Los recuerdos casi siempre borronean los hechos, pero creo que era la calle Agrelo, casi llegando a Maza. Se había ido de Villa Pueyrredón y recalado en la frontera entre Almagro y Once. O Balvanera, no lo sé. Toqué el timbre, abrió la puerta, un poco herrumbrada por cierto, y, como siempre, estaba un poquitín desarrapado, con ese aire entre nostalgioso y pícaro, dispuesto a reírse más de si mismo que de los demás. Un mate, por supuesto, que enseguida compartimos, y yo, que venía dispuesto a protestar, me entretuve en ese patio de los años veinte del siglo pasado, unas enredaderas mal cuidadas, la cocina y sus cacharros al fondo, un par -¿o eran tres?- de habitaciones con puertas altísimas, celosías de las de antes, y las habitaciones, todas, todas, llenas de libros, excepción de un ropero que desentonaba con lo que pretendía ser una biblioteca babélica, con estantes distintos, hasta cajones de frutas que hacían de tales. Y babélica era porque allí estaba prohibido el orden. Nos trenzamos en unos comentarios sobre el reciente congreso o evento de grupos peronistas que habían discutido en Córdoba la posibilidad de la lucha armada. Claro, ahí me ubico mejor, era 1967. Cerca de la primavera. Con una ingenuidad que ignoraba el infierno, medimos las alternativas, criticamos a Debray, nos asombramos con los Tupas, y claro, mucho hincapié en el transfondo cultural que impregnaba al peronismo que daba un sello único a nuestras luchas populares, frenadas (ese era el lenguaje de aquel entonces) por su dirigencia. Pero en el intercambio de ideas, metí mi bocadillo: “y, ¿para cuando el volante? Lo necesitamos ya”. No necesitaba disculparse, tenía mil razones, pero simplemente me dijo que se había entretenido “con eso”, y señaló algo hacia el suelo a mis espaldas. Me di vuelta, y en el dormitorio, en lugar de una mesita de luz, de existencia imprescindible para alguien que se precie, había una pila que no llegaba al metro pero que superaba, seguro, los cincuenta centímetros, de ¡historietas! Es que todo papel escrito o dibujado le significaba una adicción imposible de eludir. Sus ojos devoraban cuanta letra se le pusiera delante. Todo texto, supongo que hasta los prospectos para medicinas, tenían un encanto y un significado que se esforzaba por desentrañar. ¡Y lo lograba! Podía hacer las más increíbles asociaciones y nunca sonaban arbitrarias. Todo lo escrito ocultaba una belleza, una estética y una armonía que dejaban de ser misterios para su creatividad sin límites. ¿Qué le iba a decir? Era muy difícil enojarse con esa sensibilidad caminante, con ese brillo intelectual que en mi vida sólo puedo comparar con la de Carlos Olmedo, otro grande del que poco rastro personal ha quedado. Uno lo escuchaba y se prendían lucecitas, encontraba que la razón no tenía porque ser árida y que su distancia con la hermosura era atribuible a la mediocridad. ¿Qué le iba a decir? Pero, al fin, me prometió que mañana llevaría el volante en cuestión. Falta el final. Les cuento lo peor de todo: su volante, arma imprescindible contra la dirección de la carrera de sociología de la UBA, escrita de un tirón desde esa tarde hasta la mañana siguiente, fue de 15 o 20 páginas. Si. Un volante que no era tal, un documento cuyo título que parodiaba a Engels, el AntiBrie (este era el nombre del que nos había impuesto la dictadura de Ongania en nuestra carrera), se convirtió en un análisis crítico de la sociología germaniana, de la caricatura tardo fascista que se impulsaba desde el 66 y hasta de propuestas alternativas. Una belleza de documento, como todo lo que hacia Horacio
Este es un contenido original realizado por nuestra redacción. Sabemos que valorás la información rigurosa, con una mirada que va más allá de los datos y del bombardeo cotidiano.
Hace 37 años Página|12 asumió un compromiso con el periodismo, lo sostiene y cuenta con vos para renovarlo cada día.