Instalada nuevamente en Nueva York, su segundo hogar, la cineasta belga Chantal Akerman, a pesar de sus jóvenes veinticiete años, tenía tres largometrajes y un buen puñado de cortos en su haber. 1976 estaba a punto de dejarle paso a su sucesor y las cartas de mamá Natalia continuaban llegando regularmente con noticias de casa, como había ocurrido durante su primera estadía en esa ciudad, entre 1971 y 1973, cuando la futura realizadora apenas si había cumplido veintiúno. Esos textos del pasado reciente –familiares, reconfortantes, casi siempre profundos–, leídos por la propia Akerman, conforman el núcleo sonoro de News from Home (1977), y son complementados por imágenes de aquellas zonas neoyorquinas que la joven solía recorrer “como una vagabunda”, según sus propias palabras: Times Square, Staten Island, Tribeca.

No sería la última vez que la directora de Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) –considerada unánimemente como una piedra angular del cine feminista moderno y una de las películas secretamente más influyentes de las últimas cinco décadas– se zambulliría en el género epistolar para describir una relación madre-hija. Ese documental experimental, con forma de diario personal, tampoco marcaría una despedida de las representaciones artísticas del vínculo personal con su propia madre, Natalia Akerman, Nelly. Más bien todo lo contrario. Dos meses antes de su suicidio, el 5 de octubre de 2015, Chantal estrenaba en el Festival de Locarno su canto de cisne cinematográfico, No Home Movie, que registraba una serie de largas conversaciones con Nelly, sobreviviente del campo de exterminio de Auschwitz, poco antes de morir.

Dos años antes, como si se tratara de una suerte de compañero literario no oficial, Akerman había publicado Mi madre ríe, una autobiografía en escorzo que parte de la figura de su progenitora y se hace carne en su propia existencia. El volumen acaba de ser traducido por la editorial independiente Zindo & Gafuri, con traducción de Tatiana Lipkes y prólogo de Verónica Yattah, nueva ocasión para reecontrarse con las reflexiones –tiernas, terribles, tan íntimas como universales– de una de las grandes creadoras del cine moderno. Es una verdadera suerte que (casualmente, felizmente) la plataforma cinéfila Mubi esté ofreciendo por estos días uno de los títulos menos vistos de Akerman, Letters Home (1986), experimento video-teatral que, a partir del intercambio de cartas entre la poeta Sylvia Plath y su madre, permite iluminar la relación de Akerman con la suya. Y, por extensión, la de tantas madre e hijas a lo largo de la historia, la del cine y la de la humanidad.

“La escucho reír. Se ríe por nada. Esa nada, es mucho. También a veces por la mañana, se ríe. Se levanta cansada pero se levanta y empieza el día. Volví de Nueva York para pasar unos días con ella. No sabe por qué ni cómo pero me deja existir como soy. Mi desorden ya no parece molestarle. Da la impresión de que ya no lo nota. Lo acepta. Me acepta como soy. No era así antes pero desde que sintió la muerte y sigue viva cambió. Sabe lo que es importante y lo que no lo es y me acepta”. Las palabras de Chantal Akerman en la primera de las 168 páginas de Mi madre ríe señalan en gran medida el tono del texto todo: confesional, conciso, directo, emotivo. Las frases van y vienen y vuelven a irse en el tiempo, los recuerdos se solapan, las derivas se intercalan, los personajes de la vida real aparecen y desaparecen, pero siempre, siempre se vuelve a ella, a la madre, a Nelly. Las fotografías a página completa interrumpen de tanto en tanto la lectura, no tanto ilustraciones en el sentido tradicional como representaciones posibles de la palabra impresa.

Vestida con un traje de baño enterizo, abrazada a la madre en una playa frente al mar, Chantal –sus facciones totalmente reconocibles a pesar de la corta edad– mira a cámara y sonríe. Su madre también lo hace. Mientras tanto, en el presente, a Nelly “le quedan algunos pelos en la cabeza, ella que fue tan coqueta. Ella que fue tan hermosa. Todo el mundo lo decía. Y yo estaba orgullosa de ella, de mi madre, esa mujer tan hermosa. Y la amaba. Sale del hospital. Sabe muy bien que casi se muere. Sabe que está vieja pero dice que no lo cree. Quiere vivir”. Akerman escribe a los sesenta y pico, pero en sus palabras se mezclan los sentimientos de los seis, los veinte, los cuarenta. Toda una vida.

En Letters Home, la Aurelia Plath interpretada por la actriz Delphine Seyrig –protagonista también de Jeanne Dielman, colega de armas profesionales y fiera compañera en las batallas feministas de Akerman– recibe una carta de su hija Sylvia. En ella, la joven poeta estadounidense describe los sinsabores de intentar congeniar una carrera artística con las tareas cotidianas de una madre y esposa. Los ecos de su film más reconocido son evidentes (Jeanne pela papas, Jeanne lava platos, Jeanne lustra zapatos, Jeanne tiene sexo por dinero), como así también el consejo de Nelly a la joven Chantal: mejor salir en busca de ese destino que se desea para una misma antes que casarse joven.

LAS COCINAS DE CHANTAL

Nacida en Bruselas el 6 de junio de 1950, Chantal Akerman decidió que su vida estaría dedicada al cine luego de ver, a lo quince años, Pierrot el loco, el multicolor film de Jean-Luc Godard de 1965. No imaginaba esa joven de ojos tan luminosos como inquietos y melancólicos que su primer cortometraje, Saute ma ville (1971), participaría del prestigioso Festival de Oberhausen. Mucho menos que, poco tiempo después, el largometraje vanguardista Hotel Monterey (1972) tomaría por asalto el MOMA, al tiempo que Je, Tu, Il, Elle (1974) –escrito, dirigido y protagonizado por Akerman– le mostraría al mundo el origen del mundo de un talento iconoclasta, irreverente, protéico y rabiosamente feminista

“Esta película es feminista porque da lugar a cosas que nunca, o casi nunca, aparecen representadas, como los gestos y actividades diarias de una mujer”, diría Akerman un año más tarde acerca de Jeanne Dielman, “una de esas experiencias que cambian la forma de pensar y de ver el diseño de una película”, en palabras del realizador Todd Haynes. La cocina como cárcel enloquecedora en Saute ma ville; la cocina como templo y purgatorio en Jeanne Dielman; la cocina como ámbito de conversación en No Home Movie. Chantal Akerman como lesbiana feminista; Chantal Akerman como descendiente de sobrevivientes del Holocausto; Chantal Akerman como hija.

En Mi madre ríe, la autora escribe: “Y ahí donde hacía calor estuve a punto de casarme a causa del calor y también porque ya no sabía qué hacer conmigo y porque era una inútil porque había hecho una mala película y entonces por qué no casarse. Y al menos darle el gusto a alguien, bueno, a mi padre. Cuando le pregunté a mi padre por qué quería tanto que me casara, me dijo así cuando estés enferma habrá alguien que te cuide. Cómo sabía que iba a estar enferma, muy enferma, me lo pregunto”. Como Sylvia Plath unas décadas antes, Akerman sufrió trastornos maníacos depresivos durante casi toda su vida adulta. “Tengo problemas incluso para existir” declaró alguna vez, y los ecos oscuros y negativos de una de las cartas finales de Plath antes de su suicidio rebotan como ecos en la vida y el cine de Akerman.

Basada en la pieza teatral de Rose Leiman Goldemberg, a su vez inspirada en la correspondencia entre Sylvia y Aurelia Plath en los años 50 y 60, Letters Home es un ejemplo cabal de la rica aproximación de Akerman al “teatro filmado”, reconvertido en experimento videográfico a partir de la puesta en escena y las notables interpretaciones de Delphine Seyrig y su sobrina Coralie Seyrig. Utilizando sonatas de Schumann, Prokofiev y Shostakovich, entre otros compositores, y un sonido ambiente que muchas veces amenaza con dilapidar las palabras, el diálogo entre madre e hija –soliloquios amorosos y desesperados– resuena con fuerza en la biografía de la responsable mayor del proyecto. ¿Cómo puede una madre ayudar a una hija tironeada por fuerzas externas e internas tan poderosas como un huracán? ¿Cómo llevar adelante una relación compleja, en la cual el amor convive constantemetne con la frustración?

En uno de los pasajes más emotivos de Mi madre ríe, que resulta imposible no leer como una carta de despedida escrita entrelíneas, Chantal se describe a sí misma como si estuviera reflejándose en un espejo que, además de devolver la imagen del presente, hiciera lo propio con una del pasado. “La nena nació nena vieja y por eso la nena nunca se volvió adulta. Se desenvolvía en el mundo de los adultos como nena vieja, y lo hacía mal. La nena vieja se decía que si su madre desaparecía, no habría ningún lugar adonde volver. La nena en la adolescencia había vivido desenfrenadamente, luego en la edad adulta no le importaba nada pero sabía que siempre podía volver. Y desde que su padre murió, a casa de su madre. (…) La nena, es ella, soy yo. Y ahora soy vieja, voy a cumplir sesenta años. Y todavía más. Y sigo en el mismo lugar. No tengo hijas. Una nena vieja no tiene hijos. ¿Qué es lo que me va a retener en la vida después?”.

Mi madre ríe, editado por Zindo & Gafuri

ANTE EL CINE

Aplicada durante las últimas décadas tanto al cine como a las instalaciones, recordada por el gran público por su única incursión en el cine popular con Un diván en Nueva York (1996), la comedia romántica protagonizada por Juliette Binoche y William Hurt, Akerman visitó la Argentina en el año 2005, en ocasión de una retrospectiva integral de su obra fílmica que tuvo lugar en el Malba. Entrevistada por el periodista Horacio Bernades para Página/12, la cineasta declaró en aquel momento que estaba en contra del cine “como mistificación, ese cine que busca subyugar al espectador y hacerle perder la idea de sí, para sumirlo en la de la ficción. Yo siempre busqué, con mis películas, devolverle al espectador la idea de que es Otro que se relaciona con alguien, el director de cine, que ha construido algo para él. Por esa razón suelo recurrir a planos frontales, para que el espectador se vea obligado a enfrentarse a la película, y a tiempos de larga duración, para que tenga la sensación de un tiempo que la película recompone, reconstruye”. Magnífica definición de una obra que merece verse una y otra vez. O bien, si se la desconoce parcial o totalmente, descubrirla. 

En Mi madre ríe, en tanto, al reflexionar en las últimas páginas sobre la vida, la muerte y el amor, Akerman se despide escribiendo que, a veces, “en los entierros, fui a un entierro hace no tanto, preguntan si los padres del muerto todavía viven y se espera que no, porque sobrevivir a su hijo es lo peor. En ese entierro una persona me dijo, se fue alguien de nuestra generación. Él quería decir pronto será nuestro turno, pero no lo dijo.También alguien me dijo, tenemos que seguir. ¿Vas a seguir, no? Quería decir seguir haciendo películas. Rápidamente dije que sí, sí. Y me di la vuelta. Por qué yo tenía que seguir. (…) Todo esto se lo cuento a M. Estoy sentada sobre la terraza de la casa frente al mar y soy feliz con M. A M. la conozco hace mucho tiempo y me tomó mucho tiempo entender hasta qué punto la amaba. Nos hemos amado, ya no recuerdo por qué nos separamos, y nos amamos. Incluso nuestras sombras se aman cuando caminamos”.

La fotografía que acompaña esas últimas palabras muestra las sombras de M. y C. reflejadas en el pavimento de una calle como cualquier otra. Apenas dos simples siluetas que se aman.