Caminamos las dos en silencio la cuadra que separaba la casa de mi mamá y la Plaza España. Tres montañas de hojas secas en el cordón de la vereda fueron los puntos de fuga de mi mirada esquiva. Del latido previo a una confesión o a un acto impuro: “Mamá soy lesbiana”. Después de decirlo respiré un aire sin grumos.
Algo de ese alivio que sentí hace casi veinte años pude ver en mi amiga la semana pasada cuando le insistí para que no fuera a trabajar. El plan era sentarnos a comer papas fritas en alguna plaza del barrio. Ella aceptó, visiblemente extenuada por su trabajo. Quedamos en encontrarnos en el bodegón de la esquina Juan Agustín Garcia, un lugar en el que las dos habíamos tenido -fácil- una decena de citas de las que nos enorgullecemos. Esa esquina se había transformado en una cábala para los romances veinteañeros. Mi amiga decía que cuando íbamos nosotras, la cocinera renovaba el aceite porque siempre nos tocaban las papas fritas bien brillantes, de esa tanda que solo sale con el primer uso. Olor a fritura fresca, ninguna papa demasiado grande y alguna que otra crocante sin desbandarse para darle al plato de vidrio transparente un estado de perfección inigualable.
Ese día nos dieron un paquete de papel madera que ya tenía filtrado algo de aceite. Eso nos emocionó. Ella sacó de su bolsillo la billetera para pagar, el de la caja le miró los guantes y tardó un poco más de lo habitual en recibir el dinero. Quienes trabajan en el sistema de salud tienen la obligación de usarlos siempre: nitrilo y vinilo son los materiales más usados, el látex viene con colores de fábrica destinados a las especialidades: hisopistas, intensivistas, monitoristas, vacunatistas. En un hospital se pueden identificar esos colores chillones a muchos metros de distancia. Para las pocas horas que ella pasaba fuera del hospital tiene unos transparentes, los guantes para la vida cotidiana. Solo pueden detectarse al ser vistos desde una distancia mínima como la que en el momento de efectuar el pago tenía con el cajero del bodegón. Los guantes se convirtieron en una marca para identificar los trabajos de riesgo. Ella recibió el vuelto y metió la cabeza dentro de la bolsa para corroborar. Se dio cuenta que las papas fritas ya no eran como las de antes.
Fuimos a la plaza más cercana para no perder la temperatura del almuerzo. Nos sentamos en una lona que llevé especialmente para la ocasión, nos rociamos con alcohol, bajamos nuestros barbijos al sector de la papada y cuando todo estaba listo para empezar a comer, algo desmoronó la coreografía del disfrute. Ella se dio cuenta de que no teníamos cubiertos. Se me había escapado lo que hacía tiempo ya no era un detalle. No había nada que me impidiera volver corriendo al bodegón para pedir unos de plástico y el problema estaría resuelto. Pero ella me dijo que no fuera, que se los quería sacar un rato y mancharse las manos con aceite, sentir la textura de cuando la parte crocante está a punto de quebrarse con un apretón. Su inesperada desobediencia me produjo una sonrisa instantánea que se fue incrementando cuando tiró del primer dedo: el meñique. Lo hizo como seduciendo a todas las hojas secas de alrededor, se desvistió uno a uno los dedos, yo disfruté de la escena, había algo de libertario y literario en su gesto.
Cuando tuvo las dos manos libres del látex transparente, con los dedos rompió el paquete, el ruido de ese corte retumbó y como un telón se abrió para lo importante. Eligió la primera y como siguiendo la música inventada de la brisa de ese mediodía se la llevó a la boca. Masticó riéndo. Le vi toda la comida dentro de la boca. Comió a destajo, no dejó un solo dedo sin aceite. Me tuve que esforzar para comer a la par. Ese mediodía de otoño, mi amiga olvidó por un rato que ella era parte de la primera línea de colores chillones de guantes. Pudo comer papas fritas con la mano sin culpa y respirar un poco de aire sin grumos, como yo la vez en que mi mamá me respondió que ya lo sabía.