Solo una vez tuve la enorme fortuna de que Juan Forn me editara una nota. Ningún texto periodístico es perfecto, todos son mejorables; aunque uno sea un obsesivo que escriba y reescriba, lea y relea, siempre algo se escapa, un pifie, una frase que puede ser expresada de mejor manera. Por suerte tuve y tengo compañeros que conocen el paño, con los que es fácil sostener la confianza necesaria entre redactor y editor.

Pero -con todo respeto hacia ellos, los de ahora, los de antes- nadie como Juan Forn.

Allá por el fin de siglo, cuando Radar ya era fuente ineludible para entender los vaivenes de la cultura acá y en otras partes, me acerqué a los escritorios del fondo -todavía estábamos en las veneradas instalaciones de Belgrano al 600- con una propuesta de nota. Me había topado con un librito hermoso que ameritaba "hacer algo", pero que no tenía mayor cabida en las urgencias diarias de Cultura & Espectáculos. Ni siquiera era un libro nuevo, y eso era también parte del encanto: en Complete & Utter Failure, el periodista estadounidense Neil Steinberg hacía un recuento y celebración de "grandes perdedores, segundones, cosas que nunca llegaron a nada y fracasos estrepitosos". Cosas como los cigarrillos sin humo, historias como las de infantes sometidos a la insoportable presión de ganar el concurso nacional de deletreo, o los que intentaron hacer cumbre en el Everest y no lo lograron por unos metros. Lo que redondeaba el asunto, la cereza en la torta, era que el mismo libro había sido un fracaso: lo había encontrado por escasos tres dólares en una mesa de ofertas neoyorquina.

A Juan le encantó, y me reservó una página el domingo siguiente. Y ese día volví a confirmar por qué Juan Forn era Juan Forn: con sutilezas de gran editor, con pinceladas aquí y allá, con ajustes casi imperceptibles, le había dado a mi nota un brillo que seguramente el original no tenía. Cuando se lo agradecí tuvo la deferencia de explicarme por qué había metido mano aquí y allá; podría haberlo frenado con un "no hace falta, qué te voy a decir si lo único que hiciste fue mejorarme", pero ni mamado me iba a perder la oportunidad de aprender.

En sus textos, en esas imprescindibles contratapas de viernes en Página/12, entiendo por qué Juan me aceptó aquella nota sin dudar, qué lo sedujo de la anécdota de aquel librito: Forn tuvo una curiosidad interminable por explorar los pliegues de la Historia, por buscar desvíos donde brillan grandes cosas dignas de ser narradas, esperando a su descubridor. Y las narró con el talento de los chamanes, contándonos esos pedazos de vida junto al fuego, contagiando la pasión y el encanto de ir revelando lo desconocido, lo que nos magnetiza. Fundiendo literatura y periodismo como si fuera sencillo. Sin costuras. En estas horas leí, claro, la emocionada despedida de Mariana Enriquez, el afecto de las líneas de Martín Granovsky, y allí también se me dibujó un planisferio-Forn conocido: la dedicación a editar y embellecer un texto ajeno en la primera, el consejo de explorar creativamente los desvíos en el segundo. 

Por eso, y por Nadar de noche y Puras mentiras y María Domecq y esas contratapas tan antológicas que fueron antologizadas en cuatro libros, perder a Juan Forn es -con perdón del desvío hacia un lenguaje tan poco elegante- una reverendísima mierda. Juan fue un escritor exquisito y un periodista brillante, pero también un editor generoso, de esos que no abundan, de los que no se meten en tu texto, se meten con tu texto, no por la soberbia de saberse mejor -que lo era- sino por respeto al lenguaje, por hacer de una pieza escrita algo digno de ser leído, merecedor de un tiempo de atención, respetuoso del lector. Capaz de abrir puertas e invitar a seguir caminos, que es lo que hacía él.

Juan Forn me mejoró. Y ya sé que estoy diciendo obviedades: Juan Forn nos mejoró a todos.


* (Este martes 22 de junio, entre las 10 y las 17 y en el Centro Cultural Pipach de Avenida Buenos Aires y Playa, Villa Gesell, se realizará una celebración de la vida y obra de Juan Forn.)