Quienes insisten en nombrarla lastimera en aguas no la leyeron o no quieren que se la lea. Se autocondena a la leyenda, no a la muerte, que es inevitable. Durante años decir Alfonsina Storni era decir el nombre de la poeta que se suicidó caminando hacia las olas, sal marina rociada con algunas citas literarias, “tú me quieres blanca”.
Molde calcado de mujer rara, de madre soltera, de poeta débil. Gracias a la lectura crítica de muchas mujeres hace ya varios años que ese estigma, esas interpretaciones intentonas y usureras se amontonaron como hojarasca al costado de una calle sin salida. La incomodidad de Alfonsina y su capacidad para desafiarla se sostiene sin muletas y traspasa el molde de la escritora que la escuela primaria tematiza, las antologías incluyen y los diccionarios destacan.
Ir más allá de esa caricatura, o mejor, de ese dibujo animado, “trenes de viento y puerto de papeles”, para irrumpir en astral Storni, es conocer a la obrera de una fábrica de gorras, a la joven lectora de Campoamor, Echerrería, Nervo, López Velarde y Darío, a la maestra de Amelia Bence en el Teatro Infantil Lavardén y a Tao Lao, el seudónimo con el que Alfonsina firmó algunas de las notas vanguardistas que publicó en el diario La Nación y que reúne Un libro quemado, un encanto dulce, dulce es una palabra Storni, que editó Editorial Excursiones.
Compilado por Mariela Méndez, Graciela Queirolo y Alicia Salomone y tutelado con dos carátulas, escoltas en evocación docente, hechas con dos reproducciones –acrílico sobre tela– de Pablo Lozano, Un libro quemado es también el título de una columna que Alfonsina escribió en junio de 1919 para la revista La Nota. Las aguafuertes vuelven a ser libro y avivan el fuego que quema esa hojarasca hacinada. Y como de arder en llamas se trata, no está nada mal recuperar el título de esa columna (en la que habla del “antiguo prejuicio anti-feminista” y del texto que Teresa de Jesús escribió sobre El Cantar de los Cantares y que su confesor le obligó quemar) para demoler el sopor cardinal de la prudencia que exudan las leyes antifeministas.
Escritas hace más de cien años sorprende la lozanía de los prejuicios, brutalidades e injusticias que Storni soporta, sufre, ironiza, burla y describe. ¿Qué líquido tiene el frasco que los conserva? Impostación de eterno presente pedestre que arrasa con lémures transparentes cualquier calendario. Y aunque a fuerza de lucha y calle algunas cosas se han logrado, los deseos de “entrarse a los códigos espada en mano y tajear, como un ángel vengador, todas las monstruosidades que los prejuicios humanos han acumulado en ciertas leyes” (A propósito de las incapacidades relativas de la mujer, La Nota, 10 de octubre de 1919), se mantienen intactos.
En sus columnas Storni cruza reivindicaciones políticas, punza estereotipos de mujeres domésticas, presenta a escritoras y lectoras, describe el trabajo de las mujeres que trabajan: “Porque, feliz ser, dotado de la imaginación de mi anterior vida masculina, me daría a investigar manos como quien investiga mundos” (Las manicuras, Tao Lao, La Nación, 11 de abril de 1920), se mete con el egoísmo del hombre y con los protocolos sociales que se alimentan codificando vidas ajenas, el luto por ejemplo que ha pasado de moda como costumbre de placard pero sigue vivo -encubierto y transmutado pero vivo- y, como se sirve en caldo de prejuicios nuevos, nada más conveniente que leer esa columna de Alfonsina: “la innovación se toma como un acto de impudicia; se imagina que quien la preconiza sufre de cierta amoralidad y al final de cuentas primero es un impúdica, después son diez, después son cien, después son incontables y por impúdicas que sean las cosas, si los incontables son impúdicos, la impudicia desaparece”.
La Alfonsina de estos textos hace contrapunto con la Alfonsina poeta, polifonía de corazón compartido fuera de la ley y a punta de látigo, “Ya muerde acá, sucumbe allí,/Cazando allá, cazando aquí” y un buen conjuro para enfrentar los pormenores intermedios del fastidio y seguir caminando.