Jugar videojuegos con alguien más, o en grupo, es cada vez más común; mucho más incluso que en la época dorada de los fichines y de los cibercafés. De hecho es una actividad rentable, protagonista de YouTube y Twitch, y que está amparada por el circuito de esports, que redunda en una forma bastante eficiente de socialización, de espíritu competitivo, de entrenamiento, de pasión y hasta de profesión. Así, se crean comunidades, se discuten metagames, se reacciona a cómo otras personas juegan. Y todos esos procesos se dan colectivamente y a la vista de cualquiera, en internet.
Pero hay una contraparte para este boom, y es la sostenida desaparición del juego compartido en el lugar, en el mismo sillón, con la misma chocolatada o con el mismo porro; en el mismo aparato. Jugar de a dos tuvo su boom en las consolas de 16 bits, pero toda la historia del gaming se enmarca en tres grandes movimientos que van y vienen del juego masivo al solitario, con excepciones para el doble comando local: un comienzo comunitario en el salón de arcades, un boom del juego hogareño con las consolas y computadoras personales, y el actual momentum de los multijugadores competitivos que se disputan online.
En pandemia, la industria pesada del gaming se balancea entre sagas gentrificadas y profesionalizadas como Valorant, FIFA o Counter-Strike, o los masivos online del palo del survival y el battle royale. Del otro lado, los grandes estudios de la época se centran en la épica de la partida solista, con The Last of Us, GTA, Assassin's Creed o las más reputadas sagas de terror. Entre medio hay una gama de videojuegos indies que escapan a esa lógica binaria, y que van de casual games a una masa crítica de títulos con multiplayer local, a más de un joystick. En ese nicho, el P1-P2 nunca se extinguió.
El eslabón perdido era tener un juego mainstream para dos o más en la misma habitación, que repusiera en los charts y en la narrativa gamer la rentabilidad de esforzarse en hacer juegos de ese tipo: It Takes Two, que salió a fines de marzo, es una de las principales excepciones en mucho tiempo. Está metido entre los mayores hits recientes de Steam (donde justo esta semana tiene una rebaja del 25%), tiene críticas excelentes en la prensa especializada y en comunidades de jugadores de Steam y de Metacritic, la distribución de Electronic Arts le dio un alcance inusitado, y se ganó el cebe de streamers de referencia como Willyrex, Auronplay y Elrubius.
Un cooperativo casi perfecto
It Takes Two lleva la firma de Josef Fares, un director de cine sueco que después de sacar películas paródicas y juveniles entre 2000 y 2010 perfeccionó durante esta última década su intención de crear el videojuego para dos más sobresaliente posible. Arrancó con Brothers: A Tale of Two Sons, en 2013, siguió con A Way Out y ahora, con It Takes Two, redondea una experiencia de partida compartida cada vez más escasa, que además es bonita, súper dinámica y muy divertida, pese a su narrativa básica.
Sí o sí se juega de a dos, sea en la misma consola, codo a codo, o a distancia. Cada cual maneja a May, la mamá, o a Cody, el papá; que encarnan en muñecos de trapo porque su hija se da cuenta de que van a separarse, entonces llora y sus lágrimas convocan algún tipo de embrujo que, de paso, también le da vida al Dr Hakim, el libro que oficia de maestro de ceremonias de la narrativa. May y Cody deben recorrer toda su casa, retomando asuntos pendientes y tareas abandonadas, y reestableciendo su lazo.
El argumento vibra entre la magia inocente de Quisiera ser grande o de Mentiroso, mentiroso, y lo más excelso de los juegos de puzzles y plataformas en 3D, pero todo cocinado y servido en la fuente de la fascinación humana con los muñecos, las figuras y las miniaturas, de Toy Story a los cabezones Funko, de Querida encogí a los niños al MicroMachines y del mapa de la cocina del Counter-Strike al Kinder Sorpresa. Es que este juego supura, por otra parte, todo ese amor por la cultura pop de las últimas décadas: de a ratos, It Takes Two funciona como un homenaje a los videojuegos, con todos sus easter eggs, sus referencias y sus covers velados.
Lo menos destacable de It Takes Two son las secuencias cinemáticas, y no es que sean tan malas en realidad sino que están construidas para un público infantil, familiar; y el tono es muy liviano, el ritmo es pausado, todo resulta predecible. Pero en todo caso es remarcablemente bueno tener un juego para niñxs que respete la diversidad de formas de sentir y de procesar estímulos.
El único cortocircuito es que el juego en sí tiene una velocidad por momentos altísima, con secuencias de puzzles y perspectivas para resolver entuertos que demandan una atención, una intensidad y una experiencia grande jugando videojuegos, que no se condicen con esa impostura chill y ATP. De cualquier forma, toda cinemática se puede skipear fácilmente, de a dos. Y toda falla en resolver una secuencia o en la pelea con un enemigo se puede rejugar, más vale.
En todo caso, si se señala ese bache en ciertos momentos cinematográficos es sobre todo porque le sacan ritmo a lo que por otra parte es uno de los videojuegos más entretenidos que hay dando vueltas. Como buen plataformero, sus mecánicas se modifican de pantalla a pantalla, y junto a ellas el punto de vista y la utilidad de algunos comandos, todo integrado súper orgánicamente al cambio de ambiente.
Los electrodomésticos cobran vida, la cotidianidad se revela mágica; todo el tiempo opera un proceso de embellecer lo más mundano de ese entorno: las llaves perdidas, las cañerías tapadas, los yuyos desatendidos. Más allá del tono fabulesco y de cierta sensibilidad Pixar, It Takes Two nunca olvida que es un videojuego, y en esa solvencia se asienta: todo el tiempo es claro que hay al menos un modo de hacer las cosas bien, pero también resulta evidente que no se van a hacer solas.
Y eso que hay cosas psicodélicas para hacer en It Takes Two, con momentos de humor espontáneo y ratos de tensión absoluta. Es un juego que reclama la interacción permanente: probá aquello, vayamos por allá, qué te parece si empujamos esto... Pero de una manera tan natural a como se da cuando las relaciones fluyen y funcionan. Si en todo momento intentamos resolver los puzzles, pasar los desafíos y vencer a los malos es porque queremos seguir avanzando, es porque queremos ver qué hay detrás de la siguiente puerta. Y queremos verlo para compartirlo con alguien más.