Luego de la participación del ex presidente Macri en el programa de Juana Viale, el diputado Waldo Wolff celebró su performance y tuiteó lo siguiente: “Un ex presidente sano mentalmente, sin resentimiento, autocrítico, explícito, motivando a todo su espacio y pensando en el futuro”. Durante el programa Macri contó que en los días difíciles de su gobierno, durante los peores momentos económicos y sociales, “…a las 7 u 8 de la noche me olvidaba, cerraba todo, ponía Netflix y hasta el otro día a las 7 de la mañana trataba de reconstituirme desde los afectos y la familia". Días atrás, Alberto Fernández relató que luego de ganar las elecciones, Macri le recomendó que dejara de trabajar a las 19 y se tomara descansos cada dos semanas; parece que en esto predicaba lo que ejercía. Hacia el final del show le dijo a Viale que brindaba por “gente como vos, que sea independiente, libre, y que no claudique bajo ninguna presión”.
No me interesa ni me corresponde opinar sobre la “salud mental” de Macri. Y esto no sólo por mesura sino antes bien para discutir la tendencia a psicologizar o psicopatologizar la política y a dirigentes políticos; cierta psicopolítica que se vale de una retórica en la cual “salud mental” es únicamente medida de normalidad, productividad y adaptabilidad --a como dé lugar, caiga quien caiga--, y/o el acto performativo que hace pasar a valores, conductas políticas o posiciones éticas como signos de (in)salubridad mental.
Se trata de un uso vulgar pero intencional del constructo, legitimada por pseudofundamentos de “especialistas” que ponderan determinado liderazgo “sano” por sobre otros, y que en el mismo movimiento vaticinan y comprueban que el malestar psi, mental, emocional o de los trastornos de la población se ha incrementado desenfrenadamente no por la pandemia y sus duelos sino por las medidas de cuidado mutuo. Dichos especialistas --sean profesionales, comunicadores o políticos-- han llegado a sugerir que valía más la “salud mental” a la posibilidad de contagiar(se), enfermar y morir --fuentes innegables de sufrimiento--. Cualquier cosa antes que el conflicto reparador de lo mutuo, como si eso que llamamos singularidad no se produjera ahí. Una salud mental proscriptiva del malestar.
Macri, u otros, reivindicado como adalid de la normalidad, con semblantes de neogurú cauto y superado; y el resto una masa incauta, devenida anormal por acatar cuidados desmesurados y “populistas”, preocupada en pandemia. Sano por decisión individual, insanos por la docilidad frenética ante lo colectivo y lo político. Insanas, también, las presidentas mujeres populares, diagnosticadas a cada rato; o los grandes líderes democráticos, a quienes siempre se les enrostra el cansancio y deterioro, tan visible en sus cuerpos como entendible: la responsabilidad puesta en el ejercicio del cuidado de los más débiles cansa, duele, pero también repara. Se trata del uso de cierto fantasma muy caro a los sectores medios: “es bueno que Macri se desenchufe porque así se diferencia de los populistas que, por sus ansias de poder, no pueden parar”. Alma bella antes que “hubris”.
¿Salud es desentenderse? De más está decir que “salud mental” no puede reducirse a parámetros universales u ontológicos, sino que se articula en las relaciones, circunstancias, historia y peculiaridades de cada persona; de más está decir, también, que un (ex)presidente es tan humano como cualquiera, pero no obstante no es igual a cualquiera. Así, “desentenderse” no puede ser tomado lineal o taxativamente como indicador de salud: no sería signo de buena salud mental la de un comandante que se desentiende, desconecta y se va a dormir mientras transporta 100 pasajeros en un avión…
Por ello, tomemos el tuit de Wolff como analizador: ¿debe alguien, por ejemplo un dirigente político, estar ante todo “sano mentalmente”? ¿Es casualidad que ello sea lo primeramente ponderado, cual si se tratara de un gran valor moral? Que lo primero sea la salud (mental) de alguien puede implicar también que ello valga a cualquier costo, o a costa de otros; la idea de salud como hecho individual no es nunca inocua, dado que podría significar que la misma se sostiene a costa de otros individuos o conjunto de individuos. ¿Es conveniente tener esa clase de salud mental o de presidentes? ¿Es --como planteó Wolff--- motivante para determinado espacio político anoticiarse que se puede ejercer la presidencia de la Nación de ese modo? Probablemente. ¿Salud mental es que sí, que se puede ver Netflix de cualquier forma, bajo cualquier costo, ante cualquier circunstancia? ¿Sano es quien pone su “mente” a ver Netflix por horas?
No pretendo moralizar ni psicologizar una conducta; es una pregunta, tal como podría ser interrogar si es correcto decirle “insano” o “adicto” a quien mira mucho Netflix. Insisto: interesa de lo anterior la dimensión retórica en juego y la crítica a la transmisión del ideario de la libertad y potencia individualistas desde el cual “si quiero ver Netflix, veo Netflix, pase lo que pase”.
Hace décadas se planteó si era posible y éticamente conveniente estar/sentirse sano en un “medio enfermo”. Pues bien, que todos tengamos cierto imperativo ético de sabernos parte de una comunidad y de reconocernos implicados en situaciones de desigualdad e injusticia, en torno a las cuales podríamos tener alguna clase de responsabilidad --si somos presidentes ni hablar--, ello no implica que la vida cotidiana y realidad material de cada quien sea la misma. Si el ideal de salud mental tuviera que ver con una determinada relación entre trabajo o responsabilidad y desenchufarse completamente, donde lo último debiera prolongarse por al menos 12 horas, va de suyo que muy pocos podrían gozar de buena salud mental. O peor: “libre” o “independiente” sería, según Macri, Juana Viale o cualquiera desafectado de las presiones, incluidas las que incluyen responsabilidades institucionales, éticas o políticas. No claudicaría quien abraza altos ideales sino más bien quien se desentiende desde un lugar de poder.
¿Conviene no sufrir, no preocuparse, no inquietarse? ¿Se es más sano sin pensar en el otro? ¿En torno a estos parámetros haríamos pivotear la diagnosis de salud mental…? Esta pareciera ser la sugerencia implícita --o a veces obscenamente explícita-- de cierto cinismo new age, con notas del coaching ontológico y de las “neurociencias para presidentes”. Forma sutil de la banalidad del mal que pondera un modo de subjetivación signado por la crueldad: “no-estar-informado” aunque sobreinformado, infantilismo político del “yo no sé, yo no fui”; “ojos que no ven, corazón que no siente” vía streaming, es decir, exponiendo sin-vergüenza ante la crisis algo que bien podría ser reservado a su fuero íntimo.
Destruir y desentenderse. Salubridad individual antes que responsabilidad subjetiva. Ignorancia antes que descanso --necesario para cualquiera, incluido un presidente--. Netflix antes que dormir y soñar. Aptitud para trabajar, o más bien para gestionar o de management, sin preocuparse; y al mismo tiempo el premio de despreocuparse sin trabajar.
Así las cosas, resulta anacrónico ese horizonte freudiano donde salud se deducía como el recupero de la capacidad de amar y trabajar. Pero el anacronismo es interesante, sobre todo en la discusión política, ya que justamente nos evita del conservadurismo reaccionario. Sin perjuicio de las críticas sensatas que cuestionan cierto sesgo productivista y alienante en los dichos de Freud --trabajo entendido como mera reproducción antes que creación--, la premisa encuentra su potencia allí donde uno y otro, amar y trabajar, se enlazan sintomáticamente. Y los síntomas son siempre interesantes, éticamente utilitarios. Desentenderse de un síntoma lleva a la inhibición y sus derivas: la miserabilidad que se lleva puesto a otros. Trabajar, por ejemplo de gobernante, se torna oficio imposible, y por ende sano, cuando el otro conmueve e interpela. Aquí una mera pista de lo que podría ser un expresidente, o uno cualquiera, sano.
* Julián Ferreyra es psicoanalista. Docente en Salud Pública/Mental II (Psicología, UBA).