La pena es indescriptible; no hay palabras balsámicas que se puedan pronunciar ni escribir en estas circunstancias. Juan Forn, el escritor, editor, traductor y fundador del suplemento Radar, murió a los 61 años, por un infarto. No hay consuelo posible para los lectores de este diario que esperaban los viernes, cada quince días, las contratapas que escribía para Página/12, ese mosaico heterogéneo y fascinante, que al mismo tiempo era una bitácora de lecturas personales y un panorama de la literatura y las artes recientes como solo Juan podía hacerlo, con una belleza extrema, una sensibilidad inaudita y una inteligencia delicada y asombrosa.
Hacía tiempo que el autor de Nadar de noche había dejado la escritura de ficción “pura”, las novelas y cuentos, para hacer literatura o un periodismo literario forniano, que sólo él podía cultivar con ese afán y curiosidad por indagar en las historias extraviadas, en la periferia de las lecturas canonizadas, en los pliegues de literaturas y culturas ignoradas o desconocidas, desde las contratapas de Página/12. Por la magia que practicaba en el arte de contar historias podían convivir el Nabokov entomólogo, el hermano manco de Wittgenstein, el Kawabata bohemio de Asakusa, el peluquero de Picasso en Arlés, un Federico Fellini en un estado de intensa felicidad, el personaje desesperado de Fatty Arbuckle y toda la potencia de la disidencia soviética, desde Ajmátova y Pasternak hasta Vasili Grossman y Josef Brodsky, por mencionar apenas un puñado de estrellas de esta inmensa galaxia que ponía en funcionamiento Juan.
Hay en la historia de vida de Forn una especie de constante que se reitera, con variaciones, en distintos momentos: la necesidad de romper mandatos prefigurados para construir otros caminos. Él mismo se burlaba del primer molde del que escapó, el del niño de familia patricia formateado en el colegio Cardenal Newman. La rebeldía, para Juan, empezó cuando a los 11 o 12 años, pasó de ser el niño perfecto a molestar. No es lo mismo ser adolescente cuando alrededor los pelos se vuelven cada vez más largos, se habla de revolución, libertades sexuales y están el Instituto Di Tella y el rock. Él recordaba el 73 y 74 como “años gloriosos”; pero llegó la dictadura y toda esa efervescencia se diluyó. A los veinte años se fue de mochilero a Europa con un amigo rosarino y alguna vez contó que había publicado una plaqueta en Rosario con poemas. El joven de familia patricia publicando sus primeros poemas ahora quizá no parezca tan revulsivo. Pero lo fue.
Juan sintió que la poesía no le sentaba del todo bien y entonces descubrió que podía hacer lo que hizo Danilo Kis y también Vladimir Nabokov: hacer poesía enmascaradamente en la narrativa. “Yo aspiro a lo lírico de una manera evidente; en las Contratapas aspiro a llegar a cierta musicalidad, pero eso es todo lo que me puedo arrimar a hacer poesía. Así como leyendo prosa soy capaz de leer toneladas y toneladas, con la poesía, salvo cuando leo a poetas como Nicanor Parra o Idea Vilariño, que son fáciles de leer. Me doy cuenta de que soy nada más que un fan de la poesía, un adicto a lo poético”, reconocía el escritor. Entonces abandonó el intento de escribir poesía y se volcó hacia la narrativa con su primera novela, que originalmente tenía un título más largo, Corazones cautivos más arriba (1987), que después reeditaría con el título acortado y definitivo, Corazones.
Su primera novela, en la que contaba en segunda persona la relación entre un nieto rebelde y su abuelo, fue el libro más íntimo que escribió, una historia que él consideraba chiquita y que tenía un encanto especial, protagonizada por un chico de 13 años enviado por su madre a vivir junto a su abuelo paterno en La Cumbre después de la muerte de su padre. Los materiales íntimos estaban levemente modificados o desplazados en el tiempo; Juan no tenía 13 años cuando murió su padre, sino 24. “Tenía una relación muy intensa con mi abuelo y cuando yo estaba en Europa vinieron mis viejos, con un pasaje de vuelta y con la noticia de que había muerto mi abuelo –comentaba Juan-. Y volví y empecé a escribir la novela de mi abuelo. Y al año se murió mi viejo y entonces la novela se recargó de sentido, porque ahí me adjudico que se muere cuando yo tenía trece años. Yo puse todo en ese libro”.
Entonces ya trabajaba en la editorial Emecé, adonde entró como cadete y luego llegó a ser editor. Empezó a quemarle la cabeza a la gente de la editorial con un leitmotiv: “publiquen libros argentinos”. Durante los nueve años que estuvo en Emecé logró que se incorporaran obras de autores como Rodolfo Rabanal, Vlady Kociancich, Abelardo Castillo, Alberto Laiseca, Isidoro Blaisten y Miguel Briante. Entre los escritores comenzó a circular la voz sobre “el pibe nuevo” que editaba y empezaron a enviarle material. Juan los recibía en una oficina, con la complicidad de las empleadas de Emecé, como si él fuera el jefe y ellas sus secretarias. En 1990 pasó a trabajar como editor en Planeta, donde creó la colección Biblioteca Sur, de gran importancia para la literatura argentina porque fue donde se publicaron los primeros libros de Rodrigo Fresán, Marcelo Figueras y Mariana Enriquez, entre otros. Pero también publicó a autores como Antonio Dal Masetto, Martín Caparrós, Matilde Sánchez, Guillermo Saccomanno y Rodolfo Fogwill. De pronto Juan logró lo que parecía imposible en la argentina frívola de los años 90: lograr que los libros se pusieran de moda. Que se hablara de los libros y de los escritores. “Y mañana serán Borges”, era el título de una nota en la revista Gente, una producción con escritores entre 28 y 40 años en que la única mujer era Esther Cross, una nota a doble página en la que aparecían Alan Pauls, Sergio Bizzio, Martín Rejtman, Daniel Guebel, Marcelo Figueras, Charlie Feiling y Luis Chitarroni. Fueron cinco años intensos, que incluso, vistos a la distancia, parece que fueron más.
El libro de Forn que más repercusión tuvo fue Nadar de noche (1991). Juan disfrutaba de la cantidad de fans que le decían: “Se me murió mi viejo y ese cuento, esa visita...” Ese cuento lograba que todo aquel que perdió un ser querido, tarde o temprano, recibiera una visita espectral, en forma de sueño. Ese relato magnífico, que pone la piel de gallina, tocó una fibra muy especial que a muchos les sirvió para procesar las muertes de sus propios padres. Después publicó las novelas Frivolidad (1995), Puras mentiras (2001), las crónicas La tierra elegida (2005) y Ningún hombre es una isla (2010) y la que sería su última novela, María Domecq (2007), donde a partir de Madame Butterfly, la ópera de Puccini, descubre un secreto familiar, en el que está involucrado su abuelo, el almirante Forn.
Así como se comió la cancha y en poco tiempo sacó del sopor a la edición de la literatura argentina, lo mismo hizo con el periodismo cuando creó el suplemento Radar, que marcó un antes y un después en la forma de considerar el periodismo cultural en Argentina. Como si tuviera una capacidad ilimitada, Juan le pedía al cuerpo más de lo que podía dar. Abusó de las pastillas y el alcohol y el cuerpo se plantó a los 40 años y le pasó una factura: una pancreatitis y un coma hepático que estuvo a punto de matarlo. Entonces dejó la parafernalia porteña y huyó a salvarse a Villa Gesell, la ciudad donde nació de nuevo como persona y escritor. En un momento el propio Juan reconoció que en los años 90 se saturó de la literatura norteamericana, que había sido una columna vertebral fundamental en su educación sentimental. “Hace diez años que no pasa nada interesante en Estados Unidos, estoy comiendo basura. Me entumecí. Fue la época en que tuve menos relación hedónica con la literatura, con la lectura, porque tenía que leer profesionalmente un montón. Y yo era un workaholic y no hay nada más deprimente que leer un libro para explicarle al autor por qué no lo vas a publicar. Leer a un yanqui o un british en los 90 era como ver Netflix hoy; entonces me planteé que tenía que cambiar. Y me agarró una avidez por entender el mapa europeo y me empezaron a interesar los márgenes, tanto geográficos como de géneros”, recordaba el escritor, que tradujo a Yasunari Kawabata, John Cheever y Hunter S. Thompson, entre otros.
El Juan que volvió a la vida de otra manera empezó a leer lo que no había leído en su biblioteca. Si se tuvo que “jubilar” involuntariamente por una pancreatitis, lo capitalizaría a través de la lectura y la escritura. Empezó a devorar escritores rusos, japoneses y esos que se podrían aglutinar como “mittleeuropeos” y cambió el foco y la perspectiva. El concepto de ficción dejó de interesarle porque optó por el relato de las Contratapas –que se publicaron en cuatro tomos titulados Los viernes-, donde lograba condensar lo histórico, político, biográfico y literario con un tono elegíaco. Desde 2017 dirigía la colección “Rara avis” en la editorial Tusquets, donde publicó textos como Crónica de mi familia, de Vasco Pratolini; las Anticonferencias, de Isidoro Blaisten; Moscú feliz, de Andréi Platónov, y lo que sería su último gran descubrimiento: la escritora cordobesa Camila Sosa Villada con Las malas.
Juan fue un intenso curso de agua que con su obra se distinguió en el mar de la literatura argentina. No escribía para entendidos; no era lo que le gustaba y siempre decía que le parecía esnob cerrar el círculo de la manera en que había llegado a la literatura. ¿Cuántos corrimos, después de leer alguna contratapa, a buscar el o los libros mencionados? ¿Cuántos nos levantábamos y lo primero que leíamos, el viernes que correspondía, cada quince días, eran los textos de Juan? No se podía empezar el viernes sin leerlo; había logrado que sus historias se convirtieran en necesarias, únicas, irrepetibles. Él era un lector divulgativo, evangélico. Juan apostaba a inyectar bacilos que después producirían efectos perdurables en sus lectores; celebraba cualquier lectura, cualquier canción o película que expandiera el horizonte en la manera de interpretar y entender el arte. El agujero negro de las contratapas hará que tu ausencia sea más dolorosa, más inexplicable aún. Vamos a extrañar mucho esos fueguitos con que iluminabas nuestras vidas.