En un rincón de la costa atlántica, al sur de Africa, las aguas frías tocan arenas blancas y rocas afiladas, y a veces se asoman y ven un desierto apenas habitable. El lugar es maldito para los navegantes, que por algo le dicen la Costa de los Esqueletos, de tanto naufragio que todavía muestra las costillas. Tampoco es fácil para los caminantes, porque ahí nomás, en un cerro, se pueden ver en rumbos distintos tres lugares bravos: el desierto del Kalahari, para el este, el del Karoo, para el sur, y el del Namib, para el norte. Los europeos llegaron tarde y mal a tanta arena y cardo duro, como impulsados más por la angurria que por el interés. Los portugueses, asentados al norte en Angola, comerciaban con los lugareños, nada más. Los boers usaban el territorio para peregrinar con sus ganados, negociando o combatiendo por el derecho de aguada. Fueron los alemanes los que terminaron colonizando el lugar, nombrándolo como Africa Sudoccidental Alemana y cometiendo el primer genocidio del siglo veinte.

Los herederos de esa barbarie cometida entre 1904 y 1908, la República Federal y la República de Namibia, acaban de anunciar un arreglo después de más de un siglo. Los alemanes reconocen que no fue una guerra colonial sino un genocidio, y pagan 1100 millones de euros a los descendientes de sus víctimas, las etnias herero y nama, que el gobierno namibio se compromete a invertir en desarrollar la economía de esos grupos. Pero el pago es a treinta años y queda en claro que de ninguna manera se admite a futuro ninguna "demanda legal de indemnización". Y los líderes de las etnias protestan por algo muy básico, que nadie las consultó ni escuchó en la negociación.

Limpieza étnica

Los alemanes llegaron a Namibia en 1884 y se encontraron con un territorio legalmente "vacío", con una población mínima. Tomaron como capital una aldea boer, Windhoek (el rincón de los vientos") y empezaron a ver en qué podían lucrar. Se encontraron con uno de los secretos bien guardados del colonialismo tardío en Africa, que las colonias darían prestigio y quedarían bien en los mapas, pero muy raramente daban ganancia. Este pedazo del continente era particularmente difícil, peor que el Togo y el Camerún, y el polo opuesto de la mucho más vital Tanganika, sobre el amable Indico.

Traer colonos resultó difícil y la población alemana no pasó de pocos miles, con un porcentaje alto de empleados públicos y militares, y granjeros obligados a cambiar toda su mentalidad y su técnica, de los lotes chicos y verdes de Europa a las llanuras patagónicas. El hambre de tierra fue feroz, y la historia de la colonia guarda las constantes quejas de los colonos por el tupé de los nativos, que no querían ceder todo.

La situación explotó en 1904, cuando los herero -se pronuncia "jerrero"- corrieron a tiros a algún colono presumido. Los herero eran otra sorpresa para los alemanes, nativos que habían admirado a los boer, gente de a caballo, y se habían transformado en jinetes de sombrero aludo, botas de montar y máuser en bandolera. Ganaderos ellos también, construyeron carros tirados por bueyes y tomaron el hábito de los "trek" afrikaner, acompañados por sus mujeres vestidas de calicó. La paranoia que despertaba una tribu así en los escasos alemanes era notable.

El incidente de 1904 fue la excusa para una "guerra" de exterminio, una solución final del problema nativo que también liquidara a los nama, habitantes de tierra adentro hacia el este. Hubo combates, en los que llegaron a morir cien europeos, pero los cuatro años de guerra fueron básicamente una serie de atrocidades, fusilamientos, marchas de hambre y pruebas de artillería moderna contra aldeas. El general Lothar von Trotha se encontró con un problema que sus sucesores de apenas treinta años después enfrentarían en Polonia y Rusia: había demasiados nativos y no alcanzaban las balas.

Los alemanes comenzaron a arrear civiles a los lugares más secos y yermos que podían encontrar. Los que sobrevivían las marchas eran custodiados hasta que morían de sed y hambre, o preferían un balazo. El más notable y perverso de estos primeros campos de exterminio era el de la isla de los Tiburones, justo enfrente del pintoresco pueblo de Luderitz, al sur de la capital. La isla es un enorme manchón de arena unido a la costa por una peninsulita baja que desaparece con la marea. Los alemanes empujaron a miles de viejos, mujeres y chicos a la isla, montaron una ametralladora en la peninsulita y los dejaron morir. No había huida, porque en la costa había soldados armados y en el mar una colonia de tiburones feroces.

Nadie llevó cuentas muy exactas de la masacre, pero hubo al menos sesenta mil herero asesinados y como mínimo diez mil nama. Los herero eran el cuarenta por ciento de la población del país, hoy arañan el siete. El general Von Trotha fue condecorado y felicitado por el gobernador de la colonia, Heinrich Goering, un señor de bigotazos que extrañaba a uno de sus hijos que estaba en la metrópoli comenzando su carrera militar. El chico era Hermann, que sería jefe de la Luftwaffe y vice fuhrer de Adolf Hitler. La "tecnología" represiva de Von Trotha hizo escuela.

Luderitz es hoy un pueblo fantasma al que se llega en jeep para una visita de día. El lugar es encantador, con sus casas de madera victorianas que aparecen y desaparecen bajo un médano caprichoso. Caminando un rato se llega a la isla de los tiburones, donde siguen asomando cráneos y costillares blanqueados de los miles que mal murieron en el lugar. Muchos de los cráneos se los llevó un médico local, Eugene Fischer, que andaba en eso de medir huesos para mostrar la superioridad biológica de la raza blanca.


Reconocimiento

Con esta historia encima, el ministro de relaciones exteriores alemán Heiko Maas, dijo lo mínimo este viernes: "Desde el punto de vista actual, hoy calificaremos estos acontecimientos como lo que son: un genocidio". Con la cortesía que tienen por Africa, el vocero del gobierno namibio Alfredo Hengari elogió que "la aceptación por parte de Alemania de que se cometió un genocidio es un primer paso en la dirección correcta. Es la base de la segunda etapa, que consiste en disculparse y prever una reparación".

El gobierno anunció también una serie de reuniones con los líderes de las etnias involucradas, lo que llegó tarde y mal. Mukinde Kakiua, representante de los herero, dijo simplemente que "no aceptamos un acuerdo cerrado entre estos dos gobiernos".

A los alemanes les costó llegar siquiera a esto. Considerados ejemplares a la hora de hacerse cargo de las atrocidades nazis, el pasado colonial era hasta hace poco un libro cerrado. Por ejemplo, la República se había negado a pagar nada remotamente parecido a indemnizaciones a Namibia, alegando que desde su independencia de Sudáfrica en 1990 había aportado fondos para su desarrollo. Otra enorme diferencia es la completa falta de detalles, ya que al contrario del proceso histórico en Europa, Alemania en este caso no da ni nombre, ni apellidos. En la negociación no se habla, por ejemplo, de Von Trotha ni del primer Goering.