En una entrevista de hace cinco años, la fotógrafa Paulina Scheitlin contó que estaba trabajando en una serie de fotografías que consistía en una "exacerbación de los paisajes artificiales". Paisajes artificiales, es decir, no creados por la naturaleza sino obra humana... aunque algunos de los más bizarros que Scheitlin ha registrado parecerían obra alienígena. De entre su producción digital, eligió con su colega Alberto Goldenstein las 40 fotografías cuyas copias se pueden ver desde el viernes hasta el 14 de agosto en la galería de arte Subsuelo (Balcarce 238, Rosario, en horario comercial vespertino de martes a viernes, y sábados de 10 a 13, sin turno previo y con protocolo sanitario). La muestra se titula Wunderkammer, que en alemán significa "gabinete de curiosidades" y se refiere a las colecciones de rarezas que los eruditos europeos de los siglos XVIII y XIX exhibían para desafiar su propio racionalismo a través de lo inexplicable.
"Hice clínicas de obra con Alberto Goldenstein. La idea de convocarlo a curar la exposición fue mía. Sabía que Alberto iba a leer mi trabajo, mis intenciones, y acompañar el proceso de selección de las imágenes", cuenta a Rosario/12 la expositora, quien también es galerista de Subsuelo. "Seleccionamos todas tomas digitales, desde que dejé de utilizar película. ¡Afinidad de flaneristas!", comenta Paulina Scheitlin en referencia al flâneur y la flânerie, palabras del idioma francés que respectivamente significan 'paseante' y 'paseo'; pero no cualquier paseo sino el que se emprendía sin itinerario fijo y con el único fin de observar detalles de la vida urbana moderna. Y, en este caso, fotografiarlos.
"Siempre tuvimos el cuidado de no caer en la imagen de Instagram y corrernos de esa imagen efectista", detalla Paulina en un audio de Whatsapp puntuado por voces diversas: ladridos, o la voz de su hijo Camilo. "Se parecen a todas mis series: las de los libros El centro (2012, Editorial Municipal de Rosario) y La foto de los lunes (2016), y también a la serie Monumentos. Tienen que ver con el mientras tanto, con lo que hago con estos otros dispositivos (cámara compacta o teléfono celular) mientras voy dando vueltas por la calle. Charlamos mucho además esto de dar lugar a la fotógrafa clásica que soy y hacer una muestra clásica de fotografías: marcos en línea, mucho autorretrato que no suelo mostrar".
El ojo afinado de Paulina se posa sobre lo absolutamente singular. Sobre esos puntos donde nuestra civilización sobrediseñada se rompe por las costuras, dispara. Si para la modernidad dieciochesca y decimonónica la exhibición de bellos monstruos hallados servía para ampliar el campo de lo razonable forzando novedosas explicaciones de la ciencia, estos agenciamientos encontrados por Scheitlin inspiran a revisar la idea de lo bello. Hay algo de colonial en el título literal, que en las fotos no se lee. Por eso, Goldenstein como curador "traduce mal" (deliberadamente) del alemán y logra una de esas extrañas torsiones del lenguaje poético por la cual la metáfora aflora en la crasa literalidad: "Wunderkammer también podría ser la cámara que se pregunta", aventura en su texto curatorial.
"La cámara prodigiosa", retraduce Pablo Makovsky en su texto literario para la muestra. Y se podría añadir una acepción más: la cámara que (se) asombra. Asombro; va por ahí. Es casi imposible traducir Wunder- con toda su gama de connotaciones que fluctúan entre lo maravilloso y lo monstruoso. A menudo la fotógrafa aparece en su propia foto como sombra acechante, como espectro traslúcido, como reflejo o como presencia inquietante. "Vemos su sombra sobre una masa de hortensias en un lugar incierto [...] Entonces, de un momento a otro, ya no está Paulina Scheitlin, y sobrevienen imágenes que acaso caben en el género 'crueldad contemplativa': un perro al que le falta una pata delantera, un mostrador de un negocio barrial en el que se apilan, en un rincón, unas rejillas de huevos vacías; una lona amarilla e impermeable que cuelga de una suerte de cruz y cubre algo indefinido en la pared de un patio y, también en este desierto referencial, las bases de unos árboles en la calle, una mezcla de cemento y sustancia viva", enumera Makovsky (https://revistarea.com/la-camara-prodigiosa/).
Otra palabreja alemana, kitsch, le sirve al arte de los '60 en adelante para categorizar la fragilidad ontológica de cosas que existen. La toalla que no es un cisne aunque intente parecerlo (imitando a otros grandes ánades de la poesía y los jardines) se nos presenta sobre un azur de cubrecamas como el emblema heráldico de la muestra. La toalla-cisne es kitsch, pero definirla así tiene algo de policial: sería denunciar una flojera filosófica de papeles en el pretenderse cisne de la toalla. Un moralismo estético, bah. Los raros mundos hallados por Scheitlin en el interior de este en el que vive no son domesticables, ni útiles como caso. Mantienen una magnífica soberanía, indiferentes al goce estético que nos produce su imagen. Lo particular de la serie, lo común entre sus piezas, es que no miran a quien mira: ni a la cámara, ni al espectador. No negocian. Sólo existen. Ahí están. En su radical cosidad integran y expanden el mundo de lo posible.
La foto de la foto de unos cisnes de verdad, tras una reja, se descascara como piel muerta dejando ver la foto de la foto de un cielo, que a su vez habrá un día de ajarse y caer exponiendo vaya uno a saber qué. No hay, parece decir esta otra foto, garantía alguna del ser en ninguna parte; no es el rostro real lo que surge tras la máscara sino otra máscara más y así hasta el infinito, irredenta ignorancia que la reja simboliza con ese gesto absurdo de encerrar algo tan inofensivo como indigno de ser protegido. El arte contemporáneo de Paulina Scheitlin es filosófico en cuanto llega tarde a las cosas, a los mundos; se los encuentra en su decadencia, en su noche, en su ruina, vaciados ya de própósito y sin embargo abiertos a un sinsentido que en su juego de significación al infinito es un sentido en sí.