Leopoldo Cicutta tocaba el bandoneón y era hincha de Colón. Podría escribir algunas cosas más sobre aquél cristiano, pero si solemos comparar a un libro con una persona diciendo que ambos valen por lo que llevan adentro, por reciprocidad, podría afirmar que toda la trama del texto de don Cicu estaba dividida en estos dos capítulos. 

Para un rosarino, Santa Fe capital nunca estuvo cerca, la historia oficial escrita en Buenos Aires siempre lo quiso así. Por lo general era un lugar de paso, una excusa para cruzar el túnel subfluvial Hernandarias, pasear y comer en Paraná para después volver a transitar la maravilla con el fin de retornar a Rosario en horas de la noche. 

Razones familiares me dieron la posibilidad de conocer lo negado. Sus costumbres, ídolos y pasiones las caminé de la mano de un guía de lujo, el suegro de mi hermana. El hombre era italiano, aunque lo disimulaba muy bien, no arrastraba tonada alguna, salvo cuando se le daba por hablar en lunfardo. 

Me gustaba visitarlo en su refugio de calle Avellaneda en la localidad de Santo Tomé. La casa de un músico es distinta a todas. Pocas veces me sentí tan agasajado como en aquel lugar, en el momento del reencuentro mataba un pollo, cortaba lechuga de su huerta, destapaba un vino reservado para la ocasión y de postre me regalaba unos tangos paridos en la magia de su jaula. 

Siempre me trató como a un hijo, tal vez fui para él una revancha de otros vínculos rotos a golpes de convicciones. Si bien las paredes de su humilde vivienda contaban con otros retratos, había un cuadrito con la formación de Colón campeón del 65 colgado en la cocina que llamó siempre mi atención. 

Estaba amurado a una altura diferente de los otros cuadros, como cumpliendo la función de un crucifijo, no era sólo un póster pegado sobre una madera, era un símbolo, una protección, un talismán. Me aprendí de memoria los nombres de los rostros de dicha estampa de tanto escuchar sus historias, se trataba, según el santafesino por adopción, de un equipo de hermanos que había hermanado al pueblo sabalero escribiendo su página más gloriosa. 

Si el tiempo es lo mejor y a la vez lo peor que nos puede pasar, el bandoneonista había decidido bajarse en aquella estación. Tocaba el instrumento con los ojos cerrados, sentado en una silla petisa de paja frente a dicho recuerdo, parecía tomar aire cada vez que los abría y dejaba chocar su mirada contra los once héroes. 

Desde un discurso basado en mi hippismo incipiente, el rock and roll y las nuevas modas intenté hacerlo enojar en vano, toda discusión la terminaba con una expresión conciliadora: "Todo puede ser mi amigo, pero para mí... el amor es otra cosa", decía antes de cambiar de tema. 

Se las ingeniaba para responderme en otro momento, usando creatividad y sorpresa. En una oportunidad, sobre la melodía del tango El motivo me supo dedicar una estrofa: "Cortate el pelo te pido/ comprate un peine con filo/ los piojos agradecidos/ chamuyan hasta en francés... Chan- chan". 

Cuando lo conocí ya no tocaba en público, sólo daba clases particulares, un maestro de carácter fuerte, pero del que muchos querían ser sus alumnos. 

 Una tarde llegué en mal momento, desde la puerta de calle pude escuchar sus gritos. "¡Garrido, tocás las teclas con la seguridad y frialdad con las que un empleado bancario maneja la máquina de calcular! ¡Así no sirve! ¡Para la próxima, no te olvides de traer el corazón, de lo contrario, no vuelvas!”. Después de un breve silencio, un joven sonrojado insultando en voz baja, salió de la casa, cargó en su Fiat 600 un estuche pesado y partió apretando el acelerador a fondo. 

Cuando ingresé, después de algunos minutos, el maestro todavía conservaba el ceño fruncido, se enojaba únicamente con aquellos que sabía que tenían mucho para dar, pero los paralizaba el pánico de sacar sus sentimientos afuera. 

Recuerdo que ese día me atreví a preguntarle sobre la frase que usaba como muletilla, que me dijera de una vez, qué cosa era el amor. No era fácil adivinar adonde volaba su mente cuando chaparrones de recuerdos le anegaban el corazón. Se enroscaba con el instrumento, confundían sus respiraciones, eran cómplices necesarios de una simbiosis perfecta. 

Desde esa posición extraña, al borde de perder el equilibrio, supo tallar en mi mente estas palabras sentidas: “Qué se yo que es el amor… es fácil hablar de todo lo que vemos, de todo aquello que podemos tocar, pero el amor nos tiene a nosotros, él es quien nos define. Decir que uno ama con locura, siempre me pareció una redundancia”. Después de confesarse, se reincorporó e interpretó su mejor versión del tango Qué me van a hablar de amor

Hay muertes que actúan como divisorias de aguas, otorgan nuevos rumbos a ríos de sangre que surcan la tierra llevando un mismo ADN. Dejé de frecuentar la ciudad de la cerveza y la cumbia hace varios años, a mis sobrinas, sobrinos y a sus descendientes los veo esporádica o virtualmente. 

Los herederos no canalizaron su locura por el lado de la música, me enteré que al instrumento se lo habían vendido a un tal Garrido y la foto emblemática la guardaba celosamente uno de sus nietos. 

Antes de sentarme a ver la final tan esperada, lo llamé a Emiliano y le pedí que me enviara una copia de la reliquia, en el inicio del partido bajé el volumen del televisor y la foto se puso en movimiento. 

Pude disfrutar, por fin, de la gambeta endiablada de la pulga Ríos, las paredes exquisitas tiradas entre Canevari y el mono Oberti, la presencia imponente de Orlando Medina en la mitad de la cancha y la solvencia de los hermanos Cardozo saliendo desde el fondo con pelota dominada respaldados por las seguras manos de Tremonti. 

Don Cicutta, vos sí que lo sabías, tarde o temprano todo lo que se anhela con el corazón se consigue, aunque uno, aparentemente, ya no ande por acá para verlo. Te imagino borracho de alegría estirando un fuelle de nubes sobre tu falda, inventando coplas tangueras ante un cielo de fondo rojinegro. 

Colón siempre rimó con campeón ¡Qué me van hablar de amor!.

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