Selva trágica 7 puntos
México/Francia/Colombia, 2020.
Dirección: Yulene Olaizola.
Guion: Rubén Imaz y Y. Olaizola.
Duración: 96 minutos.
Estreno en Netflix.
La selva es fotogénica. Así lo confirman películas tan diversas como Mogambo, Aguirre, la ira de Dios, Apocalpyse Now!, Tropical Malady o las argentinas La León (si nos tomamos la libertad de considerar una selva al Delta del Tigre) y Los que vuelven. Todas han sabido explorar la jungla esmeralda como territorio de fascinación, hostilidad, extravío y muerte. La coproducción francesa-mexicana-colombiana Selva trágica --que ya desde el título avisa que no es ésta la selva satírica de Tropic Thunder-- se atiene a esas coordenadas clásicas, con una posible derivación final hacia el fantástico (¿o se tratará de la alucinación de un hombre febril?). Si el selvático suele ser un cine de hombres, la película dirigida por la mexicana Yulene Olaizola (realizadora del notable documental de seducción psicopática Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo, 2008) tiene en el centro a una mujer, o a una bruja, o a la construcción de una mujer imaginaria.
Acompañada en el guion por el coproductor Rubén Imaz, Olaizola reduce los hechos al hueso. La historia transcurre en un tiempo que podría ser un siglo atrás. A falta de caucho, como en Fitzcarraldo, en la frontera entre México y la Honduras Británica (actual Belice) se explota el chicle, recién descubierto. Hay dos grupos de hombres. El primer grupo lo integran un diablo blanco británico (Dale Carney, un poquitín amacchietado tal vez) y sus rifleros. Vienen siguiendo a Agnes, una mujer británica, cuyo color moreno le impide casarse con un hombre blanco (Indira Rubie Andrewin, que mantiene el balance justo entre la inocencia y una ligera perversidad). Agnes, que es virgen, huye a través de la espesura junto al guía y una enfermera. El otro grupo es el de recolectores de chicle, que trabajan para un patrón que está fuera de campo. Motivo de muchos westerns y del cine de aventuras, la muchacha, que bien podría equipararse con una cautiva, despertará el deseo de los hombres. Y los deseos masculinos encontrados traen las peleas de ciervos, las heridas y la muerte.
Agnes es tan virgen como la selva, y la selva está llena de peligros. Los hombres también, claro. Eso es todo en términos de trama. Olaizola apuesta por la sensorialidad de esa trampa verde, el corte de los machetes, la actitud temerosa y expectante de la muchacha, los primeros planos de hombres cuyas miradas torvas remedan en cierta medida los de las ficciones del dúo Sarli-Bo (El trueno entre las hojas, Lujuria tropical, Embrujada: hete ahí otras películas selváticas con una mujer que es objeto y perdición al mismo tiempo). Pero la película no está narrada por Agnes sino por uno de los trabajadores, indio maya cuyos pensamientos en off, un poco como los de un gurú fronterizo, animizan la selva. No parece la decisión más afortunada comenzar el relato con su voz advirtiendo a un tercero (¿el espectador?) sobre los misterios de la selva. Es como si en el Corán hubiera camellos, para trasponer el célebre reparo de Borges al subrayado y el folklorismo.
Más allá de ese misticismo un poco “puesto” y del evil englishman, la fisicidad, el trabajo sobre la materia, es el aspecto más destacado de Selva trágica. La transpiración y suciedad de los hombres, las barbas mal afeitadas, el sexo que se practica a la vista, lejos de los reparos de la civilización. El plano final es seguramente el más misterioso y sugerente del quinto film de Olaizola, y esto siempre representa un punto extra para cualquier película. ¿Habrán seguido la realizadora y su ejército de productores el camino abierto por la también selvática y de época El camino de la serpiente, que terminó de impulsar internacionalmente al colombiano Ciro Guerra? Tal vez, pero es indudable que Selva trágica transmite con eficacia su mundo de deseo oscuro, represión sexual y sangre.