“La segunda dosis me mató”.
“Pasé una noche muy jodida”.
“Quería compartírtelo”.
Los mensajes fueron tres y llegaron muy temprano, uno atrás del otro. Suelo dormir con el sonido del celular apagado, pero por alguna razón esta vez había quedado conectado y me despertaron a las 7 de la mañana. Los mandaba un amigo con el que hacía muchísimo tiempo que no hablaba, así que en un principio no supe de dónde me llegaban esos mensajes. Fue como si hubiese abierto un libro por la mitad: no entendía de qué me estaba hablando, hasta que entendí.
“¿Te vacunaste?”
“Sputnik, River, personal de la salud”.
Esto sucedió a comienzos de año, cuando casi ni se hablaba de las vacunas, o al menos aún estábamos esperando que les llegasen a nuestros padres, y todavía no se había desatado el hermoso festival con fotos de jeringas, barbijos y certificados que se multiplica en estos días en las redes. Por eso fue que tardé tanto en entender de qué me hablaba. “¿Cuándo fue?”, le pregunté. “Ayer”, me dijo. “¿Y estás mejor?”, continué, sin saber muy bien qué preguntar. “Dolor, fiebre, chucho, huesos derretidos”, fue la sintética enumeración que me llegó como respuesta.
“Anoche, mientras deliraba, pensé: claro, es rusa, yo los conozco”.
Conocí a mi amigo el siglo pasado, en un Festival de Cine: había oficiado de traductor de un director ruso, y con los años --y hasta donde yo supe-- profundizó en ese oficio y ese idioma, además de seguir la carrera que lo terminó convirtiendo en un profesional de la salud. “Les chupa un huevo la sensibilidad de cada uno”, intentóexplicarme sobre los rusos. “Van al punto”. Recién despierto y todo, no pude evitar reirme. “Córrase señor, que tengo que limpiar”, le escribí, recordando cierto sentido del humor que compartíamos. Me llegó de regreso un mensaje con más risas. “Exacto”, agregó. “Así fue como llegaron antes al espacio: los yanquis estaban de fiesta y mientras tanto ellos hicieron todo en secreto, hasta que, de pronto, Gagarin”.
“O sino pensemos en Laika”, dije, y me corregí lo mas rápido que pude: “Mejor no, no pensemos en Laika”.
“Es verdad, mejor no”, agregó mi amigo, otra vez después de unas risas.
Le conté entonces algo que había leido hacia poco y me había quedado grabado: que cuando Gagarin volvió a la tierra después de hacer historia en el espacio, cayó en un campo lejos de todo, donde nadie lo esperaba. Sólo había una señora que plantaba papas. Tuvo que pedir prestado un caballo para llegar hasta un teléfono, y poder así dar la noticia de que todo había terminado bien.
“Vos estás en el momento del teléfono”, le dije. “Yo soy la señora que cultiva papas”.
Mi humorada no recibió ninguna respuesta. Supuse que, un poco mas relajado después de una noche difícil, mi amigo había logrado dormir un poco. No hemos vuelto a hablar desde entonces, así que no se en qué anda, ni por qué me escribió justo aquella noche. Pero ahora que las vacunas han llegado para todos vuelvo a pensar en Laika, Gagarin y el espacio.
No sé si le llegué a contar a mi amigo otra de las curiosidades que leí sobre la carrera espacial entre norteamérica y los soviéticos: mientras que las naves del programa yanqui estaban llenas de botones --sus astronautas eran pilotos de pruebas, después de todo-- las rusas eran totalmente automatizadas. Apenas si tenían un par de comandos. Ninguno de ellos era lo que los yanquis llamaban el “chicken button”, el botón para abortar la misión. Ya estaban jugados y lo sabían. Como nosotros.
Lo que sí le alcancé a preguntar a mi amigo es si la vacuna dejaba roncha. Pensé en la que aún se puede ver en mi antebrazo izquierdo, que me dejó esa suerte de engrampadora con la que daban la BCG. “Sin roncha”, me respondió, revelando una delicadeza impropia en el tradicional modus operandi que tan bien había evocado.
Parece que, después de todo, rusos eran los de antes.