El texto fluía con enorme claridad, la sabiduría teórica era aderezada con imágenes y descansos contextuales distribuidos con maestría literaria. Era el prólogo de la prueba de imprenta de Hudson a caballo, ese ensayo fantástico escrito por el catamarqueño Luis Franco, que Horacio González había “prologado”, según mi amigo, el editor Enrique Traverso, a cargo de la reedición del libro.
Pero el presunto “prólogo” que fluía con tanta claridad resultaba ser un largo análisis, con subtítulos como ramas de un árbol, que acrecentaba la información sobre Franco, primero, y Guillermo Enrique Hudson, el personaje histórico analizado por el filósofo de Belén, luego.
Al texto le sobraban algunas comas y le faltaban tildes; nada más. Ya había sido revisado por Traverso. Como suele suceder en nuestro vínculo literario, cuando uno escribe algo el otro lee y viceversa. Y así con los textos a editar: uno lee, repasa, corrige; el otro pule y encera. Y viceversa.
Hacía días que Traverso me insistía con la lectura de Hudson… Habiendo leído a Franco como casi nadie en Argentina, me agitaba para que viéramos juntos las pruebas y mostrarme el texto de González: “una joyita amigo”, arengaba. Hasta que llegó a casa sonriente, con el PDF que le habían mandado los editores de Leviatán desde Buenos Aires. Y leí.
Aquello no era un prólogo ni un “acercamiento”: era puro estudio, con la lucidez de un González que volvía a calzarse el overol de la escritura sencilla para explicar las grandes cosas, de nuestra literatura y de la vida argentina, como lo hizo siempre, desde sus primeros textos de los setentas, aparecidos cuando al país le sobraban balas y le faltaban (como ahora, como siempre) batalladores de la pluma, aclaradores del pensamiento trunco.
Escribe Horacio González en su larguísimo prólogo: “Luis Franco percibe bien en Hudson la veta experiencial, sensitiva, la felicidad rural, la fabulosa continuidad entre los hombres y los animales, la preferencia por la vida en la naturaleza antes que por el carácter atroz de la historia”, y contextualiza más adelante a Hudson, para explicar el “por qué de un escritor argentino en idioma inglés”, uniendo en ambos (Franco y Hudson) el supremo valor de ese naturalismo “real”, hoy prácticamente inexistente en la cotidianidad saturada de pantallas y alejada de la lluvia, el sol y el viento.
“Ocurre con los grandes naturalistas, que al escribir sus sentimientos de entrega al orden primitivo y envolvente de sabores, humedades y pedregales, van eligiendo con tino delicado imágenes humanizantes. Como si la naturaleza crease al hombre, pero este se sobrepusiera a la propia creación y tuviera que elegir o una vida de artificios, o de reflexión creadora, sobre aquello mismo que lo ha creado. He allí la antropología poética con la que Franco desea interpretar a Hudson”, plantea González en el centro de su concierto de ideas, el último que conoceremos antes de que comiencen a conocerse sus trabajos póstumos que, como ocurre con todos los grandes, no serán pocos.
Como Franco, y como Hudson, Horacio González tuvo la influencia de los grandes naturalistas, y a lo largo de su vida engrosó él mismo la fila de estos notables observadores “del gran todo”.
Partió su humanidad, la carne que un día nace y otro deja de existir.
Pero las lágrimas son para estas horas y no para siempre. Queda su obra, que es múltiple y vasta.
Si por esos vicios de nuestra cultura no tienen sus libros en casa y quieren recordarlo ahora, en este instante en el que finaliza la lectura, ahí está una de sus últimas apariciones como “estudiante”, cuando con la humildad de los grandes sabios presenció cada una de las clases que Piglia brindó sobre Borges, en septiembre de 2013.
Con su mirada bonachona, quieto y atento (¡y hasta sentado en el piso!), González se muestra, siendo genio, como aprendiz. Además de sus libros, ahí también está parte de su legado.
* Periodista y escritor