Siberia, 1919. Un ejército de fantasmas llamado La Legión Checa tiene el control del Transiberiano. Ignoran que la guerra ya ha terminado, allá en Europa; ellos siguen en Siberia, y el confín del mundo se les ha subido a la cabeza en forma de delirio: mientras el bueno de Tomáš Mazaryk intenta sacarles permiso a los vencedores para que las antiguas provincias de Bohemia y Eslovaquia del imperio vencido puedan convertirse en la República de Checoslovaquia, La Legión anuncia desde Siberia que esa lonja de tres metros de ancho por nueve mil kilómetros de largo, que va desde el límite de Europa hasta el Océano Pacífico, es suelo checo.
Esto sucede mientras en Rusia hay una salvaje guerra civil. Los bolcheviques han creado el Ejército Rojo para combatir el Ejército Blanco, de zaristas, cosacos y mencheviques. Ambos bandos necesitan el control del Transiberiano para vencer: sin tren es imposible trasladar hombres y armas por aquel territorio tan vasto. Por eso es que ninguno de los rivales logra imponerse al otro, y La Legión Checa ya les está colmando la paciencia a todos. Los blancos acusan a la Legión de haberse quedado con el oro de los Romanov; los bolcheviques necesitan ese oro más que los blancos. La Legión Checa son cincuenta mil desharrapados en uniformes de diferentes ejércitos, un bestiario de cuero y pieles desparramado en lotes de cien por las paradas del Transiberiano. Son irremediablemente extranjeros en aquel territorio que defienden como suelo patrio, son una incongruencia hasta para ellos mismos, pero nadie puede moverlos de su estratégica posición a lo ancho de toda Rusia porque las vías del tren son suyas.
El capitán Matula, al mando de sus cien hombres (que, entre todos, suman 945 dedos de los pies, el resto perdidos por congelamiento), llegó en el tren a Yaziky tomó la aldea sin resistencia, porque los antecedía la noticia de la matanza que venían de perpetrar en la vecina aldea de Staraia Krepost. Los hombres del capitán Matula han peleado, a lo largo de cinco años, por el emperador de los austríacos contra el emperador de los rusos, por el emperador de los rusos contra el terror rojo, codo a codo con cosacos, zaristas y mencheviques, y luego contra ellos, mientras se iban internando cada vez más en Siberia. Pero lo que ven en el capitán Matula los habitantes de Yazik es una nueva forma del enemigo inmemorial, el Oscuro, y adoptan la misma táctica pasiva que repiten desde tiempo inmemorial: cerrar filas, simular obediencia y esperar que una nueva encarnación del Oscuro destrone al capitán Matula.
Me faltó decir que los habitantes de Yazik eran en su mayoría miembros de los Palomas Blancas, una secta cristiana no violenta, que no comía carne y sólo creía en la propiedad comunitaria y la asistencia mutua. Una especie de amish siberianos, pero castrados: el único derramamiento de sangre que aceptaban los Palomas Blancas era el cercenamiento de sus propios genitales, condición sine qua non para iniciarse en la secta. Como eran pacíficos, reconstruían la aldea cada vez que era arrasada. Como eran cristianos, el zar los toleraba. Como tenían contacto con los espíritus del bosque, los cosacos no los exterminaban: sólo les decapitaban alguno cada tanto, pero les permitían, cada vez que moría uno, que castraran a otro, y así la secta no se extinguía. Un poco el mismo procedimiento existía en La Legión Checa: cada vez que caía un oficial, el siguiente en la cadena de mando arrancaba las jinetas del muerto y adoptaba su rango. Así había llegado a capitán el cabo Matula: arrancando jinetas a los muertos, o matándolos para arrancárselas. Tenía veinticuatro años y sus ojos ya lo habían visto todo.
O eso creía, hasta que una noche, una patrulla trae arrestado del bosque a un fugitivo barbudo, piel y huesos. El fugitivo dice que viene escapando de un gulag mil kilómetros al norte, lleva meses caminando. Pero eso no importa, dice: él no es nadie, apenas un estudiante que llegó a aquel campo en Siberia condenado a diez años. Y no habría sobrevivido ni un invierno si no lo hubiera adoptado Samarin, el tártaro anarquista, el penado más temido por todos, hasta por los guardias. Samarin se encargó de que el estudiante estuviera bien comido cuando les daban la ración, y picaba piedras a su lado para protegerlo de los guardias,y dormía a su lado para protegerlo de los presos, y cuando llegó la primavera lo arrastró con él cuando se fugó del campo. El deshielo no había comenzado aún, caminaban por la nieve y no había nada que comer y de pronto el estudiante comprendió que Samarin lo había cuidado y se lo había llevado con él como alimento.
Desde entonces venía huyendo, pero Samarin le seguía los pasos de cerca. Eso era lo que importaba, dijo el estudiante: que Samarin estaba cerca, y que estaba anhelante de carne humana. Porque Samarin era algo más que un caníbal: Samarin era la destrucción misma. Hasta los espíritus del bosque lo habían percibido, confirmaron los Palomas Blancas, que tenían sus maneras de oler el peligro. Samarin era las cien mil maldiciones que los pueblos mascullaban diariamente contra su condición de esclavos. Samarin venía a terminar con todo. Yazik no sería la misma cuando llegara Samarin. Y de hecho no lo fue. El dicho dice que la revolución se comió a sus hijos, pero en este caso fue Samarin y ocurrió así: mientras los checos lo buscaban por el bosque, lo tenían adentro de su propio cuartel. Samarin era el estudiante. Y Samarin estaba hambriento.
Allanado el camino por él, las tropas bolcheviques al otro lado del bosque procedieron a entrar en Yazik, chapaleando en sangre checa, y así fue como el Ejército Rojo comenzó a tomar control del Transiberiano y así fue como ganó la guerra civil. Pero primero esperaron que Samarin abandonara el pueblo, porque los bolcheviques no creían en dios ni temían al diablo pero preferían no cruzarse con Samarin si podían evitarlo.
Los Palomas Blancas duraron poco en la era soviética. Su extinción no se debió a motivos ideológicos: les descubrieron dos mil vacas escondidas en el bosque y los fusilaron por enemigos del pueblo. Pero antes se extinguió La Legión Checa, que luego de perder Yazik fue cediendo posiciones precipitadamente y retrocediendo a los tumbos hacia el este, hasta toparse con Vladivostok. Lograron embarcar de apuro hacia Alaska, y cruzaron toda América y luego el Atlántico para llegar a su país. Hay quienes quienes dicen que lo lograron porque tenían el oro de los Romanov y con él fueron pagando su retirada. El capitán Matula no estaba entre ellos: su cabeza había rodado en el barro de Yazik; Samarin le comió los ojos y la lengua y después el corazón, según el único checo que logró escapar de Yazik.
Los tártaros de Siberia, cuando es verano, y nunca anochece, y el sol castiga sin descanso y sin clemencia, se cuentan historias de terror: dicen que nada aplaca tanto el calor como un poco de frío en el alma. Los cuentos de terror tártaros deben paralizar el tiempo y helar la sangre del que escucha, la única manera de sobrevivir al calor cuando el sol de Siberia no te da tregua.