Los infortunados dichos del Presidente Alberto Fernández negando las raíces indígenas de nuestro país pusieron de nuevo este urgente tema sobre la mesa. Nos debemos un debate sobre nuestra demografía, nuestra identidad y, más que nada, sobre la realidad actual de los pueblos originarios en nuestro país, cuyos derechos continúan siendo sistemáticamente vulnerados.
Solo por dar un burdo ejemplo: mientras el COVID-19 afecta al mundo, el efecto es mucho mayor sobre las comunidades indígenas que sufren falta de agua estructural, especialmente en la región conocida como Área Gran Toba en la Provincia del Chaco. Al describir el racismo aun existente, uno de los miembros de la comunidad declaró: "Nos tratan como salvajes. Pero, además, no nos escuchan. La gente dice que no respetamos el protocolo sanitario, que ni siquiera usamos máscaras". Pero ¿alguien nos ha preguntado si podemos permitirnos comprarlas?
La negación de las raíces indígenas y la vulneración de sus derechos no es un problema exclusivo de la Argentina. Sin embargo, hay algunos países que si han logrado avanzar más en el reconocimiento de los genocidios originarios en que se fundaron nuestras naciones. En Australia y Canadá se crearon comisiones de la verdad indígena que, aún con sus muchísimos problemas, lograron dar un debate, disculpas por parte de los gobernantes y mecanismos de reparación histórica. Más allá de los efectos materiales imprescindibles, las comisiones de la verdad han resultado globalmente claves en sentar las bases para un “giro narrativo”. ¿De qué se trata esto? En la búsqueda de una historia fidedigna sobre nuestras raíces que se sostienen en procesos de memoria colectiva y que terminan por dar fundamento a nuestra identidad y a los intereses de la nación. El giro narrativo implica un nuevo acuerdo social sobre el qué y el porqué del pasado, el presente y el futuro que, cuando alcanza un cierto nivel de consenso, puede servir como un impulso para la justicia, la reparación y la no repetición.
Argentina fue pionera en materia de comisiones de la verdad. La CONADEP, la comisión de la verdad que expuso las violaciones de derechos humanos cometidas en Argentina durante la última dictadura (1976-1983), fue la primera en el mundo y clave en generar un “giro narrativo”. En un contexto en el que el saliente gobierno cívico-religioso-militar sostenía que lxs detenidxs-desaparecidxs estaban paseando en Europa, que lxs fusiladxs habían sido abatidxs en ‘enfrentamientos’ y que las Juntas habían salvado al país del terrorismo, el informe final de la CONADEP logró desmantelar estas falsedades y dar lugar a una nueva narrativa bajo el prisma de respeto por los derechos humanos. Ello se hizo sobre la base de evidencia concreta basada en testimonios de sobrevivientes y familiares que lograron dar cuenta de, al menos, 8,960 casos de detenciones-desapariciones forzadas sobre un universo estimado de 30,000, de la apropiación de 500 niñxs y de la existencia de 340 centros de detención clandestinos donde los militares practicaron sistemáticamente el secuestro, la tortura y el asesinato. El informe también aclaró la existencia de un pacto de silencio entre los funcionarios de alto rango para no revelar nada sobre los crímenes perpetrados y así perpetuar la falsa narrativa de la guerra contra la subversión.
En fin, la CONADEP se benefició enormemente del compromiso de las organizaciones de víctimas, lo que ayudó a construir una base sólida sobre lo que había sucedido, en un momento en que muchxs argentinxs aún no estaban al tanto. Los militares habían esparcido narrativas falsas entre parte de la población civil que afirmaba que por "por algo será" como una explicación que justificaba por qué algunas personas eran secuestradas, detenidas-desaparecidas y asesinadas. Como señalábamos, muchas víctimas fueron asesinadas a tiros en las calles, pero estos actos fueron caracterizados por el gobierno militar y los principales medios de comunicación como ‘enfrentamientos’, lo que sugería que los militares se veían prácticamente obligados a usar la violencia letal al enfrentarse a los grupos armados en las calles. Descubrir el alcance real de los crímenes de la dictadura demostró que los supuestos enfrentamientos eran en realidad ejecuciones extrajudiciales. En general, el trabajo de CONADEP, junto con el compromiso de las organizaciones de víctimas, ayudó a falsificar la narrativa militar y aclarar que el país no había experimentado ningún tipo de "guerra sucia", sino violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos perpetradas por la dictadura.
Ese “giro narrativo” en relación a los pueblos originarios es una deuda pendiente en la Argentina, tal como quedó demostrado en los dichos de un presidente que, lejos de ser una figura neoliberal o racista, defiende una agenda progresista y de derechos humanos. Una comisión de la verdad con liderazgo de las comunidades indígenas en Argentina puede servir de plafón para que el país haga suyos datos históricos incontrastables que aún son desconocidos, negados o ignorados. La colonización europea inicial de la Patria Grande (colonización y no “descubrimiento”) fue catastrófica para los pueblos que, sólo durante los primeros cincuenta años de conquista, vieron reducida su población al 25%.
El proceso de independencia de la de Argentina perpetuó la estigmatización y persecución de los pueblos, quienes continuaron siendo percibidos como obstáculos al progreso. Los sucesivos gobiernos de la naciente república tuvieron actitudes disimiles pero que persistieron en el tratamiento peyorativo y estigmatizador de las comunidades indígenas, priorizando la re-población del territorio por inmigrantes europeos que llevarían la auspiciada civilización a las nuevas tierras. El ejército argentino dirigido por el coronel Julio A. Roca dirigió campañas militares financiadas por 50 corporaciones británicas, incluida la Compañía de Tierras del Sur de Argentina a cambio de grandes parcelas de propiedad. Estas corporaciones extranjeras se alineaban con los propios criollos, nucleados en la recientemente fundada Sociedad Rural Argentina, entre otros organismos, y propulsores de la construcción ideológica e identitaria de la “Argentina blanca”.
El encuadre para este proceso de despojo de la tierra y negación de la cultura indígena fue claramente articulado por Domingo Sarmiento, quien fue presidente entre 1868 y 1874 y aun hoy es considerado como un héroe nacional. Sarmiento argumentó que el mayor desafío para definir el destino del país era entre "la barbarie [representada por la población local que resultaba de la mezcla de indígenas, españoles y africanos] y la civilización [representada por el liderazgo político blanco originario de Europa]". El primer grupo se distinguía, según dice Sarmiento en el Facundo, “por su amor a la ociosidad y la incapacidad industrial; no pueden participar en un trabajo duro y continuo".
Sin perjuicio de la persistencia de masacres estatales tales como El Zapallar, Napalpí y La Bomba, en el marco de prácticas de despojo violento como continuidad de la lógica de la conquista inicial, un cambio operó entrado el siglo XX. Al igual que las experiencias de Australia y Canadá, el nuevo siglo atestiguó el abandono de las campañas militares como principal estrategia de gobernabilidad de los pueblos indígenas. La nueva herramienta hegemónica de dominación viró hacia estrategias de asimilación y exclusión que continuaron esta lógica de ‘civilización vs. barbarie’ que niega el papel de pueblos indígenas en la identidad y la cultura nacional, a la vez que perpetúa su ostracismo y exclusión socioeconómica.
Es más, la exclusión identitaria se evidencia en el hecho de que, sintomáticamente, los censos nacionales no consideraron a la población indígena hasta 2001, cuando se incluyó la pregunta sobre la identidad indígena basada en criterios de auto-identificación. El censo reveló que 281,959 hogares contaban con una o más personas que se identificaban como indígenas. El último censo nacional en 2010 evidenció un aumento de la población indígena no vinculada a un incremento poblacional entre las comunidades indígenas, sino a la mayor cantidad de personas que encontraron las condiciones de posibilidad para reconocerse como tales en la última década. En números, el censo de 2010 arrojó que la población indígena total estaba compuesta por 955,032 individuos, lo que representaba el 2.38% de la población nacional. Se trata de 31 pueblos indígenas distribuidos por todo el país (Atacama, Ava Guaraní, Aymara, Chané, Charrúa, Chorote, Chulupi, Comechingón, Diaguita-Calchaquí, Guaraní, Huarpe, Kolla, Lule, Maimará, Mapuche, Mbyá, Guaraní, Mocoví, Mocoví, Omaguaca, Ona, Pampa, Pilagá, Quechua, Rankulche, Sanavirón, Tapiete, Tehuelche, Toba (Qom), Tonocote, Tupí Guaraní, Vilela y Wichí, entre otros).
La situación es incluso más gravosa porque a la exclusión identitaria y socioeconómica y al racismo estructural, se agregó, particularmente durante el gobierno neoliberal que gobernó en Argentina de 2015 a 2019, la sobre-criminalización como otra herramienta de opresión moderna así como la deslegitimación de sus demandas etiquetadas como “violentas” e “ilegales”. En fin, la radiografía nacional muestra que los pueblos indígenas en Argentina han sido y continúan siendo víctimas de violaciones de los derechos humanos, incluido el exterminio y el desplazamiento forzado, mientras sufren altos niveles de pobreza, despojo, políticas y prácticas asimilacionistas y sobre-criminalización.
Ante tremenda desolación, el requisito de un giro narrativo es solo el comienzo de un largo camino hacia la plena aplicación de los derechos indígenas, pero aun así aparece como un paso necesario y clave. Argentina ya ha experimentado, después de la última dictadura, cuán crucial es este giro narrativo” para aclarar el papel de los perpetradores, sobrevivientes, víctimas y familiares. El desafío ahora está pendiente de asumir con relación a una narrativa clara sobre los pueblos indígenas. ¿Podría una CONADEP indígena hacer el trabajo?