Mitad de la década del ’80 en Caldogno, un pueblo de Vicenza, Roberto Baggio sufre una lesión jugando para el club homónimo de la provincia en la serie C. El resultado: es sometido a una compleja operación por rotura de ligamentos cruzados en su rodilla derecha y el sello son 220 puntos de sutura, a dos semanas de haber sido transferido a la Fiorentina. “Si me quieres, mátame”, le dijo Roby a su mamá en pleno postoperatorio, haciendo fuerza para que el trago amargo pase lo más rápido posible. “¿Voy a poder volver a jugar?”, preguntó al médico. “Ahora preocupémonos por tu recuperación”, contestó sin más explicaciones.
La escena forma parte de la biopic Roberto Baggio. El divino, de reciente estreno en la plataforma de Netflix. La película está dirigida por Letizia Lamartire y es un viaje a la vida del 10 azzurro. Una foto total de glorias, fracasos y dolores. Baggio –interpretado por Andrea Arcangeli-, es el sexto de ocho de hermanos y su decisión de ser futbolista no fue aceptada de manera directa. En los años de adolescencia se enfrentó a un padre que descargó las frustraciones de no haber apostado por sus deseos verdaderos, en este caso ser ciclista, y se prohibió decirle su hijo que era bueno en lo que hacía. “Ahora vas a poder pagarme las ventanas que rompiste”, fue la respuesta que recibió Roby ni bien comentó en la mesa familiar que había sido adquirido por la Fiorentina.
En el club de Florencia fue donde dejó en claro para qué estaba hecho. Le hizo un gol al Napoli de Maradona, llegó la convocatoria a la selección italiana y la venta a la Juventus. En 1993 ganó el Balón de Oro e integró listas donde se lo incluyó como mejor jugador del siglo XX. Sus cualidades dentro de la cancha hablaban por sí solas. Un diez inteligente con capacidad para doblegar cualquier defensa. Jugador de vieja escuela, como se suele decir a veces. El otro costado de Baggio, aparte de sus atributos dentro de un campo de jugo, tiene que ver con la búsqueda de respuestas a muchas de las cosas que le pasaron. Esa necesidad lo llevó a abrazar el budismo a temprana edad. “Buscaba algo que me hiciera entender que todo dependía de mí. Yo antes culpaba a los demás. Yo era la víctima y los demás eran los responsables de mi sufrimiento. El budismo me ayudó a entender que todo empieza por mí”, explicó hace unos años en el Festival del Deporte organizado por La Gazzetta dello Sport.
En 1994 participó del Mundial que se realizó en Estados Unidos. Su actuación fue determinante para que Italia llegara a la final con Brasil, pero terminó por opacarse en la definición desde los 12 pasos. El partido contra la temida verdeamarela de Bebeto, Dunga, Romario y Cafú salió 0 a 0 y en la definición por penales, la pantalla de su vida se fundió a negro. Baggio erró el último penal y el sueño se evaporó en un instante. Fue algo que no pudo superar con mucha facilidad. Años después, en sus sueños todavía aparecía la imagen de Taffarel y la pelota yéndose por arriba del travesaño. “Sigo sin perdonarme el penal fallado en la final del Mundial del 94 contra Brasil. No hay religión que importe, ese día podría haberme suicidado y no habría sentido nada”, declaró en una entrevista por La Reppubblica hace poco.
La daga de ese penal se clavó en lo más profundo de sus sentimientos, pero igual siguió adelante. Alternó temporadas con las camisetas de Milán, Bologna e Inter. En este último no tuvo mucho lugar y se fue. Estuvo un tiempo sin club y desencantado del fútbol, hasta que en el año 2000 llegó la contratación del Brescia. “Roberto, hazme feliz”, le decía Carlo Mazzone, técnico de aquel momento, cada vez que entraba a la cancha. Esa fue la última carta que se jugó Baggio para buscar revancha de aquel penal malogrado en el ’94, pero antes tuvo que enfrentar otra lesión que lo puso contra las cuerdas. Rotura de ligamentos cruzados de la pierna izquierda. Otra vez operarse. Trabajó para ponerse a tono y llegar a la convocatoria del mundial Corea/Japón 2002. Algunos idas y vueltas dieron a entender que si su estado físico era bueno y se mantenía en actividad iba a ser tenido en cuenta, pero lo cierto es que después no fue así. Giovanni Trapattoni lo dejó afuera.
En 2004 llegó el retiro. El último partido fue contra el Milan. Salió de la cancha ovacionado por todo el estadio. Incluso Paolo Maldini se acercó a despedirlo. El fútbol estaba cambiando, la táctica y lo físico, factores claves del juego, empezaban a ganarle la pulseada a la picardía. Hasta que pudo se mantuvo firme y llevó adelante una gran discusión con la mayoría de los técnicos que quisieron limitar su juego, pero el desgaste fue mayor. En la película se muestran varios pasajes en donde se enfrenta a Arrigo Sacchi, técnico de esa selección italiana del ’94. “Si apenas recibo la pelota ya le tengo que pasar, cómo me pasó a un jugador”, era una de las cosas que solía discutir en las charlas técnicas.
Muchos años después en la entrevista con La Reppubblica terminó de aclarar su salida del fútbol. “Me estaba ahogando, demasiado dolor físico. Para matarme estaban los obsesionados con el fútbol táctico que pensaban más en neutralizar el juego de los demás. Hago lo más lindo, estoy en contacto con la naturaleza. Corto leña, uso el tractor y por la noche estoy tan cansado que me da vueltas la cabeza. Totti no quería dejarlo, yo no veía la hora. Ibrahimovic está hecho de la misma pasta que Francesco”. Roby se llevó consigo lo mejor de la diversión dentro de un campo de juego. Esas “buenas jugaditas” que solía mendigar Eduardo Galeano cuando miraba fútbol.