Al final la historia terminó como yo la había planeado. Acá estoy con todo el tiempo por delante para leer literatura y escribir. Para comenzar hay que volver a esa mañana en que deseché una novela por haber perdido la motivación de escribirla. Era una causa perdida. La seleccioné con el mouse y la eliminé. Después fui a la papelera y la eliminé de ahí también para que no quedara ninguna huella de esa mierda. Fui hasta el comedor y me serví un vaso de Coca Cola. Mi hijo sobre la mesa estudiaba ajedrez. Me pareció maravilloso verlo concentrado en el tablero cuadriculado, en la lógica intrincada de aquellos alfiles y torres. Sentí un amor infinito por él y me hubiera gustado salvarlo de la vida. Pero no podía. Fui hasta la biblioteca, agarré “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago y se lo dejé en un gesto firme a su lado. Alguna vez leélo, le dije.

Él me miró con una sonrisa benévola y siguió en lo suyo. Yo anduve dando vueltas por el comedor. Me serví varios vasos de Coca Cola, entré y salí del baño, me miraba en el espejo. Mi hijo me preguntó:  

¿Qué te pasa, papá?

Y yo casi sin pensarlo dije: Voy a matar a un tipo.

Estás cada día más chiflado, contestó. Y continuó en su estudio del ajedrez. Pero yo lo tenía decidido. Iba a matar a Diego Lemebel.

Diego Lemebel había sido un hijo de puta de chico. Lo recuerdo con un odio visceral. Me basureaba sin límites cuando jugábamos a la pelota en la calle. Yo era malísimo, lo acepto. Un potus tenía más habilidad que yo pero nadie merece lo que ese hijo de puta me hacía. Me despreciaba llamándome “muerto”, “fantasma”, “zombi”, “lisiado”. A veces me escupía, me empujaba, o me gritaba hasta hacerme llorar. Los chicos del barrio demostraban ya a esa edad la miseria humana, reían de mí sin ninguna piedad.

Es una realidad que yo hubiera podido no ir más a jugar a la pelota con ellos. Pero una fuerza siniestra y pulsional me llevaba cada día a exponerme a las humillaciones de Diego Lemebel.

Habían pasado más de 30 años desde entonces. Yo debía confesarlo, todavía tenía pesadillas en las que escuchaba la voz de ese hijo de puta. Es más, yo creo, que todo el dolor que padezco en la vida tiene origen en la voz de Diego Lemebel.

No voy a contar la historia de mi vida. Sólo diré que fui abanderado de la mejor escuela de la ciudad y que después me dediqué a la química. Siempre fui el bueno de la familia, de la escuela, del club, del barrio pero un día se me saltó la chaveta. Me convertí en un ser despiadado que goza con el sufrimiento de todos los miserables del mundo.

Y ahora estaba asqueado.

Asqueado de la condición humana. Y eso me incluye a mí y a todo el resto. Creo que en todo encuentro humano no pasan más de cinco minutos para que aflore la inmundicia que nos habita. El amor es un atisbo luminoso en la oscura trama del universo. El ser humano es por excelencia un ser mezquino y egoísta. Si en la niñez alguien puede ser puro, tarde o temprano, la vida lo lleva a la codicia y la cobardía.

Solía fantasear con la llegada de un dictador que sometiera a la humanidad exterminando en cámaras de gas a todos los adultos del planeta y dejando sólo a los niños sobre la faz de la tierra.

Esa mañana, frustrado por mi novela arruinada, tuve la certeza de que iba a cagarme la vida y cagársela a alguien más. Iba a matar a Diego Lemebel.

Pienso que yo supe ser alguien bello e inmaculado capaz de angustiarme por los actos más mínimos de injusticia. Por ejemplo recuerdo cuando los domingos ponía la mesa para el almuerzo. Me esmeraba en buscar todos los platos iguales, todos los vasos iguales, todos los pares de cubiertos iguales. Como si poner uno diferente al resto fuera un acto de marginación o una ofensa hacia el otro. También fui capaz de actos de amor devoto como nunca conocí en los demás. Tenía siete años. Iba a segundo grado. Antes de entrar en la escuela pasaba por el kiosco de la esquina y compraba diez caramelos que le regalaba a Leticia junto a un oso cariñoso que yo dibujaba para ella. Todos los días por un año repetí el gesto de amor. Después Leticia y todas las mujeres que pasaron por mi vida me demostraron no estar a la altura de mi amor. Por eso prefiero estar solo. Ser amante de la literatura. Ella nunca me traiciona.

Ahora debía pensar en el asesinato de Diego Lemebel. Pasé varios días elucubrando cómo matarlo y me decidí por pegarle un tiro. Agarrarlo al paso en calle y ensartarle tres o cuatro tiros, preferiblemente uno en la cara. Debía de ser horrible que te pegaran un tiro en la cara. Estar muriendo y sentir el rostro despedazado.

Una tarde me fui para el centro. Entré en una armería. Hubiera pensado que me sentiría inquieto pero me manejé con total naturalidad. Pregunté por varias pistolas de distintos tamaños y calibres. Me las mostraron. Las armaron, las desarmaron, frente a mí. Me dejaron empuñarlas. Pero a la hora de preguntar sobre comprarlas me pedían un montón de requisitos. Entre ellos un certificado de salud mental. Yo sólo deseaba matar a Diego Lemebel. Quería obviar todo ese papelerío. Se lo hice saber al vendedor. Entonces ocurrió un hecho denigrante que me convenció de que la humanidad es una mierda y que Diego Lemebel debía morir como un cerdo. El tipo de la armería me dijo que si no tenía todos los papeles que se pedían por regla podía concurrir a hablar con un tal Lucas. Y en un papelito escribió una dirección y un número de teléfono. El hijo de puta me guiñó un ojo y me dijo: Lucas puede conseguir el arma que usted busca de cualquier manera. Sonreí furioso y me fui.

A los pocos días fui a ver a ese tal Lucas y logré entrevistarme con él. Como soy un gran estratega en las conversaciones lo induje a que me confesara que era un policía retirado que contrabandeaba armas. Tuve muchas ganas de matarlo mientras me decía todo aquello. Y me decidí por no comprar ningún arma. No iba a ser parte del comercio sucio de esos hijos de puta.

Decidí matar a Diego Lemebel de otro modo. Lo pisaría con el auto. No me importaba si me veían, si tomaban nota de mi patente. Es más yo quería que me encontraran, que me detuvieran, que mi foto saliera en algún diario. Que por alguna de esas casualidades del destino alguno de aquellos pibes que fueron testigos de cómo Diego Lemebel me masacraba descubriera mi identidad.

Decidí tomarme unos días para disfrutar de la agonía de Diego Lemebel. Lo imaginé reventado debajo de las cubiertas de mi auto, con las caderas destrozadas contra el radiador, con una llanta hundiéndole la cabeza. Por varios días pensé en su cuerpo mutilado y nunca fui más feliz en mi vida. Como si estuviera por hacer justicia por todos los marginados del mundo. Por internet averigüé dónde vivía y trabajaba, hasta su cuil. Imaginé a los compañeros de oficina preguntarse sobre su muerte. Preguntar por mi identidad. Que se filtrara que el hijo de puta de Diego Lemebel me humillaba de chico y que sí, yo, treinta años después volvía. Que todos los compañeros de oficina recordaran al gordito, al cuatrojos, al olfachón a quien devastaron, y tuvieran terror. Terror de que una tarde un auto les pasara por encima y toda su inmunda y pequeña felicidad se fuera al infierno.

Diego Lemebel cortaba el césped en el momento en que doblé en la esquina. Tuve que subirme con el auto a la vereda. Fue exquisito sentir su cuerpo como una bolsa de huesos impactar contra el paragolpes. Me encontraron en un motel de la ruta nueve, unos días más tarde. El mundo habló de mí. Mucha gente no me entiende. El rencor es un veneno pero a mí no me importa. El director me permite tener la luz encendida durante la noche. Así puedo leer y escribir tranquilo. A veces me subo a un banco y miro por una ventanita la ciudad. Es gris, es siniestra y es miserable ¿Qué otra cosa esperaban de la vida?

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