Hay una mujer acostada en una cama grande. Afuera ha cambiado el clima y apremia el frío, pero a ella no le importa porque no puede salir.

Yace boca arriba, con los ojos tapados. Después de un blíster de analgésicos tomados a destiempo, intenta paliar la presión craneal con la almohadilla de lavanda. Ya la hemos visto jaquecosa, pero los síntomas del virus incrementan el infierno.

No puede salir, algo agradece: la hostilidad creciente del mundo allá afuera la estaba hundiendo en una vorágine pantanosa y hedionda de la que no podía escapar. Los últimos meses le enseñaron muchas cosas, también se llevaron otras.

Se siente débil, vieja, moribunda. Acaba de pasar los cuarenta y tiene un soberbio dolor de cabeza, pero igual actúa un melodrama. Aunque nadie la vea. Espera, al abrigo del plumón y de su gata, que se cumpla el tiempo reglamentario para que vengan a hisoparla.

No puede salir, se le escarcha igual el cuerpo: un frío que viene de adentro, como si la habitara un muerto. Se desconoce y se lacera con sus pensamientos. Revuelve en el recuerdo para encontrar imágenes que la dañan. Las mira con espanto, con los ojos tapiados por las semillas de lavanda, las mira y las acoge. Es difícil de entender el flagelo, desconoce su procedencia. No sabe si es su voz o la de otros la que la tortura, pero le presta el cuerpo como una mártir medieval.

La exageración es interrumpida por un chucho de frío. Sale del letargo y atrae con la punta de los dedos el termómetro que está en la mesita de luz. Lo sacude de memoria y se lo calza en la axila. La espera le vuelve a llenar el aire de pensamientos rasposos, entonces resopla fuerte y con ruido. Se saca el termómetro y lo mira. Entrecierra los ojos, lo da vuelta... le saca una foto y se la manda a su hermana: “No veo el mercurio ¿tengo fiebre?”.

La respuesta se demora. Entonces, instintivamente, vuelve a rastrear el dolor. Se mete en el teléfono, en la búsqueda de memorias rancias que la pinchen hasta sangrar. Y las encuentra. En la espesura barrosa de los días que transcurren ha vuelto a ser su propia enemiga: no puede salir, se mete adentro a sacar la mugre. Se grita y le gritan cosas horribles.

Hay una mujer acostada en una cama grande: el termómetro en una mano y el teléfono en la otra. En la superficie invisible que respira, bailan miles de fantasmas que ella misma ha evocado. No puede salir y extraña estar ocupada: extraña la vida entre los pupitres. Afuera, el viento helado empuja el vidrio de la ventana.

No puede salir: entrar es más peligroso. En el fondo del adentro está la luz apagada y no encuentra el botón que la encienda. Un botón, una tecla: algo que pueda cambiar de posición cuando se siente así de miserable, que resuelva el asunto con solo apretarlo.

Un switch.

No hay. No puede salir. No puede entrar. Está en la cama. El timbre no suena.

Las manos empiezan a hincharse; luego los pies, las piernas, el torso…la cabeza resiste. Ella mira todo desde lejos, con los ojos cerrados. Se produce el desborde, el oleaje tremebundo de los fluidos en alerta. Su cuerpo va aumentando de tamaño, su cabeza se duplica. Hasta que todo explota: sus pedacitos se esparcen sobre la cama grande, chorreantes, silenciosos. La angustia descuartizada sobre el plumón, la gata que duerme a un costado.

Suena un mensaje: su hermana le ha contestado.