Me están buscando hasta debajo de las piedras. Los vi correr, husmear, confabularse , perseguirme. Determinaron por un control de sangre realizado en un laboratorio que un fluído en mi torrente podría curar el covid. Así de simple. Pretenden secuestrarme para exponerme ante el mundo como el caso testigo que “ellos” han descubierto y que salvaría a la Humanidad. Buscan convertirme en un conejo héroe, claro que los laureles correrán por cuenta de ellos adjudicándose todo mérito. Si los hubiere. Por eso me están buscando cazar, enjaularme, someterme a martirios. 

Son de la raza Bullrrichiana, gente fea con ceño fruncido, espantosa ropa, inmundo linaje y aire matón. Actúan en manada y de mi depende la salvación de sus carreras tristes porque son desertores del amor, golpistas sin suerte, asesinos imperfectos, colaboracionistas impávidos de los funerales políticos que han asolado y aún lo hacen sobre esta tierra argentina. Por lo que sé, huelen mal, a perfume caros y un aliento a sepulcro los antecede. Recorren los canales largando maldiciones sobre todos y en silencio, confabulados, me siguen buscando. Entro mimetizado de barrendero a una cueva de calle Centeno. Me recibe con sobresalto un caracol. 

-Delfo- me dice a modo de presentación. -Imagínese que no le puedo dar la mano.

-Claro, por la peste. 

Hace un carraspeo y observa su cuerpo sin extremidades. Pero continúa. 

-Soy Delfo, por Delfor Cabrera nuestro Hijo del Viento criollo, corredor extraordinario, humildemente. Estoy en la hora veinte por los 100 metros.

-Fabuloso-, le contesto. 

-Bah, no creo en los laureles-. Me mira condescendiente.

-¿A usted lo buscan no? Ya sé, no me cuente nada y siéntese que le preparo unos mates.

Habla solo. 

-Yo a estos los conozco. Un primo mío falleció en los bombardeos de Playa de Mayo. ¡Le tiraban con bombas de sal! A otro lo aplastaron en el fusilamiento de los basurales de José León Suárez. Y a un tío que vivía en el ligustro a metros de la casa de Juan José Valle lo acribillaron con bayonetas de alfileres. En fin, son una lacra asesina, créame. 

Asiento con la cabeza. Toma un mate en una calabacita diminuta. Afuera se sienten corridas. 

-Shh, ni respire, me acota suavemente. Son ellos, los olfateo, huelen espantosamente... Shh… 

Nos quedamos callados hasta que los pasos se alejan. La cueva de Delfo está pintada a la cal y de su pared penden fotos de Carlovich, de Perón en su pinto Mancha, Evita descamisada y una oruga sobre un helecho. 

-Con esta no pude seguir. Nos pusimos de novios hasta que llegó la desinfección de acá al lado y chau amor. No es tiempo para lamentos-, se convence. 

-Nosotros, los bichos sabemos todo: como son ellos, por ejemplo, los Malos, como persiguen sin asco y hacen el mundo más jodido y más cruel. ¡Le presentaremos batalla! Grita y al instante se disculpa.

-Es la historia que nos contamina, eso sí, siempre pido que traigan al Principito, ¿Se imagina por quien lo digo, no? El de ojitos celestes, el traidor e inútil más temible, ese que no quiero ni nombrar porque además es mufa. 

Asiento. Me mira trascendental y se sienta en su sillita de paja.

-Ahora le voy a revelar una certeza señera y profunda sobre usted. Lo buscan no porque hayan detectado en usted la salvación de la covid sino porque le van a echar la culpa sobre el origen de la peste. Lo acusarán de peronista, comunista y de tener tatarabuelos chinos. A alguien tienen que crucificar, es su lógica. Tome. 

Sobre su casita me ofrece un DNI y un pasaporte. 

-Usted ahora se llama José Luis Rodríguez, como el Puma, y se quedará refugiado acá hasta que pueda salir del país. Si le piden autógrafos dígale que está de incógnito y cante, cante, cántese algo. 

Me señala una peluca en un rincón. Y se larga a entonar constituyendo una paradoja de su cuerpecito: -¡Agárrense de las manos, unos a otros conmigo! ¡Agárrense de las manos, si ya encontraron su amigo! ¡Juntos podemos llegar, unan sus manos conmigo!

 

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