Cuando Amos Oz murió en diciembre de 2018, David Grossman lo despidió en su columna para El País de España. “Una vez al mes, salía por la mañana temprano de mi casa en las afueras de Jerusalén para ir a su casa de Ramat Aviv. Allí, él me hacía el mejor café de la ciudad, según él, y nos sentábamos a charlar. Hablábamos de la situación del país, que parecía no tener solución. Hablábamos del sueño y de cómo ese sueño estaba haciéndose añicos”.
Amoz Oz, el escritor que abrió la literatura israelí al mundo, defendió hasta el fin de sus días la teoría de los dos Estados, israelí y palestino. “Me han llamado traidor, pero para mí es una muestra de excelencia. Es una medalla que me pongo en el cuello de mi camisa junto a la distinción de la Legión de honor que me dio el presidente Jacques Chirac. Tiene más honor estar en el club de las personas a las que llaman traidor que en el de los que nunca fueron llamados así”.
Autor de más de treinta libros, entre prosa, poesía y ensayo, hay uno que puede considerarse la columna vertebral de su obra, la más extensa y autobiográfica: Una historia de amor y oscuridad. Un libro profundo y entrañable donde Amos Oz cuenta desde su niñez en la Palestina bajo mandato británico cuando aún no existía el estado de Israel, hasta su adolescencia en el kibutz Hulda al que se muda luego del suicidio de su madre. El libro ha sido traducido a 28 idiomas, ganó prestigiosos premios y vendió más de un millón de copias a nivel mundial. En 2015, Natalie Portman lo llevó al cine: fue directora, guionista y la actriz que interpretó a la madre del escritor.
La infancia de Oz transcurrió en un barrio modesto de Jerusalén. Su casa de treinta metros cuadrados estaba soterrada sobre la ladera de un monte por donde se filtraba frío y humedad. Los libros llenaban toda la casa. Sus padres hablaban múltiples idiomas, leían a Tolstoi y Dostoievski; su tío Josef Klausner fue redactor de la enciclopedia hebraica y quien le dijo: “Engendrar una palabra es como tocar la eternidad”. Oz visitaba a su tío con frecuencia y solía encontrarlo con su vecino Yosef Agnón, el primer escritor hebreo en obtener el Nobel.
A los cinco años, ni bien aprendió a escribir, Oz pegó un cartel con chinches en la puerta de su habitación: “Amos Klausner ESCRITOR”. A los 14 años, cambia su apellido por el de Oz, que significa valor, y abandona su casa para vivir en el kibutz Hulda que será su hogar por treinta años y donde escribirá casi toda su obra. Tenía 27 años cuando se publicó su primer libro Quizás en otro lugar, serie de relatos ensamblados, inspirado en Winesburg Ohio. “Sherwood Anderson me abrió los ojos para escribir lo que tenía alrededor. Gracias a él comprendí de pronto que el mundo escrito no depende de Milán o Londres, sino que gira siempre alrededor de la mano que escribe en el lugar en el que escribe: donde tú estás, está el centro del universo”. No se detuvo y dedicó su vida a la escritura. Algunos de sus títulos más leídos: Mi querido Mijael (1968), Una pantera en el sótano (1995), Tocar el agua tocar el viento (1973), La historia comienza, ensayos sobre literatura (1999) Contra el fanatismo (2006).
“Maté a mi padre cambiándome el apellido”. Oz culpó a su padre por no haber cuidado de su madre inmersa en una profunda depresión. En aquella despedida, David Grossman también recordó lo que Oz le decía: “Me odiaba a mí mismo porque, si mi madre se había suicidado, yo no debía de ser merecedor de su cariño. ¿Cómo era posible? Hasta las madres de los nazis querían a sus hijos, ¿y mi madre no me quería a mí?”.
En ese libro de ensayos tan breve como agudo que es Escribir en la oscuridad, David Grossman reconoce a Amos Oz como una influencia decisiva a partir de la lectura de La Colina del Mal Consejo, la historia de un matrimonio con un hijo pequeño que ve alterada su pacífica vida al ser invitados a una fiesta organizada por el Alto Comisionado británico. Una anécdota propia (que Oz cuenta en Una historia de amor y oscuridad) donde en aquella fiesta juega con una niña árabe y su hermanito y todo termina de la peor manera. “Pretendía explicarle con unas cuantas pero convincentes palabras lo puras que eran nuestras intenciones y lo detestable que era el complot tramado para provocar una disputa entre las dos partes, y lo bueno que sería para toda la población árabe –personificada en esa niña de delicados labios– acercarse al muro que la separaba del respetuoso y amable pueblo judío –personificado en mí, el desenvuelto embajador de ocho años y medio”.
A tres años de la muerte de Amos Oz, su hija Galia dio a conocer un libro en el que denuncia violencia física y psíquica por parte de su padre en la época en que la familia vivió en Hulda. El libro causó un razonable revuelo, otros voceros de la familia negaron esas versiones pero sin atacar tampoco los sentimientos de Galia, y la figura de un escritor progresista y cívico está todavía siendo vapuleada por la derecha cultural, que encontró en este tema una forma de atacar las posiciones democráticas de Amos Oz.
DESDE EL TEJADO
En el mismo ensayo, Grossman cuenta que tenía también ocho años cuando su padre le dio un libro por primera vez. Era de Sholem Aleijem, autor del famoso El violinista sobre el tejado, y popular por ser el primero en escribir en idish y no en hebreo que era el idioma de la liturgia reservado a los judíos instruidos. “Tomé el libro de las manos de mi padre y fui a sentarme en el reborde de la ventana, que era mi lugar preferido para leer. En esos seis volúmenes – unos libros encuadernados en rojo – descubrí el mayor mundo imaginario que podía soñar”. Cuando Sholem Aleijem murió en 1916 en Nueva York, cien mil personas acudieron a su velorio.
A los 9 años Grossman ganó un concurso sobre Sholem Aleijem en la radio nacional. La radio lo contrató y por veinticinco años fue conductor y corresponsal. De ahí surgieron sus libros de no ficción El viento amarillo, Presencias ausentes, Conversaciones con palestinos en Israel y La muerte como forma de vida.
Grossman también cita como influencia a Bruno Schulz, escritor judío polaco nacido en 1892 en un pueblito de Galitzia, a los pies de los Cárpatos; profesor, traductor de Kafka y considerado hoy uno de los grandes escritores del siglo XX. Autor inclasificable de dos colecciones de relatos, –obras pequeñas pero únicas e inmensas– que lo colocaron a la vanguardia de la literatura polaca de entreguerras. Grossman habla de él en sus novelas La sonrisa del cordero y Véase amor. “La literatura de Schultz tiene lugar simultáneamente en todos los niveles del consciente y del inconsciente, de las ilusiones, las añoranzas y las pesadillas”. “Leí Las tiendas de color canela, en un día y una noche, con un delirio desenfrenado”. Schulz tendrá un final trágico: trabaja en la casa de un hombre de las S.S. llamado Landau, su protector dentro del gueto de Drohobycz cuando su pueblo fue ocupado por los nazis. El oficial tenía un enemigo llamado Günter. El 19 de noviembre de 1942, cuando Schulz estaba a punto de huir con documentos falsos, Günter le pega un tiro en plena calle para vengarse de Landau. Luego va a la casa de su enemigo y le dice: “He matado a tu judío”.
David Grossman viene militando sin descanso por la paz entre Israel y Palestina. Su hijo Uri de 21 años, murió cuando su tanque fue alcanzado por un misil de Hezbolá en 2006. Dos días antes, Grossman junto con Amos Oz había formulado un llamamiento al gobierno israelí a aceptar un cese del fuego. La muerte de su hijo encontró a Grossman finalizando su obra cumbre, La vida entera (2008) que paradójicamente trata sobre una mujer que decide emprender un viaje cuando su hijo se alista en el ejército para no tener que recibir la noticia de su muerte que ella imagina algún día llegará. Grossman hace poesía en su siguiente libro, Más allá del tiempo (2011): “En un instante fuimos arrojados/ al destierro./ Llegaron por la noche, llamaron a nuestra puerta, dijeron: a tal y tal hora,/ en tal y tal lugar, vuestro hijo, esto y lo otro./ Enseguida tejieron/ una tupida red, la hora/ el minuto y el lugar exacto,/ pero la red tenía un agujero,/ ¿lo entiendes? La red,/ tan tupida, tenía/ por lo visto un agujero/ y nuestro hijo/ cayó/al abismo”.
LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA
Es curioso que dentro del canon de escritores israelíes, se mencione tan poco a Shoram Kaniuk, de familia ashkenazi nacido en 1930 en Tel Aviv, cuando The New York Times lo reconoció como uno de los novelistas más innovadores y deslumbrantes del mundo occidental. Quizás la explicación se halle en los antecedentes de su obra maestra, El hombre perro, adaptada al cine en 2018 como Adam Resurrected con la brillante actuación de Willem Dafoe. Hoy aquella obra sobre un cómico que para salvar su vida se convierte en “el perro” de un comandante nazi, es considerada una de las novelas más brillantes y vanguardistas sobre el Holocausto. Pero cuando se publicó en 1969 cayó muy mal en Israel. Además Kaniuk era el primer escritor israelí que escribía sobre la Shoá sin haber sufrido el horror de los campos. “Creo que el sentimiento israelí era que me estaba riendo del Holocausto. Verá, yo vengo de la tradición judía de reírse de todo aquello que nos perturba, ¿de qué otro modo se enfrenta uno a ello? En Auschwitz la gente contaba chistes, ¡se intercambiaban recetas de cocina! Todos mis libros están en esa línea. ¡Me tengo que reír del infierno! Para los israelíes, que se sentían tan honrados de recibir a los supervivientes del Holocausto, fue sin embargo difícil de aceptar lo que había sucedido, aceptarlos a ellos, llevó años”.
La noche del 29 de noviembre de 1947 fue histórico. La ONU aprobó el Plan de Partición de la región de Palestina que se encontraba bajo la administración británica. Amos Oz recuerda que luego de salir en andas sobre los hombros de su padre a festejar se acostó al amanecer y al alargar la mano pudo palpar las lágrimas de emoción de su padre. “Jamás en mi vida, ni antes ni después de aquella noche, ni siquiera cuando murió mi madre, había visto llorar a mi padre”. Pero pocas horas después los dirigentes religiosos árabes llamaron a un levantamiento y comenzó una guerra que recién se declararía formalmente el 15 de mayo de 1948, la fecha en que expiraba el plazo para cumplir la resolución de la ONU después de que David Ben Gurión proclamase la independencia de Israel.
En aquel momento desde chicos hasta sobrevivientes de los campos, se unieron a las fuerzas del Palmaj una suerte de ejército improvisado. Y allí fue Kaniuk, con 17 años. “Nos entrenábamos corriendo y portando palos a modo de fusiles con improvisadas bayonetas atadas en la punta”, contó. También cómo en esos campamentos en medio del desierto, jugaban “a apagar velas con los pedos” mientras por las noches lloraban en sueños pidiendo por sus madres.
Kaniuk, intentó toda la vida escribir esta historia, hasta que recién a los ochenta años, tres antes de morir mientras nadaba en el mar se le vino a la mente aquél día que balas enemigas entraron por un boquete del blindado en el que iba y dos de sus compañeros adolescentes como él, cayeron muertos a sus pies. Y como después vinieron otros muertos, propios y ajenos. “Tendidos ahí en el suelo destrozados parecían pedazos de carne expuestos en una carnicería”. Kaniuk salió del mar, caminó por la arena hasta su casa y sin parar escribió 1948, que sería la novela número 17. “Israel es un Estado de muertos. ¿Qué vida se puede vivir después de toda esta historia?”, dice en el epílogo. “Todo el que estuvo allí desde aquel día ya no vive, tan sólo existe, su cuerpo ha continuado delante, pero él se ha quedado en un instante terrible, en una batalla de terror.”
Kaniuk nunca se consideró parte de ninguna generación literaria: “Yo llegué solo. De ninguna parte. Mis libros tardaron mucho tiempo y comprenderse”. Sin embargo, se podría pensar que Grossman recoge el guante de Kaniuk cuando escribe El gran cabaret publicado en 2015. Una novela que transcurre en un local nocturno asfixiante y lúgubre, donde un standapero hace chistes sobre el Holocausto al mismo tiempo que va revelando su triste historia personal. Cómo de pequeño intentaba divertir a su madre que regresaba de trabajar en una fábrica de armas en Jerusalén clasificando balas de metralleta. El humor como vehículo de una verdad a ser revelada, el efecto de desconcierto e iluminación, que logra hacer evidente la desolación del mundo. Aunque el resto de las novelas de Grossman tienen un clima y un tono dramático. La última que salió a principios del año pasado La vida juega conmigo, está basada en la historia real de una mujer judía de Croacia, en el campo de concentración de Goli Otok, quien fue obligada a optar entre denunciar a su marido acusado de espionaje, lo que le supondría una muerte segura, o abandonar a su hija de seis años. Eligió lo segundo.
EL ABSURDO DE LA VIDA MODERNA
Durante el Holocausto el padre del escritor Etgar Keret (Tel Aviv, 1967) se ocultó en un agujero por seiscientos días junto a otras familias donde solo entraban sentados. Cuando los rusos liberaron la zona debieron sacarlos uno a uno porque los músculos se les habían atrofiado. En su libro de tinte autobiográfico Los siete años de abundancia, Keret cuenta el día que siendo ya adulto, acompaña a su padre al médico al que le informan que tiene cáncer en la base de la lengua. “A mi edad ya no necesito lengua, sólo ojos en la cabeza y un corazón que lata. Me encanta tomar decisiones cuando las cosas están tocando fondo”, le dice el padre a su hijo mientras regresan en el taxi. Algo de esa alocada esperanza contra la adversidad, se desprende de la narrativa de Keret: su obra se compone enteramente de cuentos breves, chispeantes, agudos. Lo más crudo de vivir en un estado en guerra permanente, Keret lo cuenta desde un ángulo tal que antes o después de la caída de una bomba todo adquiere tal fuerza simbólica que la realidad se transforma y mejora. Como aquel cuento en el que una familia debe arrojarse al costado de la autopista cuando suena la alarma antiaérea y lo que se dicen ahí resulta definitivo para sus vidas. O la pareja que discute acerca de arreglar la mancha de humedad segura de que algún misil aniquilará la casa.
La madre de Keret nació en Varsovia y cuando estalló la guerra ella y su familia terminaron en el gueto. Siendo ella niña era la que podía escabullirse por las pequeñas aberturas del muro que resultaban imposibles para los adultos y se ocupaba de llevar comida para todos. Tiempo más tarde perdió a toda la familia, incluido su hermano menor y quedó sola. En 2012, un arquitecto polaco llamó a Keret a su casa en Israel y le contó sobre su proyecto: construiría una casa en un hueco entre dos edificios en Varsovia justo donde un puente había unido el pequeño gueto con el más grande; y quería que llevara su nombre. Hoy la bautizada Casa Keret además de atracción turística por ser la casa más estrecha del mundo, funciona como residencia para escritores.
La literatura de Keret suele transitar en realidades paralelas, como “Mentiralandia” donde un hombre después de entrar por un agujero en su jardín se encuentra en un mundo habitado por todos aquellos en los que alguna vez involucró en sus mentiras. O ese otro en que las personas no se reproducen, sino que se dividen. Las metáforas de Keret sobre el disloque del mundo son tan potentes y amenazantes como esos misiles a punto de caer. “Mi escritura viene de un lugar inconsciente e intuitivo. Soy como un surfer: agarro mi tabla, voy al mar, y cuando llega una ola –y esta ola podría ser una emoción, una voz, una imagen-, me subo a la tabla y trato de mantener el equilibrio”, declaró en una entrevista para Radar durante la Feria del Libro de 2017.
Keret también es autor de historietas y novelas gráficas. Publicó su último libro en 2020, La penúltima vez que fui hombre bala, la historia de un hombre al que después de que su mujer lo deja y su hijo le dice que es un inútil, es obligado por el dueño del circo en el que trabaja, a sustituir al hombre bala. El hombre sale disparado, hace un agujero en la carpa, vuela y desde lo alto mira el mundo y a todos lo que lo han abandonado de una manera nueva. “Escribir siempre, en todas partes tiene que ver con el conflicto entre los propios deseos y la realidad en que se vive. Cuanto más fácil sea la vida, habrá menos sobre lo que escribir. Por otro lado, la dificultar de la vida es una experiencia subjetiva. Ir al supermercado puede ser más estresante para mí de lo que podría resultarle a otro vivir en una zona de guerra”, declaró en aquella entrevista cuando se le preguntó sobre la experiencia de escribir en un estado de guerra permanente.
Cada vez que puede, Keret grita a los cuatro vientos “lean a Orly Castel–Bloom”, una escritora que viene abriéndose paso entre el canon masculino y de la que Le monde ha dicho: “Es Kafka en Tel Aviv”. La obra más conocida y traducida de Castel– Bloom es Dolly City : una distopía publicada en 1997, donde la mujer llamada Dolly es dueña de un edificio de 400 pisos con un laboratorio de experimentación. Convive con ratas, conejos, el antiguo jefe de su padre al que tortura, y un bebé que rescató de la calle. Castel –Bloom retrata la asfixia, la desesperación y la violencia de Israel de una manera tan dislocada como impactante. Keret ha dicho: “Dolly City es un libro increíble, que sigo regalando a mis amigos. Es mejor que una botella de vino o licor israelí, aunque el dolor de cabeza a la mañana siguiente después de haber terminado puede ser mucho más fuerte”.
Para intentar cerrar un poco este c´riculo de autores que fueron abriéndose camino entre los canonizados, puede citarse a Kaniuk, quien dijo de Keret y Castel –Bloom: “Son carne de mi carne. Tienen humor e ironía, no se toman a sí mismos demasiado en serio, no representan a la nación, no hablan en nombre de la eternidad”.
Lo cierto es que la nueva literatura israelí no toma posición moral ni ideológica, tampoco se preocupa por retratar de manera premeditada la angustia colectiva de su país. Opta por la vista desde un plano tangencial para cumplir con la misión de cualquier buen escritor: limitarse a mostrar lo que ve de tal manera que no se le olvide a nadie.
Amos Oz y su hija Fania escribieron a dúo Los judíos y las palabras, un libro donde reflexionan acerca de cómo la historia y la identidad de los judíos como pueblo forman una peculiar continuidad no tanto étnica o política, como de contenido verbal. “Se trata, claro está, de la fe, pero, con mayor concreción aún, se trata de textos”. Cuando Oz recibió el premio Príncipe de Asturias dijo en su discurso: “Creo que la capacidad de imaginar al prójimo es un modo de inmunizarse contra el fanatismo. La capacidad de imaginar al prójimo no sólo te convierte en un hombre de negocios más exitoso y en un mejor amante, sino también en una persona más humana”.