Era uno de esos tipos que siempre tienen pendiente un asado. Argentino hasta la muerte; ex militante peronista pero de esos que se jugaban la vida; alguna vez, en su juventud, fisicoculturista; pero ante todo, pintor, artista de alma. Carlos Andreozzi (Rosario, 1954 - 2021) se fue ayer de este mundo al que tanto amaba y que tanto le dolía, a veces. Harán falta su gran presencia, su verborragia que era pensamiento estético y político en acción, y su entusiasmo por el arte con cuya tradición local y universal su obra no cesaba de discutir en los únicos términos realmente válidos, es decir: produciendo más obra, plasmando historia y crítica en forma de arte. Le gustaban los formatos grandes, de dos metros por dos metros: esos desafíos al cuerpo, al eros de pintar con todo él. "En su cuerpo un gran cuerpo para el alma del mundo", hubiera dicho César Vallejos en una de sus elegías insuperables, versos que vienen a la memoria cuando la pena no deja mucho que decir. Porque ese buen hombre y gran pintor cayó ayer derrotado en el triste ring de una cama de sanatorio; la corona mundial se la llevó un virus invisible y coronado que no perdona a nadie.
Ahora está de moda decir: "Soy un hombre vivo". Pero Carlos Andreozzi estaba vivo de verdad. Cristalizó esa vida en las pinturas que deja como grandes arrecifes. Como luchador que cae en combate cuando la bala ya salió del cañón, llegó a poder elegir las obras de la gran retrospectiva que merecía en vida. Y en un espacio prestigioso, amplio, a la medida de esas enormidades de pura intensidad: la sala de exposiciones de la Bolsa de Comercio de Rosario (Paraguay y Córdoba), donde este viernes se abre su muestra individual "Visceral", curada por el escultor Fabián Rucco.
Huérfano queda de su intensidad y de su poderosa ternura el legado de sus titánicos cuadros, guardados en el taller para gigantes que tenía en el fondo de su casa en Granadero Baigorria, entre el Hospital Eva Perón y el río Paraná cuyo marrón lo obsesionaba. No viene más gente así, como él, capaz de hablar con entusiasmo rebosante de vitalidad acerca de temas como la muerte, la filosofía nihilista y la tragedia de existir. "¡Cioran!", le gustaba citar con el rostro iluminado como si fuera el nombre de un país feliz a donde ir y no uno de los apellidos más pesimistas de la filosofía. En poder pintar y pensar lo trágico encontraba Carlos Andreozzi una alegría inexplicable, paradójica; una victoria o aquello que otro filósofo, Spinoza, denominó la potencia. En el ring de la pintura se jugaba para Andreozzi a todo o nada la potencia de un cuerpo. Pintó retratos de músicos, artistas y próceres a quienes admiraba y también algún que otro rostro de algún tirano al que odiaba. Era quizá su forma de batirse con ellos, conocerse.
Reescribió pictóricamente en su propio estilo la galería de rostros de la locura de Géricault, los monstruos tortuosos del británico Francis Bacon, la reinvención de la pintura por Francisco de Goya (a quien admiraba con pasión) o los peces y los panes de la escuela del Litoral que Andreozzi de alguna manera creaba con su mirada retrospectiva, al situarse en su momento presente con toda aquella historia detrás, como si conversara gesticulando con sus maestros. La suya era la pintura del gran gesto, del trazo que hace huella. Nos hará falta el relato con que narraba el valor de todo eso que fluía con savia nueva y fresca en su pintura; sus monólogos magistrales puntuados por "¿no es cierto?" y pausas dramáticas, decires luminosos de una sonrisa más grande aún que él. Que otros crean, si pueden, que se han quedado quietas esas manos. Qué mudo el mundo sin ellas atizando el fuego, o escanciando fluidos que viraban al rojo: vino tinto en el eterno asado con amigos del domingo, sí, pero también esas pinceladas enigmáticas que parecían heridas sangrantes en la superficie misma del lienzo. Superficie compleja donde no cesaba de experimentar texturas y capas de materia. Lo común a todos sus cuadros es esa piel terrosa y animal, un símil cuero o piedra que transmuta cartón o tela en roca y pampa, con unos secretos técnicos químicos que se llevó con él.
Formados en el pensamiento crítico y en las luchas políticas de los ‘70, Andreozzi y sus pares emergieron como artistas en los años ‘80, entre la resistencia cultural y la democracia recuperada, abrazando el renacer de la pintura y eligiendo como precursores a los modernistas del Grupo Litoral. Con el cambio de siglo, el sistema local del arte dejó cruelmente de lado esas producciones demasiado cargadas de corporeidad, de oficio y de ideología para los planchados años cero-cero; injusticia subsanada en 2018-19 con la exposición Aquellos bárbaros, en el Museo Castagnino, cuyas curadoras Xil Buffone y María Elena Lucero diagramaron con las obras un hermoso relato en imágenes basado en ideas de alquimistas.
La obra artística de Carlos Andreozzi, escribió Beatriz Piedrabuena, "juega con los límites, con lo excesivo, lo intenso... un universo muy poblado que hace cuerpo con la pintura". En una pequeña muestra compartida en On gallery con su colega Eduardo Piccione en 2019, Andreozzi expuso una serie de obras figurativas que visibilizaban a actores sociales y culturales marginados, plasmando sus emociones: el dolor de la represión sufrida por los obreros y la alegría indestructible de una mujer música inmigrante, con su vital acordeón. Tanto ese personaje femenino neofigurativo en "Transposición de la musiquera", como los marinos implícitos a través de sus tatuajes en "Ancla de corazones", la "Lápida Paraná" en memoria de los desaparecidos por la dictadura, o los balazos sangrantes en unos galpones que evocaban las luchas sindicales portuarias, remitían en esa muestra a la memoria viva de una historia silenciada. Y en sus piezas más experimentales, más densas en materia, la pintura se hizo lecho de río y caracol para denunciar el daño causado al ecosistema fluvial por ese mismo capitalismo que mató trabajadores.
Un motivo abundante en la pintura de Carlos Andreozzi, como quizás no podía ser de otro modo tratándose de un temperamento tan expansivo, era el teatro. La vida como teatro, o más aún: como acrobacia, número de riesgo, caminata sin red, era una idea recurrente en sus obras neo-expresionistas de los años '90, que expuso por entonces en el actual Centro Cultural Fontanarrosa. Frases tomadas de los libros de filosofía existencialista que lo conmovían eran pintadas en ese muro que la pintura construía para poder escribirlas, como si fuesen, una vez más, aquellas pintadas políticas urgentes de comienzos de los años setenta.
En su blog http://andreozzipinturas.blogspot.com/ se definió como "autodidacta con permanencia en varios talleres de Europa, donde vivió durante 6 años" y como "gran amigo y admirador" del poeta rosarino Aldo Oliva. Le gustaba la música brasileña contemporánea y entre sus "intereses" anotó: "soledad" e "ideario social". Participó en salones y obtuvo numerosos premios. Pintó el color de este lugar, como nadie.