La relación entre los grandes sellos musicales y las nuevas empresas del ecosistema de Internet ha sido históricamente difícil. En 2001 las discográficas ganaron la primera batalla cuando un juez ordenó cerrar los servidores de Napster, la plataforma pionera en distribución de archivos entre pares, sobre todo de música. La empresa intentó luego llegar a un acuerdo y pagó una serie de cánones a las discográficas, pero nunca se recuperó: el modelo de negocios no estaba maduro como para sostener esos pagos. Una batalla no es la guerra.
Internet genera un problema casi insoluble para los grandes sellos cuyo poder económico se apoya en el mundo material pero se le escapa entre los dedos cuando se trata del mundo virtual: la red de redes está pensada para copiar y reproducir, para hacer redundante algo que las discográficas necesitan tan escaso como accesible. El problema es que, pese a las resistencias de estos monstruos de la industria cultural, la venta de CDs ha caído incesantemente: en 2016 se vendieron 99,4 millones en los Estados Unidos, una cifra que cayó debajo de los 100 millones por primera vez desde 1986. La venta de discos completos para descargar desde internet sufren un deterioro similar. En el mercado de la música se refleja la tensión sufrida por los modelos de negocios tradicionales.
El culpable
Las discográficas culpan de la caída en sus ventas a las empresas que hacen streaming, es decir, que permiten elegir canciones en una aplicación o sitio para escucharlas online. Sin embargo, sin mejores alternativas a la vista, los sellos parecen haber aceptado que el consumidor prefiere pagar un abono por tener casi toda la música disponible a un click (o un “dedo”) de distancia en lugar de poseer tal o cuál disco en particular. De esta manera empresas como iTunes de Apple o Spotify obtuvieron permisos para ofrecer el repertorio de las antiguas corporaciones a cambio de un canon.
La nueva política parece rendir sus frutos: recientemente la Recording Industry Association of America que representa a los sellos más grandes, reportó que en 2016 tuvo un crecimiento de ingresos del 11,4 por ciento para llegar a los 7700 millones de dólares, el número más alto desde 2009. Como se mencionó, la venta de CD también fue una de las más bajas de la historia pero la caída se cubrió por el crecimiento del 69 por ciento en los ingresos por derechos de streaming. Es más: en ese año estos ingresos alcanzaron por primera vez a representar más de la mitad del total de la industria.
Hacerse grande
Spotify, creada en 2008, tenía el año pasado cerca de 50 millones de suscriptores en todo el mundo, lo que le permite liderar el mercado de streaming pero no obtener por ahora ganancias. Es que los ingresos en el mundo digital con sus bajos costos de reproducción y distribución son magros en comparación a los del mundo material. Para alcanzar niveles rentables, estas empresas deben expandirse hasta formar virtuales oligopolios u oligopsonios globales. Cabe aclarar que ni siquiera así tienen garantías: por ejemplo Twitter, con cerca de 330 millones de usuarios, sigue dando pérdidas.
De hecho, el último balance publicado por Spotify, en 2015, revela que si bien tuvo ingresos por 2200 millones de dólares, su pérdida alcanzaron los 194 millones. ¿A dónde fue el dinero? La mayor parte, cerca del 83 por ciento de sus costos, a regalías para las discográficas; el resto del dinero se divide en desarrollos, marketing y administración. Por su parte, el 90 por ciento de sus ingresos depende de los abonos de los suscriptores y el 10 por ciento restante de la publicidad que se muestra a quienes utilizan el servicio en forma gratuita.
Visto de esta manera parecería que Spotify trabaja a pérdida para las discográficas, las cuáles pueden así cubrir al menos una parte de la caída de sus ventas. A futuro, la expectativa es que más usuarios acepten pagar algo para acceder a música ilimitada de manera simple. De esa forma Spotify podría crecer lo suficiente como para pagar a las corporaciones y quedarse con una parte del dinero. Paradójicamente, ese objetivo requiere dinero para una política comercial agresiva e invertir en recursos técnicos que permitan llegar a todos los rincones del planeta. Spotify espera encontrar esos inversores ingresando a la bolsa, pero para eso necesita dar garantías: un reciente contrato por varios años con Universal Music Group, el mayor sello del mundo, parece cumplir esa función sobre todo si contagia a los grandes jugadores de la industria musical.
La apuesta es fuerte por ambos lados: Spotify debe crecer contra reloj antes de que los nuevos inversores teman estar inflando otra burbuja. Pero si logra alcanzar cierto umbral, será la cara visible de la música y podrá establecer un vínculo directo con sus suscriptores, además de disponer de los datos sobre sus gustos y hábitos de consumo. Experiencias similares como Netflix hacen pensar que el paso siguiente será transformarse en productores directos de contenidos. De esa forma ganaría cierta autonomía y podría, en el largo plazo, transformarse en competidor de aquellos de quien ahora depende.
Los grande sellos, por su parte, necesitados de recuperar sus ventas, aceptan asociarse con el enemigo y vivir de rentas de la música acumulada durante décadas (que no es poca), pero resignan el contacto con los usuarios y conocimiento sobre sus nuevas modalidades de consumo, claves en los nuevos modelos de negocios basados en datos. Por ahora, gracias a las regalías, pueden mantener a su competidor/socio con la rienda corta. El tiempo dirá si cambia esa correlación de fuerzas.