Hay una escena que contiene toda la complejidad de la simpleza. Tanto es así, que parece emerger de un sueño nítido en el que se comprende todo lo que no está dicho con palabras. Padre e hija salen de pesca, navegan por el gran río Paraná. Entre el agua y los camalotes puede nadar el peligro agazapado y al acecho. La niña recuerda una historia repetida entre los pobladores del lugar: las bestias también pueden ser arrastradas por el agua y sorprender a quienes no sepan ver de lejos. Ella entonces va escribiendo en su cuaderno: a qué se dedican los maridos de las mujeres que la rodean. El padre le pregunta qué está escribiendo; ella solo atina a decir “nada”, cierra el cuaderno y se acuesta en el piso de madera del bote. Se prepara para escuchar, de la boca de su padre, la historia del nadador que unió Rosario con Buenos Aires. Él se detiene en los detalles, la gente que lo alienta desde la orilla, lo que come el nadador para poder seguir camino. Ella lo escucha y toma nota de la manera en la que él habla. Le gusta su tono seco y sin estridencias. Entiende que sus pensamientos son como la línea que se tira dentro del agua, una espera que se hunde y se mece en la oscuridad espejada del río. Antes y después de este capítulo titulado "Abertondo", sabremos muchas otras cosas sobre la niña del bote, pero sin duda esta escena cifra todas las claves de lectura de Papeles de Ana, la décima novela de María Inés Krimer publicada por Obloshka, en la que vuelve sobre el territorio de la novela de iniciación anclando en la mejor tradición narrativa de provincias. Imposible no leer en la maestría de esta escena el diálogo que se establece con el Nick Adams de El río de dos corazones. Los detalles de una naturaleza que habla por ellos en el peligro y la herida, en el silencio del cuento, en la estela de un río y sus dos corazones: uno se aferra al trayecto preestablecido que representa el padre en su rol, pero también en su ser ferroviario y socialista -anotación de la hija en su cuaderno cuando el padre formula la pregunta: ¿Qué estás escribiendo?- el otro vislumbra el trayecto como una deriva, se deja mecer por los golpes del agua contra el casco, utiliza los pensamientos como carnada para lo que la hija intuye, será material y forma de su escritura.
En Papeles de Ana hay una apuesta por la narración fragmentaria y transversal de un personaje que no se llega nunca a conocer del todo y sin embargo -o por eso mismo- queda impregnado de matices y misterio en una historia que no acaba. El recurso para lograr este relato, que tiene mucho de ensueño, son las cartas. Krimer escribe un homenaje a la literatura epistolar y no lo hace de manera inocente. La carta, hace ya tiempo en desuso, es un género del margen. Tiene, como tal, una potencia narrativa en sí misma. Quien escribe una carta está cifrando una época, una pregunta, un ordenamiento de los acontecimientos que a veces la espera resuelve y otras no. Hay un contar desde los bordes, desde la intermitencia, porque desde el remitente hasta la posdata el trayecto de la carta es tan incierto como el de un cuento, una novela, la obra de una vida. ¿A dónde va lo que escribimos? ¿Qué es lo que contiene? ¿Cómo y cuándo será leído?
A mediados de los años 60 Ana Kohan es una adolescente judía de Paraná que está de visita en Buenos Aires por primera vez en su vida. Sus tíos, que forman parte de la casta dirigente del PC Argentino, la reciben en su elegante departamento del barrio de Caballito, donde Ana cuenta con todos los recursos para convertirse en escritora: tiempo, espacio, una máquina de escribir, la amistad de su tío con el gran maestro de escritores, Abelardo Castillo. Sin embargo, no sabe aún lo difícil que será abrirse camino como mujer y provinciana en una ciudad donde la literatura se escribe en masculino y con mayúscula. “Si se tiene en cuenta que La casa Odesa ha sido escrita por una mujer, es muy buena”, la famosa crítica de Elías Castelnuovo a la novela de Fina Warschaver aparece entre otras citas, pero esta vez enmarcada en la reacción enfurecida de las mujeres del Partido. Krimer retoma esas humillaciones hacia las escritoras para hacer foco en esos otros discursos, esas réplicas que parecen no haber existido nunca. A partir de esas primeras cartas Ana describe las tensiones familiares, la relación con su madre, con su padre, con su pueblo. El deseo irresistible de ser parte de algo más grande que lo que se espera de ella, el miedo a quedarse sin nada, la rebeldía necesaria para intentarlo: “¡Qué difícil es para nosotras ese bendito Partido!”
A medida que transcurre su estadía en Buenos Aires, las cartas de Ana anunciarán una mayor resistencia a los dogmas de la militancia, al abuso de poder de los hombres dentro de esa estructura anquilosada. Toda la primera parte de la novela serán las cartas escritas por Ana a esa familia que ha dejado atrás y a Valentina, la chica cubana con la que Ana explorará un vínculo afectivo marcado por el compañerismo, el placer y la búsqueda dentro del arte. En Cartas del verano de 1926, la correspondencia entre Marina Tsvietáieva, Boris Pasternak y Rilke, Marina escribe: “Una carta es una forma de comunicación fuera de este mundo, menos perfecta que el sueño, pero sujeta a las mismas leyes. Ni la carta ni el sueño se dan por encargo, se sueña y se escribe no cuando nosotros queremos sino cuando ellos quieren: la carta ser escrita y el sueño ser soñado”. Esta impronta onírica de la carta es lo que le da calidad a las imágenes de Papeles de Ana: el humo de los cigarrillos que hacen aún más insoportable el aire de un taller literario poblado de varones altaneros, la textura de la alfombra en las paredes, el raso de la cama en la amueblada, el traqueteo de las teclas de una Remington, una hoja abollada cayendo a un cesto atiborrado de descartes. Y de alguna manera desde esa imagen se puede leer también la novela, como una escritura que hace foco en los descartes sin la pretensión de un desplazamiento.
Ya desde el título, que juega con la idea de literatura como simples papeles, Krimer observa el lugar de lo relegado, lo que desde el borde viene a decir, a revelar, a subvertir el orden de lo dado. La misma década del 60 fue una época opacada en el relato de la Historia por la convulsión que significaron los 70. Esta novela también busca contar y darle estatuto de personaje a esos años anteriores al huracán, usando la forma de comunicación que marcó la época. Krimer lo hace narrando con una sutileza tan punzante que al final logra hacer emerger la pregunta: ¿Cuál es el personaje principal de estos papeles? ¿El derrotero de Ana? ¿Los sesenta? ¿O la deriva de la propia escritura?