Ya me habían robado un celular en el colectivo. "No hables en la calle", es el mantra que me persigue cada vez que me conecto en la vía pública. Mantra insistente pero poco disuasivo. Un día más, estaba hablando mientras esperaba el 115 cuando un manotazo por la espalda me desestabilizó. Literalmente perdí el equilibrio pero seguí aferrada al aparatito. Me clavé de rodillas y en el impacto voló ese objeto tan deseado que nos esclaviza. El grito, el insulto, alertó a mi intercolutor. Manteníamos un diálogo habitual y, evidentemente, no era el destinatario del improperio. Rápido, el sujeto se abalanzó y huyó en una moto que lo estaba esperando.
Quedé desolada, impotente, con la calza agujereada y la rodilla sangrante. Me acordé de los magullones de El Diego. El único link posible era la imagen, los moretones de él eran producto de los intentos de obstaculizar su genialidad por la impotencia de algún mediocre rival. Los míos sólo esquirlas de una resistencia inconsciente a no perder ese vínculo inmediato con el mundo real y virtual.
En esos segundos de inercia que paralizan el tiempo tras un arrebato de violencia apareció una chica. "Decime el número así lo bloqueás. A mí me pasó lo mismo" --dijo mientras me ofrecía su teléfono. Turbada, recordé el código. La solidaridad encontró un límite en la exclusividad de las empresas. Ella tenía otra compañía y el número no servía. "Puedo llamar a mi hermano", le pedí. El tiene la misma empresa y lo iba a poder resolver.
A partir de ese momento empezó otra película. La contracara de una realidad que hubiese terminado ahi, con mi maltrecho celular descuartizado en piezas, con recuerdos que no habían subido a "la nube" y se transformaban en irrecuperables.
--Quedate donde estás. Ahora te van a devolver el teléfono --me contestó mi hermano.
No terminé de decir ¡¡¿¿Qué??!! ¡¡¿Cómo?!! y apareció un motoquero con mi celular en la mano. Sorprendida, paralizada, no me salían las palabras. "Se lo saqué. Tomá. Estoy trabajando" --dijo y aceleró. Sólo atiné a murmurar gracias. Miré a la chica que me había ayudado con ganas de abrazarla pero la pandemia también nos pone esa distancia. ¿Cómo había hecho? ¿Cómo se arriesgó? ¿Por qué? Las preguntas se arremolinaban y quedé sin respuestas. Un buen tipo que piensa en el otro/ otra. Qué disruptivo suena que alguien actúe sin especular, simplemente por solidaridad.
Conmocionada, me subí al siguiente colectivo y emprendí el derrotero para reparar la pantalla. Fue todo tan rápido que la comunicación no se había cortado y el motoquero justiciero le había podido decir a mi hermano que lo esperara en el mismo lugar donde me habían robado. Parecía de película pero doy fe que fue real. Tan real como la búsqueda de presupuesto para subsanar el daño.
El teléfono funcionaba perfecto pero la pantalla estaba astillada en los vértices. Entro a un local y muy atentos estiman que el arreglo costará 35 mil pesos. Me pareció una barbaridad y seguí mi camino. De pronto, en la esquina de Santa Fe y Rodríguez Peña un cartel me interpeló: "¿Se rompió tu pantalla?" Entré, rauda, el destino estaba de mi lado. Dos señoritas escrutaron el aparatito y sin inmutarse sentenciaron: "44 mil pesos". Pensé que había escuchado mal. Quizás me habían quedado alterados los sentidos por el empeñón que me depositó en el asfalto. Ante mi evidente desconcierto una de las chicas me sugiere: "Quizás te convenga un 'reciclado' por 35 mil". Salí más rápido de lo que había entrado. Llegué finalmente a la sucursal de la companía donde también había comprado el teléfono. Resignada ya a escuchar cualquier cifra. Evaluaron que podían ser 17 mil y finalmente precisaron que serían 12 mil pesos. La multinacional está lejos de ser un baluarte del altruismo, cómo puede ser.
Quedé más desvalida que con el arrebato violento. ¿Habrá un justiciero que le ponga sensatez a esta barbarie? ¿Quiénes son más chorros?