No es fácil contestar de qué se trata La asistente, la película de la directora australiana Kitty Green, sin caer en una especie de devaneo. Se podría decir: cuenta la rutina de Jane, la secretaria de la máxima autoridad de una megaproductora de cine. Podría ser, también, tensando las interpretaciones, un comentario sobre lo que pasa cuando se restringe el pensamiento a nada más que lo que se ve. Y sobre la forma en que se puede manipular a alguien al punto de hacerle descreer de lo que percibe. La película funciona como una versión libre de la historia del ex productor Harvey Weinstein condenado por los delitos de agresión sexual y violación, contada desde un personaje lateral. Un tramo de aquello que pudo haber visto y oído una empleada que está siendo entrenada para volverse funcional al emporio W.
¿Será mucho decir que es un drama epistemológico? ¿Y un thriller feminista en clave de reparación post #MeToo? También podría ser la historia de una reconstrucción. Un personaje va uniendo los detalles que deja otro, todopoderoso: un aro en la alfombra del despacho del jefe, las cajas que llegan por correo que no tienen guiones sino jeringas de alprostadil (también conocido como Viagra), los cheques para niñeras, actividades extracurriculares y algunos por varios miles de dólares con remitente en blanco. A medida que transcurre la semana Jane se encarga de tareas como: imprimir la agenda de trabajo de todo el equipo, coordinar viajes, poner las botellas de Evian en la heladera. Y de otras que probablemente nadie le asignaría a un secretario: babysitting al paso, lavado de las tazas de café que usa todo el staff, contener a una esposa enojada.
MAS DURO QUE LA FICCION
En Leaving Neverland -el documental que puso los ojos del mundo sobre la vida de Michael Jackson y sobre una historia vox populi por la que fue llevado a juicio-, dos de sus víctimas, que ahora son adultos, describen los abusos que sufrieron en la infancia. En documental de cuatro episodios que ensaya una acusación post mortem cuenta las acciones de Michael con un nivel de explicitud que mientras congela la sangre de lxs espectadorxs, alimenta el combustible del morbo.
Después de un primer momento de suspenso con reflexiones sobre el amor y la fascinación de los niños por su ídolo llega el relato pormenorizado de los abusos. Las dos víctimas se acuerdan hasta de los dibujitos animados que miraban en la cama mientras Michael subía la apuesta de los “juegos maritales” (con uno de los niños simuló una boda). Es escalofriante y es imposible poner pausa. Y eso lo convierte en un ejemplo perfecto de las formas que toma la exhibición de la intimidad hoy. El good show hecho de la descripción con lujo de detalles de las violaciones a estos niños habla de un clima de época en el que el valor máximo es la búsqueda de autenticidad.
Algo así pasa con el documental de Amy Ziering y Kirby Dick On the Record, sobre el empresario musical Drew Dixon, también acusado de agresiones sexuales. O la historia de Jeffrey Epstein, un superrico que nadie sabe bien a qué se dedicaba, que se cuenta en el documental de Netflix, donde detrás de la bandera de la denuncia asoma un goce con los pormenores de los relatos de abuso. Se trata de películas de las que se diría que sus objetivos son loables. ¿Pero para llamar a romper los silencios que durante tanto tiempo sirvieron como escudo de ricos y famosos hace falta hacer un espectáculo de testimonios que hasta hace no tanto no hubieran salido de la cámara gesell?
EL JEFE SIN CABEZA
La asistente es la prueba de que la única posibilidad de contar una historia sobre estos temas no tiene por qué ser siempre ese tipo de show que satisfaga la demanda de realidad aumentada. Con una economía de recursos, pero con una interpretación a la altura de las circunstancias de Julia Garner que se luce -como también lo hizo con un papel pequeño en Ozark, y otro más pequeño todavía en The Americans-, el foco de La asistente es la negación de lo evidente para que todo siga igual.
La película tiene la osadía de ir varios pasos más allá del “gesto noble”. Ese de ponerse incondicionalmente del lado de quienes denuncian para hacer después commodity con “la verdad”. Y si bien cae en el vicio de retratar al violador como alguien sobrenatural, compensa en la medida en que muestra que el monstruo no podría haberse convertido en tal sin una maquinaria, una red de complicidades e intercambio de favores por fidelidad. En el abuso hay bastante más que un vínculo entre víctima y victimario, hay todo un tejido humano que habilita. ¿Cómo se logra la lealtad del rebaño? En el caso de la secretaria de esta historia, primero, se la quiebra forzándola a hacer jornadas ridículamente largas. Es la primera en entrar, la última en salir y trabaja los fines de semana. El agotamiento, entre otros factores, la vuelven vulnerable.
Como alternativa a una lógica en la que la persona abusada tiene el deber de contar toda su verdad -cuánto más cruenta, más indiscutible-, La asistente escamotea detalles. Sobre todo los del interior de su protagonista. Hay que entrar a IMDB para consignar su nombre porque no se pronuncia en la película. Sus sentimientos, su pasado, sus conjeturas son misterios. Jane es su trabajo. Ni siquiera es un rol en el engranaje empresarial, peor que eso: es sus tareas. No sabemos de ella más que algunos rasgos: joven, blanca, recién recibida. Ni siquiera es ella la protagonista del abuso. Es la que une las piezas. Y es ella quien podría animarse a decir algo sobre ese elefante blanco en la oficina, sino fuera porque al menor intento será puesta en caja con unas palmaditas de coerción corporativa.