Buenos Aires, 1996. Hacía poco más de un año que había dejado mi pueblo natal –Las Varillas, Córdoba–, ilusionado con estudiar arte dramático y triunfar en la gran ciudad, cuando triunfar para mí tenía que ver con la TV, la popularidad y la fama. Tuve la suerte de ingresar a la escuela del gran Agustín Alezzo, y para conseguir el soporte de mis padres me comprometí –consintiendo la demanda de mi madre– a estudiar complementariamente “una carrera seria”. Para ese entonces había terminado el CBC, cursaba el primer año de arquitectura en la FADU y los sábados asistía entusiasmado a mis clases de actuación en el mítico taller de la esquina de Jean Joures y Córdoba, donde recientemente creció una torre de departamentos con amenities.
Un día, Lizardo Laphitz, maestro del primer ciclo del taller de Alezzo, sugirió efusivo ir al cine a ver una película inglesa que acababa de estrenarse. Recuerdo haber anotado el título en mi agenda para que no se me olvide: Secretos y mentiras. No apunté el nombre del director porque por aquel entonces no me parecía relevante saberlo. Yo era una esponja de apenas 19 años, asomado a la vida entera fuera de los márgenes del pueblo en el que había vivido hasta entonces. Mi sexualidad, mi nueva forma de auto-expresión, dejar de caminar con la mirada al piso para empezar a alzar la vista a la altura del horizonte tropezándome con estímulos constantes que me tenían entre atontado y efervescente. Todo lo que me rodeaba me resultaba extraordinario. En aquel momento sabía poco menos de lo que se ahora, –que sigo sabiendo bastante poco–, no conocía el cine más allá de las películas de Spielberg, ni el teatro más allá de mis atrevidas representaciones escolares, y mí aproximación al arte eran unos oleos hermosos y llenos de color que pintaba mi madrina Graciela.
Como alumno obsecuente que siempre fui, le hice caso a Lizardo –a quien le debo mucho más que aquella recomendación–. Recuerdo patente buscar un descuento por ‘cartelera’ en alguna galería profana de Florida y Lavalle y asistir a la película solo, porque nada me daba más placer en el mundo que saberme solo en la oscuridad de la sala. Como cuando me encerraba en el ropero del cuarto de mis padres, entre los abrigos de mi madre y el olor narcótico a naftalina. Mi primera oscuridad. Mi primer cine.
Se había corrido la bola que el director había creado la película en base a improvisaciones, y que los actores ignoraban por completo lo que sucedería en cada escena. Ese corrillo –que años más tarde descubrí que no era específicamente así– le imprimía a la experiencia un velo mítico. Aquello que yo veía proyectado en el resplandor parpadeante de la pantalla, acontecía de verdad. Los actores estaban atravesados por la experiencia del desconcierto, teniendo reacciones genuinas a las que nunca antes había asistido como espectador. Me sentí revuelto. No podía comprender verdaderamente dónde se alojaba el secreto de la experiencia, la mentira, el artificio… Todavía hoy puedo evocar con nitidez la mirada desviada de esa mujer blanca siendo interpelada por una mujer negra que le dice que es su hija y a la que no quiere reconocer como tal. El pucho tambaleando en su mano, el trepidar de su voz chillona, el repasador roñoso que se lleva a la boca para sofocar el llanto, la amargura de su hermano asistiendo al desmoronamiento de un matrimonio perfecto pero yermo; y esa crucial celebración familiar en donde se abre una grieta de la que súbitamente brota todo lo que estuvo secretamente enterrado. Brenda, –la actriz– o Cinthia, –el personaje– se atraganta con una porción de pastel de cumpleaños mientras lloriquea, mientras hace un chiste, mientras suelta ligeramente al resto de su familia que Hortense no es su amiga sino su hija dada en adopción, al mismo tiempo en que se ríe, al mismo tiempo en que se para y se vuelve a sentar porque no puede ni con ella ni con su cuerpo... Y yo, en la butaca, desarmado, con los ojos en compota y el corazón entumecido por la certeza de estar asistiendo a una revelación. La misma revelación a la que asistían los actores en la escena.
Secretos y mentiras es un homenaje íntegro al oficio del actor. Las interpretaciones y el lugar que ocupan en la pantalla están por encima de cualquier tipo de decisión cinematográfica. No tenía idea ni quien era el director ni de quién era ese supuesto guión improvisado –eso lo supe tiempo después–. Sólo estaba embriagado por la emoción perturbadora de ese grupo de actores que me decían una y otra vez, “es por acá”... “es por acá”...
Quedé un rato sofocado por ese viaje violento y apabullante, y hasta que las luces de la sala no se encendieron no pude despegarme de la butaca. Estuve un buen rato sorbiéndome los mocos. Caminé medio atontado por Lavalle hasta la boca del subte sabiendo que aquello había grabado algo importante en mi mapa sensorial. Anduve obsesionado por un tiempo hasta descubrir que detrás de aquella maquinaria había un director llamado Mike Leigh.
Semanas más tarde regresé a mi pueblo a dar una noticia irreversible: Mami, Papi, voy a dejar la carrera. No me imagino la vida siendo arquitecto. Quiero hacer películas. Yo les aseguro que voy a vivir de esta profesión.
Con este film, Mike Leigh me abrió una puerta enorme de autodeterminación, confianza y sensibilidad. Fue asomarme a la belleza del oficio. Fue liberar un permiso, trazar un surco en mi cuerpo en el que felizmente me dejé caer sin resistencia.
Años más tarde, siendo Jefe de Trabajos Prácticos de la Cátedra de Guión 1 en la Universidad del Cine, Secretos y mentiras se convirtió en material eje de mis clases, como si quisiera resoplar aquel mismo viento que despeinó mi espíritu sobre la cabeza alerta de estos nuevos estudiantes.
Felizmente, no alcancé ni la fama ni la popularidad televisiva que añoraba a los 17; pero descubrí un oficio que al día de hoy me sigue perturbando el sueño. Gracias Lizardo. Gracias Mike.
Franco Verdoia es director de cine y teatro, y también es fotógrafo. Escribió y dirigió el film La Chancha (2020), y co-dirigió la serie brasileña Contracapa. Realizó las películas La vida después (2015) y Chile 672 (2006) en co-dirección con Pablo Bardauil. Su última obra de teatro, Late el corazón de un perro (2019), fue mención especial del jurado del Fondo Nacional de las Artes 2018. Actualmente, se encuentra desarrollando su versión cinematográfica. Como fotógrafo, su obra fue exhibida en una muestra individual en el Museo Emilio Caraffa de la ciudad de Córdoba, dentro de la programación 2017/2018. Su ensayo fotográfico Cuñadas (2015) fue publicado por la editorial La Luminosa.