Hubo un tiempo que fui hermoso/y fui libre de verdad cantaba en los setenta, el García joven. Quizás los periodistas también fuimos hablados por esos ecos. Escenas donde habitaban –entre otros- los Walsh, los Panzeri, los Urondo, pero también los Botana, los Timerman y los Neustadt. Eran momentos donde las redacciones atesoraban el saber del oficio y lo transmitían de generación en generación, con sus códigos e improntas. Seguíamos siendo un país periférico y dependiente, pero teníamos una clase media –sobre todo urbana- que era básicamente antiperonista, europea en lo cultural, antimilitarista en lo político y que funcionaba como la destinataria principal de nuestros contenidos gráficos. Era una sociedad injusta. El capitalismo lo es por definición. Pero mucho más homogénea y sobre todo menos desigual que otras sociedades similares.

Quizás, algunos de los costos eran el blanco y negro de la televisión, estrenos cinematográficos con seis meses de atraso comparado con las grandes capitales y los mundiales escuchados en la Spica transmitidos a la distancia desde los tablones de Wembley. También como hoy había periodismo de investigación y operaciones de prensa. Y teníamos a Mafalda y a sus amigues a favor.

No tengo una mirada romántica de esa época, cuando las proscripciones políticas estaban a la orden del día y la democracia no era un horizonte demasiado valorado. Solo planteo que el pasaje del capitalismo industrial al neoliberalismo nos dibujó otro mundo. Estalló el castillo de cristal y nuestro oficio se corrió de la periferia al centro. Nos fuimos convirtiendo en comunicadores sociales. Las secciones fijas en que se dividían los diarios que además facilitaban su distribución para la lectura en el ámbito familiar se volvieron híbridos. La imagen grabada de matrimonios esperando un domingo a la madrugada la primera edición de Clarín en algún quiosco de la calle Corrientes a la salida de un teatro o cine, todavía es guardada con nostalgia por canillitas que añoran, aún hoy, el regreso de esos tiempos.

Con el advenimiento de las nuevas tecnologías, las plataformas múltiples y el minuto a minuto, descubrimos otras perspectivas. Simultáneamente, los dueños de los diarios y los canales dejaban su lugar a las corporaciones que inscribían a los medios masivos en lógicas más amplias y heterogéneas. El mercado se diversificaba y re escribía sus leyes y los dispositivos comunicacionales reconsideraban sus mensajes y moldeaban sus montajes a un nuevo campo de significaciones. Se pasaba de las audiencias indiferenciadas a hablarle a cada lector/espectador/oyente en particular. Aunque paradójicamente nos volviéramos más binarios. Como si la abundancia de datos nos impidiera pensar, como si la placa roja de los Alerta tiñera todo de urgencia, de inmediatez.

Únicamente así se explica que retwittiemos sin cesar a una locutora que se acongoja por la muerte de William Shakespeare por coronavirus y que naturalicemos o ubiquemos en un segundo plano las declaraciones de Pepín Rodríguez Simón admitiendo la existencia de la Mesa Judicial en tiempos del macrismo. Es solamente un ejemplo de cómo lo banal adquiere una preponderancia inusitada en este universo articulado entre las redes, lo mediático y los poderes reales. En los últimos años se ha roto el pacto de lectura que trabajosamente se había construido entre el periodismo y sus audiencias. Los silencios, los gestos, los guiños dieron paso a operaciones que responden a un Otro que está fuera de la visibilidad de la escena. Así, los medios de comunicación en esta estrategia del lawfare global pierden su condición de autonomía local y empiezan a formar parte de redes internacionales. No se trata de buscar culpables. Dejémosle eso a la justicia o a las religiones. Pero problematicemos las nuevas condiciones de ejercicio de la profesión. ¿Cómo se les habla a audiencias activas, heterogéneas, desconfiadas y desiguales? ¿Quizás construyendo nuevos mitos y rituales que sostengan nuestra práctica? En estas épocas pandémicas y transicionales habrá seguramente más preguntas que respuestas. ¿Será una nueva oportunidad para que los periodistas hagan sentido con las marcas históricas de su oficio? ¿Podrán las nuevas generaciones establecer otros interrogantes? La revalorización del oficio es una necesidad. De un lado y del otro de la grieta. 

*Psicólogo. Magister en Planificación de la Comunicación.