Hemos señalado en este espacio que el hombre es el único ser viviente capaz de matar, torturar y aniquilar a individuos de su propia especie sin ningún provecho racional, biológico ni material. Así, mientras la agresividad de los animales es eminentemente defensiva y está al servicio de obtener alimento o conservar la vida, la de los humanos puede provenir del sólo placer de destruir. La historia de la humanidad está plagada de ejemplos en los que la constante ha sido el abuso y la violencia. Les niñes, las mujeres, los adultos mayores, las sexualidades disidentes y otros colectivos vulnerables han sido blanco tradicional de los violentos.
Y les niñes, los más vulnerables -si sirviera de algo establecer algún “ranking”-, han sido considerados objetos a lo largo de miles de años. En ese sentido, el patriarcado, misógino, discriminador y violento, los ha utilizado para los fines más diversos y abyectos. Desde trabajadores esclavos hasta objetos de perversos placeres sexuales, han sido explotados impunemente por los “malos”, mientras los “buenos”, miraron para otro lado. Recién en las últimas décadas del siglo pasado se produjeron avances significativos en la protección de esos colectivos, la cual no se ha traducido aún en una reducción efectiva de la cantidad de víctimas fatales de los agresores de género, disidencias y edad. Así, mientras Argentina ha desarrollado una legislación de las más protectoras que existen en materia de infancias, España es uno de los países de Europa que más se preocupa por la temática y que ha sancionado leyes que significaron un gran avance. Pero es sabido que las leyes en general y las de protección de grupos vulnerables en particular, mientras no lleguen a sus destinatarios de manera efectiva, serán solo tinta sobre papel. De ese modo, las duras sanciones previstas para los femicidas, no tendrán trascendencia hasta que haya menos femicidios.
Las noticias que llegaron de ese país sobre el secuestro en abril de dos niñas de seis y un año respectivamente por parte de su padre y la advertencia a su madre de que “no iba a volver a verlas” ni a ellas ni a él, y que no debía preocuparse porque “se iba a encargar bien de ellas”, anunciaban el peor de los finales. El hallazgo del cuerpo de la mayor de las hermanitas, en las profundidades del mar, hace pocas horas, paralizaron a gran parte de la sociedad española.
Hay que recordar que en 2013 comenzaron en ese país las estadísticas oficiales sobre las violencias de género. Desde ese año, han sido asesinados 41 niños a raíz de lo que se conoce como “violencia vicaria”. Esa terminología fue acuñada hace algunos años por la especialista argentina radicada en España, la psicóloga Sonia Vaccaro.
En sus palabras, “se trata una violencia contra la mujer, una violencia machista, que utiliza a sus hijos como objeto para seguir maltratando a la mujer". Sintetiza Vaccaro, en una frase que da escalofríos, la personalidad de los agresores: “Te voy a dar donde más te duele”. Y así de cruel suele ser el desenlace ya que es inimaginable un dolor mayor para el ser humano que el que genera el asesinato de un niñe por parte de su padre para hacer sufrir a su madre. Y esto es lo que sucedió en Tenerife. Un dolor que el homicida planifica y que sin dudas es superior al del propio femicidio ya que, en los crímenes de esposas o compañeras, quien muere deja de sufrir. Pero en los casos de violencia sicaria, se dan tres características siniestras. El agresor asesina a su propia hija o hijo y se suele suicidar dejando con vida a su expareja y madre de las pequeñas víctimas. De ese modo, ocasiona el mayor dolor posible a la sobreviviente por la pérdida de su hije, queda sin sanción el brutal crimen porque el homicida se quita la vida, y finalmente, al no matar a su pareja, la condena a un sufrimiento sin parangón que la acompañará hasta el último aliento de la vida que le quede.
Son terribles muertes, muchas veces anunciadas, ante la impotencia de un Estado que no suele encontrar el camino para que las leyes sancionadas brinden una protección real y efectiva a quienes alertan sobre las situaciones de graves riesgos que atraviesan ellas y sus hijes. La tragedia de la niña de Tenerife es inconmensurable y obliga a los Estados a asumir plenamente la responsabilidad de detectar las falencias institucionales que impiden la aplicación integral de las leyes protectoras. Ese es, a mi entender, el primer paso para transitar ese camino que permita prevenir semejante nivel de violencia. De otro modo, seguiremos lejos de los animales.