El día había sido infructuoso, apenas había pescado un pacú y una boga; la bajante afectaba la pesca y había decidido recostarse sobre la siesta para atravesar la hora candente del verano, esperando con la premonitoria sabiduría del pescador, que las nubes como velas desplegadas cubriesen el cielo. Por eso no le extrañó, al despertar, que las nubes ocultasen la visión de la ciudad, que desde allí semejaba una ciudad fantástica, limitada por humedales, con altas torres incomprensibles y monumentos que desafiaban al cielo. Tal vez debería volver, porque la inquietud del río, creciendo al paso de las horas, tornaba una exigua travesía en una riesgosa aventura. 

La canoa oscilante en la orilla por la creciente violencia de la corriente podía dañarse, así que decidió encallarla bien adentro de la playa, no sin sacar la bolsa donde llevaba la bota con el vino, y la botellita con algo de alcohol preventivo para la posibilidad de alguna heridas. También una bota con agua, los espineles, las carnadas y otros elementos de pesca. 

Si todo seguía, como los signos del día lo presagiaban, debería pernoctar en la isla, por lo tanto buscó un reparo bajo los arbustos cercanos y con el puñal que envainaba en el muslo, se dio a cortar ramas y cañas para armar un refugio. Con la lona que llevaba en la canoa, erigió una suerte de techo, con una caída lateral que protegía del viento que venía del este. En esa tarea estaba cuando lo sobresaltó el estruendo de un trueno y despertó. Zeus preanunciaba su enojo, probablemente por haber dejado a Elpenor sin sepultura. El cielo de repente oscureció. 

Con el puñal abrió un hoyo de un codo por lado y laboriosamente encendió una pequeña hoguera, evisceró los peces y arrojó las vísceras al fuego y rodeó el hoyo con la sangre, sorbió un trago del vino y derramó el resto en una libación, rogando por la absolución de los elementos y el permiso de las divinidades para que le permitieran regresar a su orilla. Pese a la tremulación de la tormenta que se avecinaba, todo quedó en silencio y las sombras de los muertos, saliendo del averno se congregaron ante la perplejidad de su mirada. El primero fue Aquiles y luego Agamenón. 

No se escuchaba el sonido de los truenos ni el rugido del viento, ni siquiera un murmullo o los pasos que daban los jóvenes, las mujeres y algunos niños que en otros tiempos padecieron muchos males. Los amigos que en los años terribles no habían recibido sepultura y entre esas sombras, que pasaban insomnes, la sombra de su madre que lo miró con la mirada triste que tenía siempre. Con una voz silenciosa se lamentó: ¡Hijo, siempre fuera de lugar! Y enseguida, entre tantas otras sombras familiares, la sombra indulgente de su padre, a la que intentó vanamente abrazar, porque sus manos regresaban a su pecho. Entonces, con el dolor progresivo dijo: Padre, por qué te evades cuando a tí me acerco ¿es qué no he sabido ser digno de tu ejemplo? Yo sólo puedo existir en tus sueños, le respondió y se desvaneció junto a las otras sombras, como el aire en el aire. ¿Y la más amada? se preguntó, la que ansiaba ver, abrazar o siquiera escuchar, aunque sea una vez más. Esa no. Ella, la pequeña, la que hacía que su noche fuera noche para siempre. Antes de que todo se desvaneciese quiso penetrar en la profundidad del averno para ir en su busca pero comprendió que era inútil; por primera vez se sintió solo y lloró, como si de repente, comprendiera que hay alguien que se ha ido y no regresará.

En ese momento despertó en la infinita vacuidad del todo. La furia de los elementos no le dio tiempo para meditar o pensar en la incidencia de su sueño, la balsa, construida con los troncos de la isla de Circe brincaba sobre las olas como un potro cerril que se resiste a la mansedumbre. El mar ejercía su venganza y lo arrojaba a las garras del temor a sucumbir, sin haber regresado a su patria. 

Ya no le importaba haber perdido el cuantioso emolumento por el servicio en las batallas, sólo le importaba arribar a una orilla y mágicamente, como si la realidad pudiera responder a la demanda de sus deseos, el surgimiento de la aurora, desvaneciendo la tormenta, le permitió vislumbrar una playa. Para evitar la colisión con unas rocas que emergían del mar se lanzó a las aguas y nadó hasta arribar a la orilla. Tendido sobre la ignorada arena reposó para solventar la agitación y un doloroso latido en el pecho que acompasaba la evocación de lo perdido. 

Unos metros más allá, una frondosa hilera de arbustos parecía asombrosamente la de su sueño, pero tantas idas y venidas entre obstáculos y pérdidas, le hacían temer la falta de fin y de esperanza. Por de pronto se propuso avanzar a tientas y precavido. Sin embargo, a medida que avanzaba lo fue ganando una cierta certeza. Como si entrara en el conocimiento de algo lejano y olvidado. Algo del orden de la reminiscencia, que le hizo preguntarse: ¿Qué hombres habitan esta tierra? ¿Adónde iré perdido? Todo esto se preguntaba desconcertado, cuando vio acercarse a un joven pastor de ovejas. ¡Amigo! Exclamó. Eres el primer hombre a quien encuentro, dime qué tierra es esta, qué pueblo, qué hombres habitan la comarca.

--¡Forastero! --respondió el pastor. --Eres un simple o vienes de lejos, cuando me preguntas por esta tierra cuyo nombre resuena y resonará por siglos, nombre conocido por los que viven hacia el lado donde sale Sol como de los que habitan hacia el lado del ocaso. No es completamente estéril, pues produce trigo y vino en abundancia, nunca le falta la lluvia ni el rocío, es propicia para apacentar cabras y bueyes y pródiga en bosques de toda clase y tiene abrevaderos que jamás se agotan. Por lo cual, forastero, el nombre de Ítaca llegó hasta Ilión, que según dicen, está muy apartada de la tierra aquiva. Puedes dirigirte tranquilo a la ciudad, que siempre es generosa con los viajeros y los mendigos, pues por lo que observo no pareces portar riquezas. 

Mi verdadera riqueza son relatos, dijo. Y luego, con la alegría de saberse en su tierra y fiel a su costumbre, ocultó la verdad con un relato fingido: “Oí hablar de Ítaca en la espaciosa Ilión y voy huyendo porque incurrí en riesgosas aventuras. En la nave de unos fenicios pretendí dirigirme a la Élide, pero la fuerza del viento nos extravió y ellos me dejaron aquí, sólo y triste”.

Rápidamente, se despidió y emprendió el extenso y árido sendero que conducía a la ciudad. El ciego sol y el estrago de la canícula dificultaban la marcha y después de unas horas agobiantes, llegó al puerto de Forcis, formado por dos orillas escarpadas que convergen hacia las puntas protegiendo de las grandes olas y de los vientos. Al cabo del puerto, persiste el olivo y la gruta antiguamente consagrada a las Náyades. Allí, en crateras y ánforas de piedra las abejas construyen sus panales; allí, el agua cristalina constantemente nace y se dice que sus aguas homologan las aguas del Letheo. Dos puertas tiene el antro, la una mira al bóreas y es accesible a los hombres, la otra frente al Noto, es divina, porque es el camino de los inmortales. Sin precaución, bebió con urgencia del agua cristalina y enseguida entró en una somnolencia progresiva, acechado por la curiosa experiencia de sentirse desdoblado, escindido por un tiempo de diversas dimensiones. La imagen de unas manos inscribiendo unos signos desconocidos, frente a la fantástica e incomprensible ciudad de su sueño, fue lo que percibió. Tal vez, pensó, es la misma pasión de esas manos las que traducen la pasión de mi relato.

Cuando despertó, atravesó la puerta del Noto para dirigirse a su ciudad íntima y extranjera donde tendría fin su odisea.     

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