El modo de vivir y de escribir de César Aira se ha ajustado siempre a ese denigrado procedimiento de “la huida hacia adelante”; una fatalidad de carácter a la que el escritor se resignó hace mucho y que encuentra en la novela su medio perfecto. En el “pequeño jardín” Aira rige un lema que adoptó de su maestro, Osvaldo Lamborghini: “Primero publicar, después escribir”. “Me espanta que me juzguen por mis libros. Me siento vagamente insultado, siento el riesgo de una mutilación, cuando alguien se toma en serio un libro mío. Querría prevenirlo contra ese error, y no encuentro otro modo de hacerlo que publicando un libro más”, revela el escritor en “Ars narrativa”, un texto que integra La ola que lee. Artículos y reseñas (1981-2010), con edición y prólogo de María Belén Riveiro, publicado por Literatura Random House.

La indiferencia (casi) no es posible con Aira desde que empezó a publicar, a comienzos de los años ochenta. Apólogos y detractores lo leen y leerán entre la sorpresa y la admiración porque siempre acontece algo nuevo en sus páginas: las “liebres reales en pampas imaginarias” -como diría el propio escritor- se echan a corren, huyen hacia adelante. Nunca retrocede; avanza con un “yo” que se hunde en el narcisismo más patético y acentúa la razón hasta el límite de la risa. Desconcierta, desacomoda las categorías, incluso entre los entusiastas de su literatura. Los que rechazan la “inexplicable” deriva de sus narraciones, aquellos que creen que hay algo demasiado improvisado y errático en su prosa o una ligereza y superficialidad que no toleran, también sucumben a su obra. Como si Aira lograra en esa huida hacia adelante, libro tras libro, generar dos tipos de lectores: los aireanos y los antiareanos. Los primeros lo leen con devoción; los segundos, en cambio, son bartlebianos: preferirían no leerlo, pero lo leen igual.

Los artículos y reseñas de La ola que lee están organizados cronológicamente en tres capítulos: 1981-1990, 1991-1999 y 2000-2010. “Ricardo Piglia logra con Respiración artificial (Pomaire, 1980) una de las peores novelas de su generación gracias, en parte, a esta sordidez profesional que en él deriva del temor infantil de que no lo comparen con Arlt (la otra cara de esta identificación es la escritura vigilada hasta la aridez, por temor de que sí lo comparen con Arlt). En realidad Piglia no proviene en absoluto de Arlt, que fue un verdadero novelista, con todo lo que ese término implica de invención miliunanochesca. Su maestro es Sabato. De él toma el viejo truco de una novela con dos o tres situaciones tópicas (…), unos personajes bien conocidos (…) y todo el resto juicios, ajustes de cuentas, discusiones ganadas de antemano porque el autor se fabrica los interlocutores adecuados, y cuanta opinión haya pasado por su cabeza en los últimos años”, analiza Aira en “Novela argentina: nada más que una idea”, publicado en Vigencia, en agosto de 1981, el mismo año que edita Ema, la cautiva. Entonces tenía 32 años y hacía años que había dejado Coronel Pringles, donde nació en 1949, para vivir en Buenos Aires, en el barrio de Flores, desde 1967. El joven Aira que reseña la novela de Piglia, entre otras, construye su tradición de autores con Osvaldo Lamborghini (además de haberlo declarado su maestro, editaría y prologaría sus textos en 1988), Manuel Puig, Juan José Saer y Roberto Arlt. Pero también incluye a Borges porque “toda su obra, de la primera a la última página, es el trabajo de un operador de una literatura pequeña”.

Aira escribe, lee y propone volver a “algo tan viejo y desacreditado como la vanguardia”. “No creo que la literatura tenga ninguna importancia en la vida de la sociedad. Es el juego de una muy minúscula minoría, como la de los filatelistas o los ajedrecistas, por la cual la sociedad no se preocupa ni poco ni mucho, y lo bien que hace”, plantea el autor de La luz argentina, Cómo me hice monja, Cumpleaños, El mago, Un episodio en la vida del pintor viajero, Las aventuras de Barbaverde y El santo, por mencionar apenas algunos títulos de los más de cien libros que ha publicado en diversas editoriales del país como Emecé, Beatriz Viterbo, Eloísa Cartonera o Mansalva. Hay dos “Biblioteca César Aira”: en la editorial Blatt & Ríos, en la que se destacan títulos como Yo era una mujer casada, El gran misterio y Lugones; y en Literatura Random House, con Las noches de Flores, El congreso de literatura y El cerebro musical.

Juego es una palabra clave; los juegos de Aira se juegan contra la solemnidad literaria en todos los frentes: novelas, ensayos, críticas. Por eso en “Simulacros literarios del ‘boom’” cuestiona a Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes. “Lo malo es que un escritor importante deja de ser un escritor, para transformarse en un funcionario del sentido común”, advierte al principio del texto. Aira tiene, por momentos, un tono y una adjetivación muy borgeana como crítico. ¿Quién mató a Palomino Molero (1986) es “la nimia última novelita de Vargas Llosa”. La risa o la carcajada --que se podría considerar reservada a ciertas zonas de sus novelas-- también opera por destellos en su laboratorio crítico. “Leer Gringo viejo se parece a esas penosas obligaciones a que son sometidos los escolares. Y en ese sentido, debe reconocerse que Fuentes está acertado: al público desafecto a la literatura solo se lo satisface haciéndolo sufrir”. El amor en los tiempos de cólera la define como “deprimente” y agrega que “más vale pasarla por alto”. “El problema de García Márquez, buen periodista, hombre ingenuo y sincero, laborioso, aunque modesto, artesano del relato (quizás el mejor discípulo de Fuenmayor), es que se hizo importante por casualidad, y se aplicó a cumplir con celo de hombre de pueblo, como el zapatero de las Mil y una noches elevado a sultán por el genio travieso”.

Lo más interesante de ese artículo “contra el boom” no es tanto el modo acaso impiadoso y certero mediante el que objetaba entonces tres novelas recientes del tridente del boom, sino cómo pone patas arriba la construcción “escritor importante” para proponer “autores no importantes”, aquellos que no eran noticia, sino “descubrimientos personales”, como Puig en El beso de la mujer araña; Cobra, de Severo Sarduy, y La vida es un tango, de Copi, a quien califica como “uno de los grandes novelistas del siglo XX”, un autor que lo ha marcado tanto que lo llevó a escribir un libro sobre Copi y a dar un curso sobre él. Ante la literatura “importante”, Aira opone una literatura menor, pequeña, escrita en voz baja. Decir que es un lector ambiguo de Saer es quedarse corto. “Pocos escritores modernos son tan serios como Saer; hay un mecanismo en él que vuelve serios hasta los chistes. No es un defecto”, aclara en “Zona peligrosa”.

También rescata y recomienda a la escritora y pintora alemana Unica Zürn (1916-1970) y a los argentinos Nicolás Peyceré (1923-2019) y José Bianco (1908-1986), “uno de nuestros buenos novelistas, si no el único entre nosotros que intentó, y logró inobjetablemente, la asimilación de las técnicas de los padres fundadores de la novela moderna, Henry James y Proust”. Aira escribió sobre La hija de Kheops, de Alberto Laiseca (1941-2016), a la que definió como “obra maestra”, para la revista Babel. Para la misma revista hizo una defensa del poeta, narrador y dramaturgo argentino Emeterio Cerro (1952-1996), seudónimo literario de Héctor Medina, a partir de la publicación de Los teros del Danubio. “Lo incomprensible debe ser el escritor, no la obra. Incomprensible por no ajustarse a la etiqueta social del lenguaje, como un payaso en un velorio. Y sobre todo, incomprensible no para los demás, sino para uno mismo. Emeterio es un gran obús en el corazón de la élite, la que siempre está pensando: eso es escandaloso para los demás, es incomprensible para los demás, ¡qué suerte que estoy del lado bueno! Pues bien: no. Están del lado malo”, subraya Aira.

La ola que lee –una compilación que “busca ser un aporte para expandir el estudio de su literatura, así como para disfrutar de sus escritos”, según plantea Riveiro en el prólogo-- permite sumergirse en eso que podría denominarse, “cómo funciona la cabeza de un escritor”, a falta de una mejor aproximación, o “cómo lee un escritor”, que puede parecer lo mismo, pero tal vez no lo sea. “El sultán”, sobre Puig, es un trabajo excepcional. Que Aira tiene ideas extraordinarias no es una novedad. Tal vez la secuencia de artículos en un libro es lo que resulta tan placentero y contundente a la vez. Hay escritores que incitan a buscar el lápiz para subrayar, para trazar círculos en algunos fragmentos, incluir signos de exclamación o de pregunta, cualquier marca que cada lectora o lector utilice. “Hablar es rápido y fugaz; escribir es lento y difícil. Llegar a tener una voz con la que hablar es mucho más lento: se mide con lapsos de vida entera”, precisa en “El sultán”. “Puig es el poeta de la maternidad. Por ser el hombre-madre, fue el hombre-historia y el hombre-estilo. Y si en la novela que creo que es la culminación de su genio, Sangre de amor correspondido, llevó a su último estadio la expresión del horror del destino en la figura de la madre, en la última, Cae la noche tropical, logró algo tan inusitado como desprender a la madre del sistema familiar y hacerla girar sola y libre en otra dimensión”, interpreta Aira.

Uno de los artículos más extensos del libro es sobre Arlt. “Suele decirse ‘Arlt, nuestro Flaubert’. Creo que la aproximación es inepta, y no solo por el abismo que hay entre un escritor maduro y burgués, y el adolescente visionario que fue Arlt. Flaubert se agota en la forma, Arlt nunca llega a la forma, se termina en lo formal. Yo diría ‘nuestro Lautréamont”, compara Aira, probablemente uno de los escritores argentinos con más proyección internacional, que desde hace un tiempo es mencionado en esa estrambótica coreografía de apuestas global que se convirtió el Premio Nobel de Literatura. Como recuerda Riveiro en el prólogo, desde 2003 el escritor empezó a trabajar con el agente literario Michael Gaeb, encargado de la circulación de las obras de Aira en el extranjero, y para la segunda década del siglo XXI las traducciones de sus libros superaban el centenar. Una de las principales fans del escritor es Patti Smith. La cantante y poeta estadounidense escribió una reseña para The New York Times sobre El cerebro musical, traducido al inglés como The Musical Brain (2015), en la que ponderó que el escritor argentino tiene una “mente improvisadora” y un “ojo cubista que ve desde todos los ángulos”. “Sus personajes, ya sean rufianes de tiras cómicas, monos, partículas subatómicas o una versión de su propia infancia, se mueven en un paisaje cambiante de situaciones inestables que trastornan nuestra existencia temporal y la hacen fantasmagórica, sin dejar de parecer cotidianas conforme se desarrolla la trama –plantea Smith-. Su enfoque natural que acepta incluso los episodios más extravagantes, suspende la incredulidad y promueve el sentido propio de desplazamiento, de liberación de la banalidad”.

En la tercera y última parte de La ola que lee se destacan varios artículos, entre otros, “Lo incomprensible”, porque vuelve a profundizar el dispositivo-Aira. “Entender puede ser una condena. Y no entender, la puerta que se abre”, dice en este artículo, publicado en El Malpensante, en agosto de 2000, donde cita, nuevamente, una frase de Proust: “Los libros que amamos son los que parecen escritos en una lengua extranjera”. Aira va más allá y construye también su mito personal. “La primera función del arte es extrañar, romper los hábitos de la percepción y volver nuevo lo viejo. El lenguaje envejece más rápido que nosotros, y los escritores que amamos nos lo renuevan. Por eso los amamos. A esta lengua extranjera dentro de la lengua materna se la llama generalmente ‘estilo’. Yo al estilo lo he llamado el ‘mito personal’ del escritor, porque creo que termina abarcándolo todo, la vida y la obra, en un continuo incesante. El resultado último de la contemplación de este continuo es la transparencia. Todo escritor va hacia la claridad perfecta, pero el camino es un rodeo por lo incomprensible”.

 

A los 72 años, Aira ganó este año el Premio Formentor, destinado a reconocer la obra completa de un escritor; es el cuarto autor argentino en ganar este premio, después de Borges en 1961 (compartido con Samuel Beckett), Ricardo Piglia en 2015 y Alberto Manguel en 2017. “Las convenciones de tiempo y espacio, paradigma que regula el oficio narrativo, aparecen en la obra de Aira como formalidades secundarias que son sustituidas a menudo por destellos y fulgores, recursos y licencias puestas al servicio de una bulliciosa inventiva”, precisó el jurado. “El relato emprendido por Aira desde sus primeras publicaciones, el centenar de novelas escritas por el autor argentino, su fecunda y perseverante creatividad, conforman una audaz fábula del mundo postmoderno y confirman el arte poético de un excepcional malabarismo estético: sus incesantes variaciones literarias han hecho de su escritura una fuente inagotable de gozo, deleite y asombro”, concluyó el jurado de esta edición. La obra de Aira, como lo postuló Martín Kohan, se inscribe en un vanguardismo lúdico que alteró los criterios de valor, avanzando en espiral con sus novelas “biónicas” y “mutantes”.