Una imagen aparece en la despedida de Horacio González, uno de los grandes intelectuales que ha dado la historia de este país. Allí está él entre sus papeles, sus libros en pilas de dudoso equilibrio, su despelote monumental sobre el que niega cualquier intervención a terceros, su escritorio como trinchera personal. ¿Y qué hace allí este hombre que pasaba tal vez con rumbo a la cocina a la hora del almuerzo, pero que de repente y sin aviso se detuvo en un gesto reiterado a lo largo de los días y las noches? Escribe. Escribe con urgencia. Escribe como un mandato indelegable, como una necesidad vital. Escribe y es lo que ha estado haciendo a lo largo de su vida. Escribe y va enhebrando un pensamiento que lo trasciende, siempre crítico e inamovible en su compromiso, y por lo tanto muy incómodo por momentos, la palabra del más díscolo de los propios. "Horacio escribía como desesperado", reconstruye una amiga en el recuerdo. Qué buena imagen. Qué fabulosa pulsión creativa e intelectual la de este hombre al que hoy despedimos sintiendo que su partida marca un irremediable fin de era.
Su compañera Liliana Herrero --otra enorme en el canto popular-- dio alguna vez la versión de los nietos sobre este hombre abuelo: "Ellos dicen: el abuelo está escribiendo un libro eterno e infinito. Porque siempre lo ven en la computadora, entre sus papeles. Para ellos se trata de un único y definitivo libro, que así continuará. Y algo de eso hay. Me conmueve, porque esa es su decisión, su pensamiento y su pasión". Y vaya si es conmovedor ese libro eterno e infinito que deja este hombre, en el que dio forma a un pensamiento sobre los debates centrales de los tiempos que atravesó. No es exagerado decir que a esa tarea Horacio González le dedicó su vida.
Lo conmovedor era también que ese hombre entregado en cuerpo entero al pensamiento venía en un formato de lo más terrenal. Nacional y popular, podría apuntarse atendiendo a la síntesis de estrictas pertenencias. Rústico, podría decirse en afán de fijar la imagen. Era un tipo que podía alabar el asado citando a Kierkegaard y a todo el existencialismo, para concluir que tal o cual corte había resultado excepcional en el sentido del idealismo, mientas se reía con ganas pero vos probabas el matambre y concluías que sí, es así nomás como dice, qué atinada la crítica a Hegel. Porque como en sus inolvidables clases en la vieja facultad de Ciencias Sociales de la UBA, su pensamiento estaba orientado no a deslumbrar ni a mostrarse elevado, o punto de llegada, sino a alumbrar y regalar caminos que sirvan de partida y eleven a otros y otras en sus propias experiencias. Lo tomaba como tarea continua porque estaba convencido --y en ese convencimiento vivió y obró-- de que ese pensamiento no era un adorno, sino un modo de intervenir sobre la realidad.
Además de ser un columnista esperado por los lectores y lectoras, en la redacción de Página/12 Horacio era el tipo al que llamábamos para opinar de cuanto tema mereciera análisis. Del otro lado del teléfono él siempre arrancaba con la misma broma: ¿Y ahora de qué querés que te opine el opinador? ¿A favor o en contra? Para enseguida, en su generosidad --sin medir nunca si "convenía" meterse en tal o cual tema-- desplegar una idea absolutamente original que se bajaba al teclado sin cambiar una coma, tal como había sido largamente enunciada. "Discupame, otra vez puse muchas subordinadas, volvía a reírse, ya cargándose a sí mismo.
"Hay pocos intelectuales que se juegan, y Horacio es uno de ellos", lo definió con palabras simples y justas Hebe de Bonafini al entregarle el Pañuelo de las Madres. "Se lo damos a los mejores, y él es uno de los mejores". Así de cierto es. Se nos fue uno de los mejores.