A Vigilante 5 Puntos
Estados Unidos, 2018.
Dirección y guion: Sarah Daggar-Nickson.
Duración: 91 minutos
Intérpretes: Olivia Wilde, Morgan Spector, Kyle Catlett, Estafania Tejeda, Tonye Pano
Estreno en Amazon Prime Video.
Hay películas que parecerían cobijar un secreto anhelo autodestructivo. En su primera mitad, A vigilante desarrolla un personaje complejo y enigmático, cuyas motivaciones nunca terminan de estar claras. La narración se mueve en dos tiempos, que destapan algunas cartas del solitario que juega la protagonista, manteniendo otras a resguardo. Pero allí por la mitad la película se parte en dos y el tablero se da vuelta. Lo que era ambivalente se vuelve maniqueo, lo incompleto se hace obvio y lo dual se reduce a la vieja lucha por la sobrevivencia, al estilo estadounidense: para no ser exterminado es necesario exterminar al predador.
Embutida en su camperón militar, Sadie (Olivia Wilde, sometida a un riguroso régimen de afeamiento) llega a una casa donde la señora cocina para su marido y se dirige hacia éste, anunciándole que va a tener que cederle a la esposa hasta el último de sus bienes. Cuando el marido quiere hacerse el machirulo lo anula con un golpe de karate y después le deja el rostro chorreando sangre por todos los costados. Mientras se lo llevan al hospital, Sadie le extiende el compromiso firmado a la señora, que le agradece y termina de cocinar. Todo indica que A Vigilante funda un nuevo personaje: la vengadora por encargo, una suerte de hitwoman al servicio de mujeres y niños abusados, que no mata pero deja muy averiado. Tan solitaria como sus pares masculinos, Sadie usa pelucas y maquillajes para no ser descubierta, y en los ratos libres le pega a la bolsa en un gimnasio. Pero resulta no ser una profesional fría e impasible, sino una víctima empática, quebrada por dentro. Las cartas empiezan a mezclarse.
En una breve escena, la realizadora y guionista Sarah Daggar-Nickson toma una gran e infrecuente decisión visual. El sentido común corriente “pide a gritos” el contraplano de un niño castigado. Resistiendo la tentación de la obviedad y explicitación expositivas, la realizadora no entrega ese contraplano, dejando librado el clímax de la escena a la imaginación del espectador. En ese momento al espectador se le enciende un semáforo verde, al sentir que puede andar tranquilo de la mano de la realizadora, que lo va a llevar por buen camino. Sucede lo contrario: la misma directora que minutos antes se había mostrado firme ante el adocenamiento visual y narrativo elige abrazarse de golpe al viejo par de víctima y monstruo, y todo se convierte en una versión prosaica de Caperucita y un Lobo chorreante de baba. El uso de la banda sonora es emblemático de este dos en uno: en la primera parte, la ausencia de música extradiegética funciona como una herramienta más de la construcción de tensión; en la segunda la música ilustra, redunda, enfatiza. Lo ligeramente raro se normalizó de la peor manera.