Instalarse unos días en un resort termal en medio del campo es algo parecido a refugiarse en una burbuja. Como las aguas de las ocho piscinas brotan de lo profundo de la tierra a 41º, uno se pasa horas a lo largo del día sumergido hasta el cuello en un estado de reposo radical, una especie de letargo ocioso del que cuesta salir. Muchos se entregan a la lectura, incluso dentro del agua con un flota-flota de gomaespuma en la nuca y dos detrás de las rodillas formando una cama flotante.
Hay quien suda la gota gorda en el moderno gimnasio pero la mayoría opta por la inacción extrema que lleva una actitud más bien meditativa, que tiende hacia la mente en blanco. Hay en el hotel un enérgico equipo de animación que invita al aquagym, las clases de yoga, zumba y bicicleteadas, quienes ofrecen además un servicio invalorable: despegar a los niños de los padres –y de los huéspedes en general– para llevarlos a jugar en un miniparque y en la sala de cine. El área del hotel termal es tan grande que hay espacios de intimidad y calma para todos, incluso las pocas veces en que las 156 habitaciones se llenan. Y sobre todo en días de semana reinan una calma y un silencio absolutos.
En este contexto intimista, la actividad de subirse a una canoa para remar en una pequeña laguna al atardecer, mientras una garza blanca remonta vuelo en la orilla, es casi una experiencia zen. Los baños son eficaces para el reumatismo por la presencia de yodo, hierro, calcio, magnesio y flúor.
ROMPER LA BURBUJA Salir a cabalgar por la planicie verde con árboles de espinillo que rodea al hotel termal es una vivencia que rompe los estándares del lujo refinado y la formalidad muy amable de los empleados: es como pinchar la burbuja en el mejor sentido. Porque Don Jorge Macedo -guía de cabalgatas- no fue formado en ninguna escuela de hotelería sino en el mero campo: “A los seis años mi papá me regaló una petiza que me llevó a la escuela toda la primaria”. Hoy, con varias décadas de vida en estancias y más de cien caballos amansados, Macedo es un baqueano de pura cepa que lo mismo hace un alambrado que trabaja con la motosierra: es un gaucho de hoy, padre de “cinco gurises”.
Los caballos están ensillados con vellones de oveja frente al hotel y arrancamos a paso tranquilo por un bosquecito: de repente sale despavorido un ñandú con sus zancadas torpes de animal prehistórico. Mientras Macedo nos cuenta que por aquí no transita nadie, de un arbusto brota una liebre disparada como un torpedo rastrero. Y más adelante aparece un ciervo manchado que nos mira un instante con desconfianza y huye.
–¿Alguna vez vio cosas extrañas en sus noches de tropero durmiendo al aire libre? –le pregunto al parco, cerrado y cauteloso hombre de campo con tupidos bigotes, sombrero marrón de paño de medio lado, cinto y botas de cuero.
–No sé… hay comentarios, yo nunca vi nada –dice como estudiándome y guardo silencio.
Pero unos pasos más adelante Macedo se suelta en un largo y pausado monólogo: “A decir verdad, cierta vuelta sí. Dicen que antiguamente los patrones enterraban bolsas de oro y mataban al esclavo después de ocultarlas. Yo estaba solo en un galpón de estancia y tres noches seguidas sentí que me llamaba por mi nombre una voz de mujer fina. Pero no salí. Quince días después yo estaba ahí con dos gurises más y golpearon la puerta”. Uno de los peones abrió y dijo: “¡Mirá, una mujer de blanco!”. Yo no la veía pero ellos sí. El más joven escuchó que nos llamaba y la seguimos. Uno dijo: “Esta no se agacha pa cruzar el alambrado”, porque lo atravesó como si nada según ellos. Al llegar a una laguna cercana ella desapareció y un ombú se prendió con un fuego ancho que comenzaba con una llamarada grande y terminaba arriba en otra finita: esto yo sí lo vi”.
–¿Se asustó?
–Yo no le tenía miedo a nada. Entonces dije “vamos que allá hay oro”. Y no quisieron, se asustaron. Pero ese oro ya no era para mí sino para ellos. La primera vez sí lo era, pero yo no supe bien qué hacer. Al día siguiente tuve un problema al agarrar un caballo y me despioné, me juí del campo; pero uno de ellos le comentó todo al patrón, quien le dijo “gurí dejá de joder con eso”. Pero el hombre fue a buscar un detector de metales y le marcó allí mismo donde el ombú; escarbó con una palita y ahí estaba la olla con 100 monedas de oro en libras esterlinas.
–¿Usted las vio?
–Yo fui al día siguiente y vi la ollita vacía y una moneda sola que había quedado. Y el árbol no estaba quemado porque el brillo ese es como una señal, dicen los que saben. Y tiempo más adelante encontraron otra mina en un corral de la estancia. Según parece, eso era de los bisabuelos de los dueños del campo. Sin embargo fueron dos arrendatarios diferentes los que encontraron las minas, en lugar de los dueños. Años después, cuando volví a la zona, uno de los arrendatarios tenía tres estancias más. Este fue el único misterio que tuve yo en el campo.
DELICIAS GOURMET Volvemos a la burbuja termal para almorzar. La gastronomía del hotel es un capítulo muy singular: funciona con el sistema all inclusive, es decir que si uno quisiera podría pasarse el día entero en el barcito con bancos dentro del agua de una piscina bebiendo daiquiris y piñas coladas (los bartenders son precavidos con las proporciones de alcohol). Pero a diferencia de lo que a veces ocurre en esta clase de hoteles “todo incluido”, éste sería algo así como un tenedor libre con calidad gourmet. Hay bufete de entradas y platos principales, mientras un cocinero prepara en el momento pescado a la plancha, un parrillero mantiene siempre a punto carne de chivito, pechito de cerdo, bondiola, achuras de res y cortes tradicionales. Para las pastas hay otro encargado y uno mismo puede elegir allí cómo componer la salsa. Y hay otro asador de pizzas al horno de barro.
La mesa de postres tiene no menos de quince variedades. Los mozos traen jarras de agua termal que son diuréticas y sirven como sedante estomacal. El comedor tiene paredes de vidrio que dan a las piletas y lagunas con patos. Justo debajo se da cita al atardecer una familia de garzas que se paran frente a los ventanales a luchar a los picotazos contra su propio reflejo.
De una estadía aquí se podría decir que tiene las formas y el lujo cinco estrellas de un resort caribeño, donde en lugar del azul del mar se ve desde las habitaciones una planicie verde y boscosa cortada por los caracoleos del río Arapey. Y como en el Caribe, uno se pasa aquí la vida en las agüitas calientes apostando por el “cero estrés”.