A mi papá nunca le gustó el fútbol. Es más fácil ver a un hipopótamo con anorexia o a TN hablando bien del Gobierno que a mi viejo frente al televisor puteando al árbitro por un gol mal anulado. Por eso, claro, jamás pisaba una cancha de fútbol. Y eso que pasó toda su infancia a sólo 2 cuadras de la de Argentinos Juniors, equipo del que decía ser hincha, aunque como hincha nunca ejercía. En una cancha se sentía más incómodo que barrabrava en la Feria del Libro, más desorientado que Hitler en la Semana de la Dulzura.

Durante la infancia yo sufría esa falta de gen futbolero de mi padre. Quizás por eso, aceptó esa oferta de mi tío de hacer guardias inmobiliarias los fines de semana. Se ganaba unos pesos y de paso –digo yo ahora- tenía una buena excusa para negarse a llevarme a la cancha. Porque a mis 6 ó 7 años de existencia, yo comencé a descubrir la belleza del fútbol y mi ansiedad por conocer algo parecido a un estadio de fútbol crecía más que el agujero de ozono.

"Papá ¿Me llevás a la cancha?", le insistía yo, más pesado que barbijo de plomo, sin precisarle a qué cancha me refería, porque eso ya no importaba. Lo interesante era conocer una, ver bien de cerca a los jugadores. Y mi viejo, un buenazo de aquellos, decía que alguna vez iríamos, que era lo mismo que decir “el día del marcador de punta”, o sea nunca. Pobre Tito –que así se llama-. No comprendía por qué yo me había vuelto tan futbolero si a él el fútbol le importaba tanto como al entonces golpista de turno, Jorge Rafael Videla, la Democracia.

Debo decir que por esos años las voces de los relatores radiales alimentaban mi imaginación y enriquecían mi vocabulario en un sentido futbolero. Desde los 4 ó 5 años de edad sabía que había una provincia llamada Santa Fe, pero sólo porque había dos clubes de fútbol - Unión y Colón- que eran de allí. Tenía bien claro que Madrid tenía un Real y un Atlético y que, según el periodista de las transmisiones de Muñoz, Roberto Ayala, Madrid era “la ciudad del oso y del madroño”. Ahora no me preguntes porqué ni qué era un madroño porque esa sí que no la sabía. Cursaba el segundo grado y me había convertido en un especialista en recordar las caras y apellidos de las figuritas de fútbol. Podía no saber qué era un diptongo pero tenía bien claro que un tal Spilinga era arquero de All Boys y que había otro de apellido Carrascosa que jugaba en Huracán.

Tanto le habré hinchado las Nro. 5 a mi padre que un domingo de 1977 dejó de lado su guardia inmobiliaria y me llevó a conocer la cancha más cercana de casa, que no era otra que la de Argentinos Juniors. Tanta espera tuvo su recompensa: en mi debut oficial como asistente a una cancha vi a un Maradona de 17 años- aún en su etapa “Pelusa”- ponerse al hombro al equipo de La Paternal. En la tribuna local, recuerdo, encontramos sentados en uno de los tablones a mi tío y a su socio de la inmobiliaria, que vino con su hijo apenas más grande que yo, un tal Marcelo Benedetto, el mismo que años más tarde sería periodista deportivo de Víctor Hugo y de las transmisiones deportivas de la tele. Lo primero que se me ocurrió preguntarle a mi papá en esa tarde gris pero de gloria para mí, era ¿Dónde está el relator de la radio? Me desilusionó descubrir que no existía una especie de Voz del Estadio relatando cada jugada desde alguna cabina.

De aquél soñado debut pasó más de un año hasta volver a pisar una cancha. En el tiempo intermedio todo volvió a la normalidad: yo a armar partidos imaginarios con figuritas de futbolistas en el primer escalón de la escalera del patio y mi padre a sus guardias inmobiliarias del fin de semana.

Pero la sorpresa que se guardaba mi padre compensó todos mis enojos de chiquilín futbolero. Una noche de 1978 se pasó 11 horas haciendo una fila interminable para comprar las entradas para los 3 partidos iniciales de Argentina en el Mundial: contra Hungría, contra Francia y contra Italia. La sensación mía era de felicidad extrema, por fin conocería el Monumental. Y en un partido de Mundial. Fue el mejor regalo que recibí en toda mi vida. Y se lo recuerdo cada año. A propósito: Feliz día, Viejo.