Este miércoles 16 de junio se cumplen 66 años de una masacre atroz que signó la historia de este país. Aviones de la Armada Argentina sobrevolaron la Plaza de Mayo y arrojaron suficientes bombas como para terminar con la vida de 309 ciudadanos civiles, incluidos los que viajaban en un colectivo de línea alcanzado por la artillería de uno de los pilotos que --mientras sus socios criminales ya escapaban al Uruguay-- decidió pegar un giro para asestar ese golpe mortal sobre un micro que transportaba niños, mujeres, hombres, personas. 

Hace 66 años este escriba tenía apenas dos meses de vida. La fecha me estremece. Pertenezco a una generación que creció con el peso de esa masacre acallada de una y mil maneras. En mi caso (y en mi casa) apenas se oían frases como dichas al pasar que de manera tangencial hacían referencia al bombardeo. En esa época no se podía hablar de política, mucho menos pronunciar los nombres de Perón o Evita. Recuerdo las evasivas palabras de mi madre cuando le preguntaba por qué los libros de mi escuela tenían unas tiritas de papel tapando sus nombres. Me costaba entender por qué se hablaba de Perón como una desgracia y sin embargo cada vez que viajábamos en colectivo --como ése que bombardearon-- mi madre me señalaba hospitales, escuelas, plazas, puentes, viviendas, para luego decirme: “eso lo hizo Perón”. 

Mi paso por la escuela secundaria transcurrió en un escenario similar, recuerdo el temor de los profesores al verter alguna opinión o expresar algún comentario sobre la tragedia que pendía sobre este pueblo silenciado. De hecho, basta evocar que en aquellos tiempos existió una materia denominada Educación Democrática para colegir el grado de cinismo imperante. Fueron dieciocho años de mordaza, represión y miedo instilado en gestos nimios, intrascendentes en apariencia, pero cuya naturalización --bien lo sé-- termina por consolidar una manera de relación sádica, autoritaria, machista, burda, que se infiltra en todos los ámbitos y escenas de la vida cotidiana. 

Luego: el terrorismo de estado no hizo más que elevar exponencialmente la crueldad que sus antecesores genocidas habían sembrado. La vida hizo que me dedicara a hurgar en mi práctica como psicoanalista los rincones de la memoria, a destapar tiritas de papel sobre palabras pretendidamente olvidadas. Ocurre que, tal como Lacan nos recuerda: “El olvido freudiano es una forma de la memoria, su forma misma, la más precisa”[1]

En efecto, hay olvidos inolvidables, esos que bajo el manto de la represión se inscriben en la carne para así determinar, en el mejor de los casos, el mundo de fantasías que otorga vida al aparato anímico, y en otros un empuje tan mortífero como alienante. Se trata del trauma, esa huella con la cual un sujeto compone una singularidad a partir de los efectos de repetición que --para bien o mal-- aquella marca imprime en su vida, deseos y temores. Las conmemoraciones, las fechas de recordación de hechos, gestas, actos, genocidios, cumplen la función de repetir por medio de la evocación aquella huella a partir de la cual una comunidad adoptó tal o cual camino. 

Sin esta rememoración que supone el buen uso de la repetición no hay posibilidad para hacer valer el único fundamento en el cual descansa la paz social, a saber: la justicia. Sabido es que en nuestro país hay poderosos intereses que se sirven del odio para borrar la memoria, son los mismos que hoy hacen del semejante un objeto, de la solidaridad un cálculo de conveniencias, de la cooperación un rédito de mezquinos intereses y de la mentira su principal negocio. La huella del genocidio sobrevuela en nuestra historia, basta recordar que un 24 de marzo de 1884[2] se rindió el último cacique ranquel para colegir el valor simbólico que las fechas guardan no sólo en una biblioteca. 

En estos días, “Recordar, repetir y reelaborar”[3] es algo más que el título de un texto freudiano. Es la tarea a la que la hora nos convoca para que las fechas nos ayuden a ser un poco mejores.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología de la Universidad de Buenos Aires.

[1] Jacques Lacan, El Seminario: Libro 12, Problemas cruciales del psicoanálisis, clase 4 del 6 de enero de 1965, Inédito:

[2] https://www.clarin.com/revista-enie/ideas/historia-perdedores_0_BJ4e5DxFG.html

[3] Sigmund Freud, “Recordar, repetir y reelaborar”, A. E. Tomo XIV.