Mamá abre la puerta de la pieza. —Preparate rápido que nos vamos, dice. Veo impaciencia y esperanza en sus ojos.

—¿A dónde?, pregunto intentando apagar un poco ese entusiasmo.

—A la Florida, dice sonriendo. Me desarma esa sonrisa.

Pero a la Florida se va de día, con maya o bikini, una heladerita con gaseosa, agua, hielo, sanguchitos de queso y mortadela. No de noche. Nunca de noche. ¿Qué sentido tiene?, más si estoy semidesnuda, en la cama, mirando la tele. Hacía tiempo que no salía. Todavía me quemaba el sol. Desde la mañana podía ver sus rayitos, como hilos de fuego atravesando las ventanas, las cortinas, trazando rayas calientes en las paredes, el techo, el piso. Me paralizaba de miedo. Volvía a la cama, que era un lugar blando, blanco y seguro, sin amarillos, sin rojos ni pinchazos ni cáscaras duras. Me tapaba hasta la cabeza y no salía.

—Ya es tiempo de volver a la escuela, había dicho mamá.

A los pocos días, quien lo dijo fue papá.

Me imaginaba volviendo a la escuela. ¿Iríamos caminando o en auto? Yo les dije que no iba a volver a subir a un auto. Nunca. Y me besé el dedo, como hacen a la vuelta de casa las gitanas, cuando se enojan y dicen por ésta, chistan y se besan dos veces el dedo. Llevé el dedo a la boca y dije por esta, besé y chisté. Se lo dije al doctor Alejandro también, cuando venía un ratito, cada tarde, a ver cómo seguía, me sacaba las vendas y me ponía un líquido en los brazos, las piernas; y el fuego era una cosa que salía de mi cuerpo, como nos había dicho la seño, en la escuela: una bola de fuego incandescente. Ahora yo era una bola incandescente de fuego y todo mi cuerpo ardía, pinchaba, quemaba, como un cuerpo extraño.

—Suerte que se tapó la cara al caer, dijo el doctor.

Era raro todo lo que decían. Hablaban de mí como si yo no estuviera (como si fuera invisible).

Pobre papá. Habrá pensado que fue su culpa. Él me dijo que pusiera el seguro del auto.

—Sí --dije yo. 

Y pensé, ahora lo pongo (pero no lo puse). Estaba tan emocionada de ir un rato a la plaza de los toboganes gigantes, tan emocionada que era como si muchas personitas pequeñas saltaran dentro de mí.

—¿Lista?, preguntó mamá asomando su cabeza redonda y amarilla en la puerta.

—Me estoy poniendo las zapas, dije. Y acompañé las palabras con el gesto.

Llego hasta la puerta de entrada. Miro hacia afuera. La noche parece un agua oscura a punto de caer sobre nuestras cabezas.

Mamá me da la mano. Papá espera en el auto. Respiro profundo. Hay que ir. Ya no hay fuego. Avanzo un paso. Parece como si yo fuera la mamá, arrastrando a la hija a un lugar donde no quiere ir. Llevo a mamá de la mano, la arrastro hasta la puerta del auto. La suelto. Siento mi mano transpirada, la sacudo en el aire y la paso por el pantalón.

Subimos, el auto arranca. Mamá chequea que los seguros estén puestos. Papá intenta no parecer nervioso. Maneja, hace chistes, habla sin parar, como si le hubiesen dado cuerda. Está nervioso. Recuerdo que en aquel momento no habló. En silencio bajó del auto y me alzó, mi cuerpo quemaba, ardía, pinchaba en la calle. Bocinas, gente mirando. Me acostó en la parte de atrás. Casi no respiraba papá. Yo temblaba de dolor y miedo de volver a caer cada vez que el auto se sacudía. Pero ahora habían arreglado la puerta y el seguro. A menos que un duendecito travieso abriera el seguro, era poco probable que cayera. Además los duendes no existen.

La Florida parece otro mundo. Un mundo amarillo, tirando a marrón, con algunas rayitas de blanco. Un mundo frío. Mamá me envuelve en una frazada. Parezco un gusanito dentro de su capullo. —Siempre hace frío al lado del río, dice.

Ponen una manta sobre la arena. Mamá acaricia el agua con dos dedos. Respira. Traga el olor a río. Papá se sirve gaseosa en un vaso de lata. Come los sanguchitos que mamá preparó. Les agrega mayonesa. En silencio papá come, mira el río. Parece como si los ojos le crecieran mucho, de golpe y se le hicieran redondos y negros, como pocitos en el barro. Parece como si en esos pocitos de barro hubiera agua de río, agua marrón y como si dentro pasaran nadando peces grises, fríos y resbalosos, en silencio. Mamá lo mira ver y sonríe. Me pasa un brazo por los hombros. Muerdo un sanguchito. Hace frío. En las manos, hace frío. A lo lejos se ven pequeños grupos de personas sentados en reposeras, otros jugando a la pelota, descalzos, en la arena. Ellos no tienen frío. Un sol blanco comienza a salir del agua.

Señalo con el dedo. —¡Un sol!, grito. ¡Es un sol!, grito. Parece como si el río se estuviera tragando el sol, digo ya más calmada.

—Es la luna --dice papá. Está saliendo, dice.

—Tras ellos --recita mamá, el río latía en la oscuridad, brillando como seda salvaje.

Papá sonríe.

—No es tras ellos --digo--. Es frente a nosotros. Frente a nosotros, el río late en la oscuridad, brillando como seda salvaje, digo. No entiendo mucho lo que digo. Pero me gusta lo que digo. Las palabras «late», «oscuridad», «seda» y «salvaje». Casi como si fueran cosas, objetos que se pueden ver, tocar, oler, saborear. La palabra «nosotros», sobre todas, me parece hermosa, como un objeto brillante.

Mamá asiente en silencio. Papá sonríe. A ellos también debieron gustarles las palabras.

Hacemos silencio y escuchamos los sonidos del río, la noche.

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