La primera imagen de ¡Huye! trae a la memoria el recuerdo inexorable de tantos otros barrios similares representados hasta el infinito en el cine estadounidense desde los años cincuenta, con sus sendas peatonales perfectamente trazadas vigilando las entradas a hogares típicamente suburbanos. Si el espectador ha leído o escuchado algunas cosas sobre el sorpresivo y sorprendente debut como realizador de Jordan Peele, ese plano nocturno y desierto no puede sino rebotar en las callecitas rodeadas de árboles y cercas blancas de Noche de brujas, ese faro del cine de terror y del cine a secas con el cual John Carpenter continúa embrujando las pantallas. Pero aquí no anda al acecho ningún loco escapado del manicomio, con o sin poderes especiales de resucitación: en Get Out –tal su título original– el mal empapa las aceras, calles y avenidas como una espesa niebla blanca, etérea e incontrolable. Al menos en un primer momento, antes de que las revelaciones más horripilantemente estrambóticas se concentren en un único canal tan identificable como indescriptible. Un muchacho negro maldice por lo bajo mientras consulta el GPS de su teléfono celular. ¿A quién se le ocurre visitar ese impecable barrio atravesado por confusas calles que comparten nombre de pila y que, para colmo de males, está habitado por gente blanca adinerada? El miedo se instala casi de inmediato y la empatía con ese personaje innombrado es automática: ¿cómo no sentir la explosión de adrenalina al reconocerse completamente perdido en un ámbito que la experiencia personal, cultural y genética le enciende varias alarmas corporales? Cuando un misterioso auto comienza a seguirlo lentamente la señal amarilla pasa al rojo profundo y poco tiempo después sus temores se convierten en la pesadilla más real: el conductor enmascarado, ese Michael Myers tan concreto como sus fuertes brazos y manos, arremete contra él, lo deja fuera de combate y lo encierra en el baúl del auto, arrancando hacia un destino incierto, pero seguramente aciago. Ser negro en los Estados Unidos no es tarea fácil. Menos aún en el universo que ¡Huye! construye a pura hipérbole del mundo real.
El hype instalado alrededor de la película de Peele desde el estreno en su país de origen (en la Argentina podrá verse a partir del jueves 11) está, por esta vez, absolutamente justificado. La cruza de terror psicológico, sátira social y comedia con sordina que late en sus intensamente calmos 105 minutos no es moneda corriente en la producción de cine de género contemporánea de los Estados Unidos. Que su autor, un neoyorquino de 38 años de edad con amplia experiencia televisiva, provenga del mundo de la comedia –como actor y guionista, conocido esencialmente como la mitad del dúo protagónico de la serie Key & Peele– es otro dato duro que aporta una nueva capa de sorpresa al asunto. Finalmente, que el film haya resultado un éxito comercial dentro de sus parámetros, recaudando 33 millones de dólares durante el primer fin de semana de exhibición, es lo más cercano a una idea de justicia poética ante tanto horror film derivativo y burocrático escupido por la industria semana tras semana. Por cierto, ¡Huye! no es huérfana y las reseñas no se han cansado de rastrear su linaje hasta los terrores paranoicos de El bebé de Rosemary y las conspiraciones secretas de The Stepford Wives o Los usurpadores de cuerpos. Pero lo que hace Peele desde el momento mismo de la escritura del guión, de su completa autoría, es reconocerse en el reflejo de esos clásicos de la literatura y/o el cine para (re)construir algunos de sus escalofríos a partir de otro espejo poco condescendiente de la sociedad estadounidense: el racismo. Aunque con una vuelta de tuerca inesperada que, quizás, ni siquiera el más avezado adivinador de tramas podrá dilucidar de antemano. En una extensa entrevista con el periódico The Guardian, Jordan Peele confesó que una parte importante de su experiencia “es la preocupación por cómo voy a ser percibido si me encuentro en el barrio ‘equivocado’. Trato de atravesarlo lo más rápido posible. Es una de las partes de la experiencia afroamericana que la gente no sabe que está siempre allí. Cuando estás fuera de tu lugar, o te sientes fuera de lugar, sientes que allí hay peligro. Con la policía también. Creo que la mayoría de los policías son realmente buenas personas y buenas en su trabajo, pero eso no cambia el hecho de que en cualquier interacción que tengo con ellos soy visto como una amenaza en potencia”. De vuelta a esa primera escena, preámbulo que sienta las bases del tono de lo que aún está por llegar: la amenaza en potencia es, en realidad, la víctima.
Jungle Fever
Chris Washington, un exitoso fotógrafo artístico de Nueva York (interpretado por el británico de ascendencia ugandesa Daniel Kaluuya) se prepara para uno de esos momentos que suelen percibirse como definitorios: su novia Rose Armitage (Allison Williams, a quien muchos reconocerán por su papel de Marnie en la serie Girls) viene a buscarlo para presentarle a sus padres y pasar un fin de semana en su hogar, una de esas mansiones de varias plantas, enorme cocina, escritorio atiborrado de souvenirs y jardín a tono. Rose, por supuesto, es caucásica. “¿Saben tus padres que soy negro?”, pregunta Chris, a pesar de que conoce de antemano la respuesta. No, pero no hay motivos para alarmarse: serán un matrimonio de blancos ricos, pero también son el progresismo personificado. De hecho, Papá Armitage hubiera votado por tercera vez a Obama si la re-reelección estuviera amparada por la Constitución. Mamá Armitage, en tanto, es una renombrada psicóloga y sin dudas está por encima de cualquier atisbo de racismo. Y así será. O así parecerá ser. En el porche de la casa todo es abrazos y besos y no flota ni siquiera un atisbo de emoción negativa ante el color de piel del muchacho. Justo antes, Peele escribe y dirige una escena en la ruta: la charla entre los amantes, un animal suelto, un susto cualquiera sin otro destino aparente que el anecdotario de sobremesa. Pero que a la larga se revelará como el más ominoso de los signos. Y señales de que algo no anda del todo bien debajo de esa fachada de comprensión y cordialidad no faltarán, las primeras ligeras e incluso ambiguas, al punto de que Chris dudará de su propio discernimiento, suponiendo que, quizás, esas enseñanzas proporcionadas por sus años de vida como americano negro le estén jugando una mala pasada. ¿Acaso el hermano de su novia no estaba bastante borracho, la más sensata explicación de su talante algo agresivo? ¿Acaso no es normal que los empleados negros de la casa, el jardinero y la criada, lo miren de manera extraña y respondan con un saludo formal, teniendo en cuenta que el novio de la nena es, sorpresivamente, de su misma raza? Según Peele, “existen elementos de la experiencia negra que son únicos de las minorías o de gente que se ha sentido como un forastero. Hay reglas sociales que todas las personas de raza negra comprenden. Esa parte de la experiencia negra que nos encuentra percibiendo o buscando racismo donde otra gente no lo hace. Eso también es real. Es lo que los personajes de esta película hacen para desenredar el misterio”.
La anfitriona Missy Armitage (una imperturbable Catherine Keener) le ofrece a Chris sus servicios como psiquiatra y experta hipnotizadora para detener su adicción al tabaco, el comienzo del fin de la libertad mental y corporal del joven. Un trauma del pasado y un elemento tan sencillo como una cuchara golpeando una taza de té son el disparador del trance, las herramientas que la señora Armitage, como un Doctor Mabuse moderno, utiliza para subyugar a su paciente/ víctima. ¿O todo fue un sueño? Casualmente, durante ese fin de semana se festeja una reunión familiar de largo alcance, con decenas de invitados, todos ellos relucientemente blancos, a excepción de un muchacho negro que a Chris le resulta familiar. Del otro lado del teléfono, su amigo Rod, empleado de las fuerzas de seguridad de un aeropuerto (lo más parecido a un comic relief franco y directo en un film que infiltra el humor con cuentagotas) comienza a sospechar de todo y de todos, aunque fuera de contexto su argumentación suene a conspiranoia en estado puro. El núcleo de los logros de ¡Huye! como narración cinematográfica se encuentra en esa porción intermedia, en la afable y hasta coqueta manera en la cual el grupo de hombres y mujeres blancos lo reciben y observan, en la extraña, casi robótica mirada de las únicas tres personas de (su) color que hay en el lugar, en el amor que Chris siente por Rose, mucho más fuerte que cualquier aprensión que pueda llegar a sentir en un mundo cada vez más extraño, misterioso y vagamente amenazante. Y, entre otras notables aseveraciones, aquella que hacen en ronda un grupo de tradicionales wasps: que los negros son más veloces, que cantan mejor, que tienen un físico más desarrollado. Antes se había mencionado el gran golpe a Hitler que significó el triunfo en las Olimpíadas de 1936 de Jesse Owens, alguien afirma luego conocer personalmente a Tiger Woods. ¿Acaso Chris llegó a un paraíso donde las diferencias y conflictos raciales ya no existen?
Salir vivo de aquí
La ópera prima de Jordan Peele resulta personal en más de un sentido. Además de ser seguidor y fan confeso del cine de terror, hay otros datos de su vida real que resultan especialmente interesantes en relación con la película. Por un lado, fue criado por su madre blanca desde la infancia y la relación con su padre negro, fallecido hace muchos años, fue casi inexistente. Por el otro, se encuentra actualmente en pareja con la comediante Chelsea Peretti, otro ejemplo de relación interracial en su vida personal. En la ficción, cuando las máscaras terminan de caer, una tras otra, y lo siniestro en sentido freudiano le cede el trono a lo inimaginable como concreta realidad, la película de Peele se entrega por completo a los placeres del terror gótico y el film de supervivencia, transformando a Chris en una suerte de Django (el de Tarantino, no el de Corbucci) sin deseos de venganza explícitos, pero ciertamente con ansias de salir vivo de la pesadilla blanca en la cual terminó atrapado. ¡Huye! explicita finalmente su adhesión al cine de horror, aunque la acumulación previa de pequeños hechos y gestos hace que todos y cada uno de los lugares comunes que atraviesa Chris como un héroe clásico se vean transmutados, reconvertidos. Ya no se trata de una chica rubia en apuros, amenazada por un loco con una motosierra, corriendo para salvar su vida, sino de un joven negro que, al huir de la amenaza, se transforma en metáfora total de sus congéneres. El miedo exorcizado en pantalla no es otra cosa que una sublimación del temor a perder la identidad, a abandonar todo aquello que es parte constitutiva del ser. A transformarse, como afirmaba B. B. King en ese sketch de Mujeres amazonas en la Luna, en un “negro sin alma”. Peele: “El desarrollo de la película llevó en total unos ocho años. En su génesis, la historia original estaba pautada por el deseo de hacer un film de horror, y lo primero que surgió fue hacer una película sobre la ansiedad y el miedo social que todos tenemos acerca de ser extranjeros en algún grupo. Muy rápidamente me di cuenta de que ésta podía ser una película racial. Así que la chispa original no fue la raza, aunque me di cuenta de que ese podía ser un punto central. Parte del deseo de vivir en un mundo post racial incluye el deseo de no tener que hablar de racismo, que incluye la falsa percepción de que, si estás hablando de razas, sigues perpetuando la noción de raza. Rechazo eso, porque aquí estamos, viviendo en un país que tuvo un presidente negro y en el cual la idea era ‘ya no hablemos más de ello”. ¡Huye! habla de razas. Y lo hace con enjundia, pero comprendiendo que –en la visión particular del realizador acerca de cómo debe ser el cine– las mejores herramientas para llegar a las tripas son la tensión narrativa, la ironía y la confianza en la inteligencia del espectador. Esa es la mezcla de combustión que la hace funcionar y el secreto de su éxito.