Se ha hecho tan habitual que casi no nos llama la atención. Hace tiempo que, en la comunicación digital, para acceder a nuestro dinero, a la música que queremos escuchar, a una entrada de cine o teatro, a nuestra dirección de mail, a nuestra computadora o celular, a comprar en el súper on-line por nombrar solo algunas alternativas posibles, se nos pide una clave secreta. Vivimos en la sociedad de las contraseñas. Casi todo exige acordarse de una serie de números, letras o palabras, o una combinación de números y letras en una secuencia dada o justamente tratando de no seguir ninguna secuencia dada. A veces resulta desalentador, ya que la actividad elegida se complica; contraseña significa que algo se te entregará “contra recibo” de una seña, parece que en esta sociedad mercantilista nada se entrega gratis...

 

¿Qué significa esta condición, cuáles son las características que tiene la sociedad actual en la que, en principio, la relación directa con el con el objeto parece perdida? Nos ha enseñado Freud que el objeto, para el ser humano, es un objeto perdido. Esto quiere decir que nunca nos relacionamos directamente con las cosas, con la naturaleza y con los otros; el lenguaje siempre proclive a los equívocos, los afectos, el amor, interfieren y tiñen nuestras relaciones y nuestras intenciones. Somos diferentes de los animales, para quienes el circuito necesidad-satisfacción es algo sin vueltas, instintivo. Ahí está nuestra dificultad y también nuestra riqueza, la posibilidad creativa de sustituir e inventar.

Nuestra sociedad de consumo ha multiplicado esta circunstancia alejando el objeto de deseo, que ahora parece más perdido que nunca, siempre un poco más allá de lo posible de alcanzar y sustituyéndolo por bienes que la publicidad promociona. No tendrás la mujer vestida de tigresa que muestra la propaganda de la máquina de afeitar, pero podrás fantasear con ella mientras te das una buena afeitada. O no estarás en  la playa con esos amigos desprejuiciados que muestra la publicidad de cerveza, pero podrás beberla en tu casa soñando con la arena. Dentro de este contexto donde no es tan fácil acceder a lo que se busca o desea, las contraseñas han agregado un ingrediente inesperado. Faltas de memoria, confusiones, errores del sistema hacen que el objeto parezca más perdido que nunca. El lenguaje digital resulta manejable para algunos, pero difícil o inaccesible para otros, dependiendo de su rango social o etario. Pero resulta un requisito imprescindible para ingresar, para mostrar que “pertenezco”, dar pruebas de nuestra identidad, de que somos quienes decimos que somos. Se pone así en evidencia una situación de exclusión o marginación que día a día tiende a incrementarse.

Por otro lado, nos damos cuenta de que el mensaje recibido es que estamos en un entorno muy inseguro, que es muy fácil o habitual engañar o ser engañados. Debemos proteger nuestros bienes que corren el riesgo de ser robados, nuestras ideas que corren el riesgo de ser espiadas, nuestros afectos que corren el riesgo de ser expuestos. Cualquiera podría meterse en nuestra privacidad, entonces debemos esconderla. Y así como nos piden pruebas de identidad, también pedimos a los otros que nos la demuestren. Las medidas de seguridad nos protegen de las numerosas posibles estafas y debemos estar agradecidos, pero a veces nos vemos obligados a responder a cuestionarios que nos ubican en el lugar del sospechado y podemos terminar desprotegidos si no acertamos con los datos requeridos o con todas las letras del apellido de soltera de nuestra madre. Tanta contraseña “por tu propio bien” nos deja la oscura sensación de que en realidad no somos dueños. Tanta contraseña defendiendo la privacidad puede ocultar que somos finalmente los espiados. Nuestra sociedad parece por momentos un panóptico, podemos ser observamos en cualquier lugar o cualquier momento. Un Gran Hermano nos vigila. Exponemos nuestros datos y nuestros deseos en Internet, que es como una puerta abierta, y recibimos propuestas de consumo, de viajes, propuestas políticas. No solo damos información, sino que recibimos información que también moldea nuestras elecciones y nuestros gustos. Las contraseñas nos habilitan, nos defienden y también nos traban. Y a veces no alcanzan para evitar la intrusión ajena.

Como en los juegos fascinantes de la búsqueda del tesoro, hay que seguir consignas o resolver acertijos; eso nos atrae, a fin de cuentas, siempre nos hemos interrogando por los misterios de la vida y la muerte. ¿Cuál sería el paradigma de las contraseñas? ¿El nombre propio, la palabra “mamá”? Todas las palabras son mágicas, tienen la magia de convocar al objeto ausente. Pero hay algunas más mágicas que otras, especialmente si es la que se perdió en tu memoria o en tu agenda en el momento que más la necesitabas para abrir una puerta.

¿Cómo encontrar la clave que nos abra la puerta al cielo, al libro de la vida o la caja de seguridad? Un juego tradicional ofrecido a los niños en la Pascua judía es “la búsqueda del Afikoman”, un trozo insignificante del pan ácimo (matzá) envuelto en una servilleta y escondido; el que lo encuentre recibirá un premio. Por intrincadas vías asociativas este juego reemplaza al sacrificio pascual, el cordero ofrendado al Dios. La institución del sacrificio deriva de la muerte y devoración del animal totémico por el cual los miembros de un mismo linaje destacan su identidad entre el animal y ellos; ante la indefensión, también es un modo de pedir clemencia y protección al animal sagrado. El juego tal vez aluda a la posibilidad de encontrar, con habilidad o con suerte, la clave, esa prueba de identidad de linaje, para que la divinidad abra el acceso a lo deseado, al cachito que siempre falta para sentirse completo.

Las contraseñas digitales (etimológicamente algo que se da o recibe a cambio de enunciar la seña correspondiente) aunque emparentadas con los crueles sacrificios purificadores de la antigüedad para lograr el perdón y otras distintas ofrendas, parecen sin embargo bastante inofensivas, aunque a veces nos hagan sufrir. “Abracadabra” o “Ábrete, Sésamo” fueron precursoras de las actuales, donde también hay una consigna con una promesa. Pero ahora el tesoro suele ser nuestra propia cuenta o poder entrar en ámbitos conocidos sin demasiado misterio. Sin embargo, la web siempre promete y las promesas son aquello que nos mueve, el objeto parece estar escondido a un paso y siempre esperamos que aparezca.

 

Diana Litvinoff es psicoanalista (Asociación Psicoanalítica Argentina).