otro. Para terminar, el aporte de un texto original de Mariana Enriquez como antigua fan y como protagonista de la alta noche del conurbano de los 80 y los 90 –un texto que contiene todos los viscerales y misteriosos elementos del fenómeno ricotero, como una llaga– constituye el máximo orgullo de esta nueva versión de Fuimos reyes.