La madre del escritor israelí Etgar Keret nació Varsovia en 1934. Durante la Segunda Guerra Mundial, esa niña perdió a su madre, a su hermano pequeño, a su padre y quedó completamente sola en el mundo. El hijo -autor de magníficas colecciones de relatos- escribe en una de las crónicas de Los siete años de abundancia, uno de los libros que presenta hoy en la sala Roberto Arlt de la Feria del Libro junto con los cuentos De repente un golpe en la puerta, ambos publicados por la editorial mexicana Sexto Piso: “Una vez me dijo, hace muchos años, que después de que muriera su madre, le dijo a su padre que no quería luchar más, que no le importaba morir también. Su padre le dijo que ella no debería morir, que tenía que sobrevivir. Los nazis -dijo- quieren eliminar nuestro apellido de la tierra, y tú eres la única que puede mantenerlo vivo. Tu misión es superar esta guerra y asegurarte de que nuestro apellido sobreviva. Para que cualquier persona que camine por las calles de Varsovia lo conozca. Poco después de eso, murió. Cuando terminó la guerra, a mi madre la enviaron a un orfanato en Polonia, después a uno en Francia, y de allí a Israel. Al sobrevivir, cumplió con la petición de su padre. Mantuvo a la familia y su apellido con vida”.
Keret escribió su primer cuento a los 19 años en una de las bases del ejército con más seguridad de Israel, donde estaba haciendo el servicio militar obligatorio. “Yo imprimía los cuentos que escribía, doblaba la hoja, me la ponía en el bolsillo y se la entregaba a alguien para establecer una conversación íntima. Había algo en el hecho de ser un soldado que llevaba una historia doblada en mi bolsillo que me hacía sentir que era una especie de acto de resistencia”, revela el escritor en la entrevista con PáginaI12.
–Tenía otro tipo de arma en el bolsillo, ¿no?
–Sí. Cuando estás en el ejército, querés ser alguien más. Tú eres un soldado, tienes el pelo corto, tienes un arma y estás listo para el combate. Tener una historia en mi bolsillo y entregársela a alguien era como decir: “confío en ti lo suficiente como para confesarte que soy un individuo que tengo miedos, que tengo deseos, que no soy solamente un soldado. Mis relatos están llenos de soldados que se comportan de manera histérica, que tienen mucho y miedo y no saben lo que están haciendo, mientras al mismo tiempo yo trataba de mostrar que estaba en perfecto control de lo que estaba haciendo.
–En “De repente, lo mismo”, la primera crónica de “Los siete años de abundancia” aparece la naturalización de la violencia a través de los atentados terroristas. ¿Qué hace que se pueda convivir con la violencia con “normalidad”?
–Cuando hay algo que sucede recurrentemente, ya sea cotidianamente o cada semana, se vuelve parte de la normalidad del paisaje. Llevamos tanto tiempo conviviendo con el terrorismo en Israel que hay mucha gente en el país que no conoció otra situación. Lo que me parece preocupante no es que los seres humanos tengan la capacidad de adaptarse a diferentes realidades, sino que la fatalidad se asume como si no tuviera que ver con el comportamiento humano, como si fuera algo que acontece. Hay mucha gente que sabe dónde te tenés sentar en un café en caso de que ocurra un atentado terrorista; hay mucha gente que conoce muy bien cómo lidiar con los síntomas del terrorismo, pero hay muy pocas personas que se preguntan qué se puede hacer para cambiar la realidad que lo produce. En las canciones que le enseñan a mi hijo en la escuela le piden a Dios que instaure un reino de paz, pero no hay ninguna canción en la que los niños le pidan a Dios que les traiga victorias en la guerra. O sea que desde muy chicos les enseñan que las guerras son asuntos nuestros, pero la paz es un asunto de Dios.
–Para alcanzar un acuerdo de paz se supone que cada una de las partes debería ceder algo. ¿Qué tiene que ceder Israel para lograr la paz?
–Desde mi punto de vista son muy claras las dos concesiones que las partes tienen que hacer: Israel debe volver a la frontera trazada en el acuerdo de 1967 y por el lado de los palestinos renunciar al derecho al retorno. Sin entrar en detalles de si sería la solución más justa, me parece la solución más pragmática. Me hace acordar a una de las historias de la película Relatos salvajes, la pelea entre el hombre del coche nuevo y el coche viejo, que al final se matan. Una postura racional sería que uno entre al coche y pueda irse para que sobrevivan. El problema es que estando en el conflicto esta es una solución que ninguna de las partes puede ver: la lógica pragmática de la solución. Independientemente de conceptos más elevados como la justicia, tendrían que plantearse cómo podemos ofrecer un mejor futuro para las siguientes generaciones. La amenaza no tiene que ser el motor que nos cohesione.
–Al pertenecer a la segunda generación de sobrevivientes, ¿tiene una relación de amor-odio con Polonia?
–Yo crecí en un ambiente en el que solo existía el presente, mis padres no hablaban del pasado, no había abuelos con los que pudiera conversar. Ellos simplemente habían aparecido de un hoyo negro que se formó después de la Segunda Guerra Mundial. Mi madre decía que Polonia es un lugar adonde se va a morir. La primera vez que visité Polonia fue cuando se publicó mi primer libro en polaco. Y me conecté con los polacos de mi generación porque compartíamos la misma sensación de haber surgido de la nada. Cuando mis padres me contaban historias de su pasado, en muchas de esas historias había personas que habían colaborado con el régimen nazi, pero también muchos escondieron judíos arriesgando sus vidas. El gobierno polaco actual dice que los polacos fueron simplemente víctimas; hay una parte de la sociedad israelí que plantea que fueron colaboradores. Lo que sucedió en Polonia fue que los individuos fueron llevados a un límite de tal manera que algunos descubrieron al diablo dentro de sí y otros descubrieron a los héroes dentro de sí. Es cierto que se pueden encontrar muchas manifestaciones concretas de antisemitismo en Polonia, varios años antes de que la Segunda Guerra Mundial comenzara, pero la razón es que Polonia también fue el país que mayor integración les permitió a los judíos.
–¿Por qué sus padres no hablaban de Polonia?
–Una de las formas que encontraron de sobrevivir al horror fue a través de la represión de sus recuerdos. También tiene que ver con esta idea de ir a Israel como un posible renacimiento, una posibilidad de borrar el pasado y construir una narrativa nueva abandonando la narrativa de la víctima. Nunca me contaron mucho acerca de sus experiencias personales. Mi madre todavía vive y no creo que vaya a hacerlo; pero se muestra mucho más dispuesta a hablar del tema con mi hijo o con mi esposa. Hay una evidente intención de protegerme a través de esta actitud, que me parece que es algo muy común entre los sobrevivientes del Holocausto, que están dispuestos más a hablar del pasado con sus nietos que con sus hijos. Los padres nos vemos a nosotros mismos como el cimiento de un edificio. Cuando te ves como el cimiento de un edificio, crees que no puedes demostrarte como alguien vulnerable porque si los cimientos se quiebran todo el edificio se va a desplomar. Hace dos semanas regresé a Polonia con mi madre, ella me pidió que fuéramos, y yo le recordé que me decía que siempre se iba a Polonia a morir. Fue una experiencia reconciliadora para mi madre. Me dio la sensación de que el viaje fue como un cierre.
–¿De dónde le viene el humor que despliega en sus cuentos y crónicas?
–El sentido del humor aparece cuando lo necesito. El humor es como una bolsa de aire que aparece cuando estoy a punto de estrellarme. Cuando estaba en el ejército era más chistoso porque lo necesitaba, porque mi vida era una mierda. El humor es el arma de los débiles.