Tenía 19 años y acababa de salir de la sede de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. Se sentó en el cordón de la vereda para procesar lo que le habían confirmado solo un momento antes: sus padres habían sido asesinados durante la dictadura, no habían muerto en un accidente como le habían contado sus abuelos. Para Clara Soledad Ponce fue el comienzo de algo que, veinte años después de ese día, todavía se mantiene: la búsqueda de su identidad. Porque si bien su filiación biológica era verdadera, una parte importante de su historia era mentira. Recién este año pudo encontrarse con los papeles que documentan su paso por la Casa Cuna, cuando era una bebé de diez meses. Allí la encontraron su abuela, Isolina Rodríguez de Ponce, y su tía abuela, Mari Ponce de Bianco, una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, secuestrada el 8 de diciembre de 1977 en la iglesia de la Santa Cruz. “La que impulsó mi búsqueda fue Mari. Mi abuelo era del Servicio Penitenciario y mi abuela no tenía herramientas. Mari ya venía buscando a su hija. Y como la buscó a ella me buscó a mí”, dice Clara Soledad.
María Eugenia Ponce de Bianco era tucumana y fue una gran autodidacta. Leía historia, economía o poesía. Fue empleada doméstica, modista y luego tuvo un negocio de colchones. En 1972 se afilió al Partido Comunista. Su hija Alicia estudiaba filosofía, militó en Montoneros y después en el ERP y fue secuestrada el 30 de abril de 1976, justo un año antes de la fundación de Madres de Plaza de Mayo. A raíz de la desaparición de Alicia, Mari se distanció del PC, que le retaceó ayuda. Y comenzó a colaborar en los grupos de solidaridad del ERP, cuidando niños, visitando presos, juntando plata. En la búsqueda de Alicia, comenzó a reunirse con familiares de desaparecidos, un grupo que luego derivaría en el movimiento de derechos humanos y, en particular, en Madres de Plaza de Mayo.
El 15 de febrero de 1977 los hermanos Oscar Armando y Segundo Manuel Ponce (el tío y el papá de Clara Soledad), sobrinos de Mari, fueron asesinados en un operativo del Ejército y la policía que incluyó la movilización de tanquetas y helicópteros. Los persiguieron por toda la ciudad de Buenos Aires mientras ellos intentaban llegar a una posta sanitaria en la zona de Juramento y Alvarez Thomas. En ese lugar estaba Clara Soledad, a quien cuidaba María Teresa López Zavaleta, “Chichila”. Los represores dieron con ese lugar y se llevaron a Chichila, pero antes, ella logró que dejaran a Clara Soledad con una vecina. La mamá de Clara Soledad, Inés Alicia García, no podía acercase. Era peligroso para todos. Poco después, también la asesinarían.
La vecina cuidó de la niña un día, luego la llevó a una comisaría alejada de la zona del operativo. Abrieron una causa por “abandono de menor” y luego dejaron a la beba en la Casa Cuna. Clara Soledad estuvo en esa institución dos meses, hasta que Mari (los pedidos de habeas corpus están hechos de su puño y letra) y su abuela la encontraron, luego de recorrer juzgados y comisarías, rastrear expedientes y pelearse con magistrados y empleados. En abril de 1977, y luego de un mes de “revinculación”, Clara Soledad fue restituida a sus abuelos, que la criaron, pero la despojaron de la dimensión política de su vida. Mari, que podría haber hecho que su infancia fuera distinta, fue secuestrada el 8 de diciembre de 1977 en la Iglesia de la Santa Cruz junto con otros familiares de desaparecidos y fundadoras de Madres de Plaza de Mayo.
- - -
–Ah, pero vos sos la sobrina nieta de Mari Ponce, del grupo de la Santa Cruz.
–¿Qué es el grupo de la Santa Cruz?
–Los que se llevaron de la iglesia.
–¿De una iglesia? ¿Pero cómo puede ser?
Después de su visita a la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, donde le confirmaron que sus padres habían sido asesinados durante la última dictadura, Clara Soledad empezó su propia investigación. Eran mediados de los 90. Iba a terapia (con una psicóloga del Servicio Penitenciario que tenía grado), a las oficinas de la Conadep y a la hemeroteca del Congreso. Todo era nuevo. Casi un año después se sintió lista para enfrentar a sus abuelos. “Estábamos esperando que te enteraras”, le dijeron, como si estuvieran hablando del final de una película y no de una historia de la que ellos eran protagonistas. Como si enterarse fuera, para ellos, inevitable pero a la vez trágico, la mancha que no podían borrar. Clara Soledad había absorbido toda la información que había podido juntar durante meses. Cuando algunos compañeros le decían que se lo tomara con calma, que dosificara, ella respondía, “lo único que necesito es saber la verdad”.
Sus abuelos le contaron otras cosas. “Paradójicamente, aunque eran tan distintos, Mari era una de las hermanas más queridas de mi abuelo. De hecho, él fue a algunas reuniones de los familiares en la iglesia. Y cuando me recuperaron, me llevó para agradecer a todos. Ahí fue mi mamá, que todavía estaba viva y me vio de lejos. Desde la muerte de mi papá, ella no podía tener contacto con ellos, era peligroso para todos, pero se comunicaban a través de una tía, la única en la familia que tenía teléfono”.
Inés Alicia García llegó a ver a su hija con sus suegros. Un mes después, también la asesinaron.
En una de las reuniones en la Santa Cruz, Segundo Manuel Ponce (mismo nombre que el hijo), abuelo de Clara Soledad, retirado del Servicio Penitenciario, vio al represor Alfredo Astiz –que se había infiltrado entre los familiares y sería quien conduciría el operativo de secuestro de Mari y sus compañeros– y reconoció en él algo familiar.
–Ese tipo es milico, Mari.
–Pero no, es Gustavo Niño, viene por su hermano.
–Fijate como camina, como se para, ese tipo es milico.
Mari no lo creyó.
Después de la desaparición de Mari, los abuelos Ponce abandonaron su poca participación en el incipiente movimiento de derechos humanos. Armaron para su nieta la historia del accidente para justificar la ausencia de sus padres, se relacionaban con pocas personas, la anotaron en un colegio católico y le decían que delante de “la gente” les dijera mamá y papá. Pero algunas frases escuchadas de rebote, algunas discusiones y un poco de la historia argentina aprendida en la escuela, aún en términos de subversión y Proceso de Reorganización Nacional, hicieron que Clara Soledad comenzara su propio camino. Que supiera quiénes habían sido sus padres y admirara a esa tía abuela que dejó su huella en los habeas corpus que escribió a mano en los juzgados para exigir su restitución y a quien siente que le debe no haber sido apropiada por una familia militar o haber crecido en un instituto.
- - -
“Yo estuve dos meses desaparecida”. No fue fácil para Clara Soledad hacerse cargo de lo que significa esta frase. Este año con ayuda de la fiscal Mercedes Soiza Reilly y Sabrina Regueiro, de la Unidad Especializada en Apropiación de Niños, accedió a su expediente de la Casa Cuna y a la causa judicial que se tramitó por su supuesto abandono. Hay entre esos papeles una foto de ella a los diez meses, una de las poquísimas que tiene de esa época, y una lista con las cosas que tenía el bolso que le había armado su madre para que tuviera mientras la cuidaba Chichila. “Un par de sandalias color marrón, dos mamaderas de plástico, un vestidito blanco de lana, un enterito color rosa de lana tejido, un pantaloncito jardinero cuadrillé, un babero, seis pañales, dos chiripas, una bolsa con remedios”, enumeró la policía, entre otras cosas. Clara Soledad, dice el documento policial, es de “cabello y ojos castaño oscuro, piel trigueña, sin señas particulares ni signos traumáticos, aspecto vivaz, condiciones psíquicas propias de la edad señalada (año y medio calculaban, aunque tenía diez meses) y tiene su muñeca izquierda, una cadena identificatoria de metal blanco que dice ‘Clara Soledad’”. La marca que dejaron sus padres para que fuera más fácil hallarla. En los expedientes, la “menorcita” (así figura) aparece como “Clara Soledad N.N”.
Hasta que pudo recopilar todos esos documentos, Clara Soledad solo tenía su acta de tenencia. Pero fue sólo cuando comenzó a saber más de lo que había ocurrido durante el terrorismo de Estado que le llamó la atención el nombre del secretario del juez Oscar Hermelo, que había firmado ese papel: era Gonzalo Torres de Tolosa, quien durante la última dictadura visitaba la ESMA. El “Teniente Vaca” está siendo juzgado por su participación en los “vuelos de la muerte”, que fue la forma que fueron asesinadas Mari y sus compañeras.
Hoy, Clara milita en Memoria Palermo y desde ese espacio va dejando las marcas para que la historia que ella misma pudo reconstruir sea conocida por todos. Tanto en la morgue judicial, donde llevaron los cuerpos de sus padres, como en el cementerio de la Chacarita, donde se supone que sus restos fueron al osario, hay baldosas con sus nombres.