Le llegó el día de hablar del horror y lo hizo por él y porque lo considera un "deber". Después de declarar en el juicio por los vuelos de la muerte en Campo de Mayo, el ex conscripto Eduardo Cagnolo decidió seguir tirando del hilo de sus recuerdos en una entrevista con PáginaI12 en la que pudo repasar su calvario y contar cosas que no llegó a relatar en la audiencia en la que reveló que pudo ver por un agujero de su capucha cómo trasladaban a sus compañeros para tirarlos vivos al Río de la Plata.
Eduardo Cagnolo no lo sabía entonces, pero la noche que lo liberaron del Campito era la que correspondía al 2 de diciembre de 1976. Estaba por dormirse sobre la colchoneta que ocupaba en uno de los galpones de uno de los centros clandestinos que funcionó en Campo de Mayo durante la última dictadura, cuando un guardia le tiró a su lado un par de zapatos y le ordenó que se los pruebe. No eran suyos. Nada de lo que vestía era suyo. Tampoco tenía ningún objeto a su alrededor, a excepción de un muñequito de miga de pan que había hecho María Adelaida Viñas, hija del escritor David Viñas, allí también en cautiverio. Era lo único que le pertenecía en ese lugar, ella lo había hecho especialmente para él. Pero no pudo llevárselo. Tantos años después, decidió contar a PáginaI12 después de declarar en el juicio.
"Siempre supe que era un deber mío con el que debía cumplir y sabía que en algún momento lo iba a poder hacer. Néstor Kirchner, el Congreso anulando las leyes de impunidad y la reapertura de los juicios me abrieron las puertas”, aseguró.
“Se produce silencio y el vehículo marcha por unos minutos como por sobre una ruta, luego frena y gira varias veces, la fuerza centrífuga de las curvas y las frenadas me zamarrean un poco y tengo que reacomodar los pies para no caerme. Nadie habló más, se escuchaban ruidos de otros vehículos, bocinas... ¿Estoy volviendo al mundo que había abandonado?”. La escena sucede luego de que a Cagnolo lo sacaran del galpón, le cambiaran la capucha por una venda, le ataran las manos con una soga y lo subieran a un vehículo, no sin antes amenazarlo de muerte: “Si te das vuelta te meto un tiro en la cabeza”. La narra él en primera persona; es parte de un texto en el que volcó, por primera vez y después de 38 años, lo vivido allí durante el terrorismo de Estado. Con lujo de detalles, con ritmo y precisión de un cronista experimentado.
No es el caso. Es más bien la memoria que resiste, plena. “Siento que se detiene (el auto). El ronroneo del andar me había relajado, pero ahora estoy muy tenso nuevamente. Alguien abre una puerta y me toma del brazo y me ordena ‘¡Abajo!’. Me hace caminar unos metros y se me ocurre que me van aplicar la ley de la fuga... Trato de escuchar si amartillan armas... pero no se siente nada. Quisiera salir corriendo pero las piernas no responden. Quiero escuchar pero los latidos del corazón me ensordecen... '¡Siéntese! Cuente hasta cincuenta y sáquese la venda'. Siento que el vehículo se aleja y me levanto un poco la venda. Es un furgón color azul. Comienzo a desatarme la soga que tengo en las muñecas. Miro a mi derredor. Estoy al lado de una columna. Miro para arriba y veo que sostiene un puente y también veo el cielo. Está limpio, hay muchas estrellas, al lado hay una calle”.
Aquella noche del 2 de diciembre de 1976, Cagnolo volvió a la vida con el mismo ritmo con el que empezó a doblar en sus “adentros”, como dice ahora, cada una de las escenas que constituyen esa parte de su historia, la que lo convirtió en víctima de delitos de lesa humanidad, la que reservó hasta que llegara esa oportunidad que, él sabía, “no iba a faltar”: la colimba, la detención en los calabozos del Batallón de Intendencia 601 de El Palomar, el secuestro y el encierro en el Campito, las torturas, les compañeres de cautiverio, la liberación, la bronca, el dolor, las dudas, la angustia, el miedo, las mentiras, la resignación, la espera. La espera.
“Recuerdos de un soldado conscripto”
38 años después, Cagnolo desdobló todo aquello y empezó a volcarlo en un texto que así tituló. Hubo algunos intentos de “contar” entre un día de 2004 --no especifica cuál-- y aquel diciembre de 1976, pero no prosperaron: el temor, algunos respaldos que no llegaron, la impunidad de la década de los 90 y las dudas sobre si hubiera servido de algo, el temor otra vez, el temor siempre. Así que la “experiencia vivida” se reservó para la familia, “los íntimos, y sin mucho detalle ya que es larga y puede resultar densa”, cuenta en diálogo telefónico con PáginaI12 desde su Córdoba natal. Hasta que la oportunidad llegó.
“Siempre supe que era un deber mío con el que debía cumplir y sabía que en algún momento lo iba a poder hacer. Néstor Kirchner, el Congreso anulando las leyes de impunidad y la reapertura de los juicios me abrieron las puertas”, sintetiza Cagnolo, hoy es docente jubilado. Atravesó esa apertura y se puso en campaña. Buscó por internet dónde acudir, quién podría ayudarlo. Se topó con la web de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos, donde el nombre de Adriana Calvo le inspiró confianza. Mandó un correo. Le respondió Lidia Krank, quien “tomó” su caso, define. “Le mandé una breve y resumida descripción de lo que me había pasado. Cortita. Me pidió que ampliara, que de más detalles”.
Entonces Cagnolo, que había dejado sus horas de docencia en Córdoba Capital y Jesús María --oficio al que se había abrazado “de casualidad” tras su regreso del infierno atravesado en Buenos Aires--, y trabajaba el campo familiar junto a uno de sus hermanos en su Bell Ville natal, se puso a recordar. "Como durante el día manejaba un tractor y mucho ejercicio mental no hacía, mientras tanto me dedicaba a recordar. Iba anotando en una libretita y a la tarde escribía un poco”, cuenta.
La cosecha de recuerdos rindió tanto fruto o más que la de la tierra familiar, en plena “fiebre de la soja”. El texto que entregó a Frank acumuló 90 páginas y se convirtió en la base del testimonio que ofreció, años después, en numerosas ocasiones ante la Justicia. La última, en una versión hiper resumida, dio el lunes pasado en el marco del juicio por los Vuelos de la muerte que partieron de Campo de Mayo para arrojar a hombres y mujeres al Río de la Plata y el Mar Argentino.
En carne propia
El juicio por los vuelos de Campo de Mayo está basado fundamentalmente en testimonios de ex soldados conscriptos que hicieron el Servicio Militar obligatorio en Campo de Mayo durante la última dictadura cívico militar eclesiástica: detalle tras detalle, aquellos ex jóvenes, hoy hombres mayores, fueron aportando pruebas de que aviones, cargados de detenidos y detenidas hoy desaparecidas, partían de la pista de la guarnición militar y regresaban vacíos y manchados de sangre.
El testimonio de Cagnolo es de otra naturaleza. Porque fue un conscripto en aquellos años, sí. Pero hacía la colimba en el Batallón de Intendencia 601 de El Palomar, no en Campo de Mayo. Allí fue secuestrado, torturado, hambreado. Escuchó motores de helicópteros y de aviones volar rasantes; espió un “traslado” por el agujero de costura de su capucha, que agrandó con una “pajita” que encontró en el piso del centro clandestino donde estaba encadenado; conoció a hombres y mujeres de militancia que hoy están muertos o desaparecidos; identificó a represores guardias y torturadores, como a Néstor León López, alias “El Alemán”, uno de los que participó de su “interrogatorio”. Sus aportes fueron importantes en otros juicios, como el de la megacausa Campo de Mayo y en otros debates orales referidos a los hechos que tuvieron lugar en ese mismo lugar durante el terrorismo de Estado.
En el texto, que podría ser una pequeña novela de ficción si no fuera que todo fue tan real, describe su semana de detención en el Batallón, cuando fue “marcado” por un colimba como él, un tal Volosco --que terminó preso por vender “bajas truchas” a otros soldados--; su posterior secuestro en el Campito y sus días post liberación. El testimonio escrito permite sufrir el encierro con él, vivir la oscuridad de la capucha; las torturas descriptas duelen, el hambre estruja, el asco retuerce. La angustia agobia. La incertidumbre acecha. El miedo acompaña siempre.
Cagnolo insiste en que haber podido “sacar afuera” lo que vivió era “un deber que tenía que cumplir”. Desde la AEED, su relato llegó a la Justicia y a la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Allí, Stela Segado, que entonces era investigadora del Archivo de la Conadep dentro de la estructura del Estado, lo acompañó en la búsqueda de algunas piezas que le faltaban, igual que los compañeros y compañeras de la asociación.
Juntes confirmaron y sumaron nombres; luego intentaron dar con familiares de sus compañeros de cautiverio: identificó que “el chico de facciones japonesas” con el que cruzó miradas en las duchas, el único de los casi 30 días de su cautiverio en el Campito les permitieron bañarse, era Jorge Oshiro. Que el ingeniero en Electrónica que trabajaba en la CNEA con el que habló los primeros días de encierro, en el primer galpón del Campito donde estuvo, se llamaba Roberto Ardito. El hombre, recordaba Cagnolo, le había dicho que lo habían detenido por “cosas viejas” y que junto con él también se habían llevado a su hermana y a su esposa, que también identificó décadas después: Nélida Beatriz Arditoy Atlántida Coma Velasco de Ardito. Que la Física metalurgista, embarazada, que aquella tarde en la que un guardia los hizo “participar” de su crucigrama y “se anotó varios aciertos con los símbolos de esos elementos químicos raros” era Susana Flora Grymberg.
María, la de los dedos en V
Durante los días de cautiverio supo que Viñas, aquella joven que tenía cierto diálogo con los guardias, la que repartía el pan y el mate cocido por las mañanas, la que consiguió que los dejaran ducharse esa única vez, se llamaba María. Esa noche de su libertad, Cagnolo se levantó la capucha y fue a ella a quien vio por última vez: "Me levanté un poquito la mía y la saludé con la mano, me devolvió el saludo haciendo la V con los dedos. Esa fue la última imagen que me quedó de ella, sentada sobre la colchoneta con las dos piernas juntas, levemente inclinadas y la pera apoyada sobre las rodillas, debajo de su larga pollera color celeste desteñido con florcitas, con las manos tomándoselas y una camperita blanca sobre sus hombros”, pudo describir. En tiempos de memoria, verdad y justicia supo su apellido.
A Eduardo Merbilhaá, a Domingo Menna y a Ramón Puch los recordaba pues se habían presentado con nombre y apellido. Del “Gringo” Menna, dirigente del PRT, se llevó el saco de corderoy con el que caminó las calles de Bancalari la noche que lo liberaron y con el que disimulaba su panza al aire, pues la remera que vestía le quedaba por “encima del pupo”.
De Merbilhaá se llevó montones de consejos y un “¡Hasta la victoria!”, que le dedicó el militante platense del PRT cuando el guardia se lo llevó para liberarlo. De Puch se llevó un encargo: “Si algún día salís y la ves a Susana, decile que cuide a nuestro hijito y que daría cualquier cosa para comer nuevamente un flan con crema con ella”. Susana Ferrari, la novia de Ramón, vivía en el mismo barrio cordobés que Cagnolo. Puch murió días después, en el piso del centro clandestino, roto por las torturas. A excepción de él, todes continúan desaparecides.
Justicia para todes
Cagnolo pudo pasarle a Susana el mensaje de Puch; pudo hablar con la familia de Oshiro, con el hijo de Menna, nacido durante el cautiverio de su mamá y quien supo su verdadera identidad hace tan solo algunos años, y con la hija de Merbilhaá. “Les quería contar toda la historia, agradecerles el comportamiento que todos tuvieron conmigo, que me fueron irremplazables y salvadores en el infierno y que fueron intachables, y así fueron a la muerte”, remarca.
Cagnolo no registra el hecho de que su testimonio es un acto de justicia, también para consigo mismo. Su cuerpo, sí. Asegura que el haberlo escrito, el haberlo traspasado, le repercutió en el cuerpo en clave de “liviandad”. “Me sentí más liviano”, describe. Su esposa, aquella que lo despidió de Bell Ville cuando se fue a hacer el servicio militar a Buenos Aires en 1976, que lo extrañó y lloró mientras nadie sabía qué había pasado con él, que lo recibió y acompaña desde entonces, sigue teniendo miedo.