¿Cuántas veces podemos seguir hablando del “boom” latinoamericano? ¿O de “post boom”, “post post boom”, o nuevas narrativas latinoamericanas relacionadas con alguno de todos esos booms que parecen florecer como plantas malditas, caer como colores del cielo o modificar toda Latinoamérica como una ola desconocida? Sin embargo, en el último libro de cuentos de Liliana Colanzi, escritora boliviana, oriunda de Santa Cruz, Nuestro mundo muerto (El Cuervo, reeditado ahora por Eterna Cadencia), no deja de haber algunos resabios, ecos y reverberaciones, de aquel mundo muerto llamado boom. ¿No hay algo del indigenismo de José María Arguedas en todo ese universo desplazado de dones, misterios rurales, chanchos muertos, gualichos y leyendas? ¿O un leve rastro sobre la errancia latinoamericana por París o por las autopistas del Imperio del Norte a lo Julio Ramón Ribeyro o Alfredo Bryce Echenique? ¿O aquel paisaje de desencanto de clase media conformista que tanto horrorizaba a Roberto Bolaño?
Sí y no. Sí: porque Colanzi, en cierto modo, titula a esta, su nueva colección de cuentos después de Vacaciones permanentes, con un guiño a un paraíso perdido. Como si se tratara de temas zombies o renacidos, que, reavivados por terapias de electro-shock, se levantan sin un comienzo preciso ni un final determinante, Colanzi atraviesa los grandes temas del boom: la búsqueda de una lengua que aglutine el pasado latinoamericano con el choque modernizador, el debate por las influencias y sus angustias, la construcción de personajes errantes y dislocados, los dramas familiares y sus sagas. Y si bien en su sistema de referencias y de lecturas, Colanzi se declara lectora acérrima y fan de Sara Gallardo (por poner el nombre que más resuena), hay también un retrogusto potente de las historias torturadas de campo del chileno José Donoso.
Y no: porque no hay en los relatos de Colanzi una apelación a la gran tradición del cuento de Quiroga, con final ganchero y guiño a la posteridad, o los tres primeros renglones que, recomendaba el escritor de Salto y repitieron varios talleristas hasta el hartazgo, se necesitan para atrapar al lector para no soltarlo. El mundo de Colanzi es flotante; sus personajes se distorsionan, derivan. Hay una tensión disléxica en sus textos, todo parece imposible e imprevisible pero al mismo tiempo sujeto a una lógica propia que se va desplegando con voces superpuestas, creando una textura oral en tensión con la estructura narrativa y un gusto refinado por el lenguaje. Como si las voces en lugar de venir desde afuera como una mera copia de la realidad (aquel postulado indigenista del ecuatoriano Jorge Icaza, prestar una escritura occidental a una voz pre hispana oprimida) respirasen dentro del cuerpo mismo del texto y los lectores la escucharan con un estetoscopio.
Ovnis, gualichos, meteoritos que cambian un ecosistema, olas desconocidas que se posan sobre una población, Nuestro mundo muerto emerge de las ruinas de una modernidad periférica para formular una vieja pregunta de la narrativa latinoamericana, ¿cómo abarcar la contemporaneidad y con qué elementos? Al ser el nuestro un mundo muerto, pareciera decir Colanzi, podemos hacer lo que querramos: apelemos entonces al cementerio universal. Desde el relato microscópico sobre la relación panóptica y perversa entre una madre con su hija en “El ojo”, pasando por una marea de locura que ataca a un apacible pueblo en los suburbios neoyorkinos en “La Ola” (Colanzi vive y da clases en Ithaca, Nueva York, algo que la emparienta con varios escritores latinoamericanos de su generación y un poco más atrás también, como Daniel Alarcón y Edmundo Paz Soldán) hasta el cuento que le presta el título al libro, donde una chica de lo más normal, con sus problemas de pareja y sus minucias de adolescente, viaja en una expedición sin retorno hasta Marte.
Hay en varios escritores de la misma generación de Colanzi (hablamos de los nacidos en 1980), una cierta tendencia a mezclar las referencias de diversos consumos culturales (series, películas clase b, ciencia ficción norteamericana) con ambientes típicamente latinos (desiertos, planicies, montañas, villas, suburbios), algo que también puede leerse en los cuentos eléctricos de Denis Fernández, Monstruos Geométricos, o en la nouvelle de Martín Felipe Castagnet, Los cuerpos del verano. Como si la herencia formalista del boom, aquella vieja preocupación por la novela y su alcance con ambiciones faulknerianas, encarnada en personajes épicos o trágicos, escritores todoterreno, presidentes o dictadores, fuese desplazada hacia formas más pequeñas y erráticas, de una cotidianeidad permeable, climas asfixiantes y fantasmas autistas. La narrativa de Colanzi se ajusta a esta nueva tradición de explosión latinoamericana; con sordera y fantasmagórica. Aunque, en definitiva, ya lo dijo Juan Rulfo hace varios años atrás cuando en pleno auge de la narrativa latinoamericana le preguntaron cómo pensaba él a su Pedro Páramo dentro de eso que se etiquetó boom: “No sé” respondió “yo solo escribí una novela de fantasmas”.