“Encontrarlo y enterrarlo fue poner las cosas en su lugar”, cuenta María Laura, acompañada por su hermana menor, Silvina, que nació en cautiverio. Las jóvenes están en París, la ciudad adonde se exiliaron en 1982. El padre, militante del ERP, desapareció en 1975. La psicoanalista Mara La Madrid y su pareja, el poeta y periodista Juan Gelman, las escuchan a fines de diciembre de 1995. “La desaparición le hace mal a la Argentina. Es un país católico y los católicos entierran a sus muertos. Que sea bueno, que sea malo, que sea delincuente, una persona necesita un entierro, no puede desaparecer. Para cada persona, al menos una sepultura. Enterrar a los muertos es una necesidad humana. Los enterrás en un lugar, ese lugar es tuyo. Uno determina su territorio cuando entierra a sus muertos”, habla María Laura por todo lo que no habló durante ese año y medio que se quedó muda, después de haber presenciado cómo torturaban a su madre.
“Del golpe al plan de Cavallo, los militares la tuvieron clara. Para romper a un país no hay nada mejor que poner a uno contra el otro, sembrar la confusión y que todo valga lo mismo”, agrega Silvina. A veinte años de su publicación, en abril de 1997, se publica la edición definitiva de Ni el flaco perdón de Dios. Hijos de desaparecidos (Planeta), el libro que hicieron juntos La Madrid y Gelman, que presentarán el editor Alberto Díaz, Eduardo Jozami y Horacio González en la 43° Feria Internacional del Libro, hoy a las 18.30, en la Sala Domingo Faustino Sarmiento.
La edición definitiva cuenta con un prólogo de La Madrid y un epílogo de Horacio Verbitsky, quien define al libro como “el retrato de aquel momento en que los ‘hijis’ (como solían llamarse entre sí), comienzan a descubrir que sus historias son similares, que forman parte de un proceso general que habían vivido a solas y con vergüenza porque la estigmatización de la militancia fue exitosa, y los abuelos y abuelas creían protegerlos ocultando sus circunstancias”. Las voces de los chicos forman un concierto con las de otras generaciones que también intervienen en este “libro hablado”, como las de Hebe de Bonafini, Pilar Calveiro, Adriana Calvo, Estela de Carlotto, Nora Cortiñas, Rogelio García Lupo, Eduardo Basualdo, Irma y Julio Morresi, Chela y Emilio Mignone, Alicia Oliveira, Darío Olmo, José María Pasquini Durán, Javier Urondo y Adriana Puiggrós, entre otros. “Yo tenía 6 años y entraron a mi casa, yo estaba donde vivo actualmente. Mataron a mi mamá. La mataron el 24 de octubre de 1977, era domingo. Hubo épocas en que yo no podía dormir el domingo a la noche, del domingo al lunes no podía dormir, era como una vela que yo mantenía, venía la noche, venían las 3,4 de la madrugada. Después descubrí que era por lo de mi vieja, la estaba esperando, nunca pasaba nada. Eso ya pasó, los sueños también ya pasaron”, dice Esteban. “Los tiros no los recuerdo, no sé por qué, he hecho terapia durante cuatro años, pero de los tiros no me acuerdo, los tiros no los puedo registrar, he hablado con otros chicos y les pasa lo mismo, yo no recuerdo los tiros, no sé por qué no los recuerdo”, agrega Esteban.
La Madrid subraya que le da mucho gusto reeditar “un libro importante y difícil”. “Al escribir el prefacio, que me salió de un tirón, fui recordando qué nos pasaba a nosotros, a Juan y a mí, y como hicimos este libro en un estado de locura y trance. Acababa de morir mi hija Marcela, y como toda muerte reedita otras muertes, a Juan le reeditó la muerte de su hijo, y la desaparición y muerte de su nuera. Al releer el libro tenía temor de que lo que lo que yo había escrito estuviera muy mal escrito. Pero estaba bien, me pareció que a lo mejor podíamos dejarlo tal cual... hablo en plural, pero Juan ya estaba muerto”. Tal vez sea el plural de la palabra que se niega a morir con los muertos, como si el lenguaje fuese siempre el lugar de la vida. La Madrid, que nació en Buenos Aires y estudió psicología en la UBA, ejerce el psicoanálisis en México, donde vive; es miembro de la École Lacanienne de Psychanalyse y del consejo editorial de Epeele (Editorial Psicoanalítica de la Letra). “Estar en la Argentina ahora es raro. No sabría decir en qué consiste lo raro”, advierte.
–¿Quizá sea este momento de gran retroceso en los derechos humanos, un tema medular de Ni el flaco perdón de Dios?
–Sí, pero no sé si el tema es los derechos humanos. Me parece que el tema es las consecuencias de la dictadura militar de las que dan cuentan los testimonios. El libro fue hecho –porque es más que una escritura, es otra cosa porque intervienen otras voces- veinte años después de que comenzó la represión y el horror. Digo veinte años porque empezó antes de que comenzara la dictadura. Justamente, la primera historia, la de María Laura y Silvina –dos historias que las tomamos en París–, a su padre lo habían asesinado en el 75. Las memorias son muy inventivas y muy creadoras en la manera de llenar lagunas. La memoria tiene algo de ficción. Después están los otros testimonios de Adriana Calvo, Hebe de Bonafini, los Morresi, Estela de Carlotto, Pilar Calveiro, Rogelio García Lupo, el de Basualdo, el de Horacio; son posiciones muy diversas y muy interesantes. Para algunos lectores, este libro tiene una gran riqueza por la diversidad de posturas enunciativas. Una cosa es hacer un análisis político de la época veinte años atrás, y otra es contar una y otra vez cómo fue el secuestro de tus padres. Hay remanentes de la dictadura en el presente, una dictadura que empobreció al país, cambió el paradigma económico, desindustralizó la economía y mermó el poder sindical.
–María Laura cuenta que cuando lo mataron a su padre, estuvo muda un año y medio. Esteban necesitaba ponerle palabras a lo que había pasado con su madre y no recuerda un tiroteo. Como psicoanalista, ¿qué pasa con la palabra cuando se viven experiencias tan traumáticas, tan al límite? ¿Por qué se pierde la palabra, o queda herida y rota?
–No lo sé, pero son cosas que me llaman mucho la atención. Nos pasa en muchas circunstancias, no solo en las que están contadas en el libro, en que de pronto uno dice “me quedé sin palabras”, “me quedé muda” o “no hay palabras”. La palabra es lo que nos subjetiva; más que humanos somos palabreros y apalabrados. La palabra existe antes que nosotros, nacemos a la palabra. Por más que yo trabaje en psicoanálisis, no puedo decir nada de las personas con las que hablamos porque no vinieron a verme a mí como psicoanalista. Si algo hicimos con Juan fue armar un dispositivo de escucha, no de preguntas ni de cuestionamientos.
–¿Qué testimonios la conmocionaron más en el ‘95 y el ‘96, cuando con Gelman fueron encontrándose con los hijos para escucharlos?
–Cuando María Laura cuenta que estaba recogiendo huellas de animales prehistóricos, de pronto se dijo ‘yo que hago acá, juntando estas huellas, cuando se trata de otra cosa’, palabras más, palabras menos. También me impactó que dijera que se había quedado muda. O el testimonio de Raquel Robles, que tiene una fuerza en el estilo para decir y mostrar la bronca. Me encantó que no tuviera ningún pudor con la ira, con la bronca, con el dolor. Después le pedimos una segunda entrevista, en la que contó la cita con el gordo, un militar de Campo que la reconoció cuando la vio en la televisión y se acordó de su madre, y la cuestión de si no hay otro hermanito, si estaba la madre embarazada o no. En los hechos, las cosas se parecen; es en la palabra que los hechos se diferencian.
–La historia de Esteban tiene una singularidad: el reproche del hijo que sospecha que el padre, militar, pudo haber entregado a la madre, a su exmujer, para que la mataran. El tema que aparece en varios testimonios es la traición, el personaje que delata a sus compañeros, que era uno de los peores estigmas para los hijos.
–A Esteban le costaba creer que el viejo hubiera hecho algo así, pero su abuelo lo pensaba. En el milico gordito que cita a Raquel porque la vio en televisión y porque le recuerda a la mamá también aparece esa doble cara: era el guardián del campo, pero dice que la quería tanto a la mamá de Raquel. De esto hablamos con Adriana Calvo, por fuera del libro, la idea de los familiares, sobre todo al principio, de que los sobrevivientes habían sobrevivido “por algo”, “por qué mi hija no aparece y vos sí”. En el ‘97, viajamos con Juan a Portugal junto con Olga Orozco y una amiga que la acompañó. Había dos grupos de poeta portugueses que traducían a Juan y a Olga. Con la amiga de Olga, más joven que ella, nos íbamos a las sierras, y en un momento nos cansamos y nos sentamos. La amiga de Olga me contó que había estado secuestrada en un campo que nunca supo cuál era y que nunca se lo había dicho a nadie, ni siquiera a la familia. Y que nunca había podido abrir la boca. El tema de no poder hablar vuelve de distintas manera. Esta mujer no pudo hablar durante veinte años, hasta que me lo contó a mí.
–¿Cómo vive este presente político en el que buena parte del gobierno, cada vez que puede, intenta minimizar el número de desaparecidos?
–Me parece una torpeza y una estupidez del gobierno negar los 30 mil desaparecidos. Qué importa el número: uno es suficiente, ¿sí?; entonces 30 mil, 28 mil o 9 mil, ¡por favor! Lo que está pasando es un horror que va mucho más allá del tema de si 8 mil o 9 mil o 30 mil, que eso a cierta proporción de la población no le interesa porque este señor (por Mauricio Macri) ganó democráticamente las elecciones. Me parece terrible la represión sistemática a los manifestantes, a los que protestan; la represión laboral, la baja de ingresos, la represión a la educación, porque se trata de privatizar la educación pública, tanto primaria como secundaria y universitaria. Estamos viviendo un momento represivo en el mundo –mundo es una palabra que no me gusta, pero no importa–. Me acuerdo de un libro de una escritora francesa, Viviane Forrester, El horror económico, que me hacía acordar, en mi juventud, al Libro Rojo de Mao. En ese libro, ella plantea la hipótesis que en veinte o treinta años los gobernantes cometerán genocidios ya no a través de las dictaduras, sino a través de la idea de que sobra gente, del desempleo.
–En varios testimonios de los hijos aparece la necesidad de enterrar a sus muertos. ¿Qué implica ese ritual?
–Hay un muy buen libro del sociólogo inglés Geoffrey Gorer, La pornografía de la muerte, en el que analiza la desaparición de los rituales para los dolientes. Todos somos dolientes, en el sentido de que lo que le pasa al vecino tendría que afectarme. La desaparición quita al familiar las posibilidades de producir los rituales del duelo que toda muerte convoca en todas las culturas. La letra y el entierro de los muertos vienen juntos.
–Es curiosa también la coincidencia de varios testimonios sobre el hecho de saber que sus padres habían sido asesinados, pero fantasear con la idea de que se los volverían a encontrar en alguna marcha, que estaban vivos en algún lado.
–A mí también me pasó. Me recuerdo soñando y gritando “Juan, Juan”, como si Juan estuviera en alguna parte del departamento. Y no sólo lo ayudé a morir, sino que desparramos sus cenizas en la zona donde él quería.
–Hacer el duelo es más complejo de lo que parece, ¿no?
–Claro. Cuando hacía las entrevistas para el libro, cuando las entrevisté a las Madres, a Hebe y a Nora, yo tenía tres muertes en la cabeza –mi hija, el hijo de Juan y de su nuera–, y tres preguntas que no hice, porque la consigna era dejar hablar y no andar preguntando mucho. Las preguntas eran: ¿cuál era la diferencia entre que se muera un hijo, como se murió mi hija Marcela, en mis brazos, a que lo maten al hijo de Juan, que nunca supo cómo murió Marcelo, o que un hijo muera en una catástrofe natural? Eso me obsesionó durante años. Los Morresi dicen “yo puedo decir cómo murió mi hijo”, en cambio otros no lo saben, no pueden decirlo. Jean Allouch en Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca plantea que es fundamental la actitud de quien va a morir frente a su muerte. Pero cómo saber eso, si estás al lado, acompañando.