Me quedé solo frente al televisor esperando un milagro. De fondo escuchaba el murmullo de la gente y algún que otro grito desesperado. Tenía el campo de juego a pocos metros, pero lo que pasaba en el Monumental ya no me importaba. Solo quería que ese arquero que aparecía en primer plano en la tele del palco dejara pasar una pelota, una sola, que se le resbalara de las manos, que le picara mal antes de embolsarla, que cobraran un penal, que pasara algo y que Quilmes le empatara a Olimpo, lo mandara a la promoción y se terminara de una puta vez esa angustia que me había estado jodiendo la vida en los últimos meses.
Evitar el descenso era lo único que me importaba y un gol de Quilmes hubiera alcanzado, pero esa tarde Matías Ibáñez atajó todo lo que le tiraron y Olimpo se salvó. A la promoción nos fuimos nosotros, que perdimos 2 a 1 con Lanús en el Monumental. Salí de la cancha sabiendo que lo que venía iba a ser más difícil aún porque nos estábamos cayendo como un piano. Más allá de las teorías conspirativas, las cábalas y las promesas, ese River era un equipo entregado, sin reacción. La promoción iba a ser una tortura y lo fue.
El primer partido con Belgrano lo vi solo en casa. Al rato ya perdíamos 2 a 0 y cuando entraron los encapuchados a la cancha para tratar de que se suspenda, me levanté del sillón, apagué la tele, las luces del departamento y me fui a dormir. Solo quedó la radio bajita a un costado de la cama. Cuando Silvia llegó de dar clase pensó que me había pasado algo y tenía razón. Para mí ese 22 de junio nos fuimos a la B. Todavía faltaba el partido de vuelta, pero íntimamente sabía que no quedaba mucho por hacer. Yo lloré ese día.
El domingo igual fui para la cancha, pero sin muchas expectativas, a poner la cara, a estar en el único lugar donde había que estar. Lo recuerdo todo como en una pesadilla borrosa: el gol nuestro al comienzo, el penal que no nos cobraron, el empate de ellos, el penal que nos atajaron y los jugadores llorando al final en el centro de la cancha mientras las maderas arrancadas de los bancos volaban casi cincuenta metros y les pasaban cada vez más cerca.
Bajé las escaleras del estadio y salí por Figueroa Alcorta como si fuera un sonámbulo, alrededor el barrio se iba prendiendo fuego de a poco. Volaban piedras, sonaban alarmas, había gente que corría de la policía, gente que corría a la policía y gente tirada que no paraba de llorar. Caminé como cincuenta cuadras alejándome de ese desastre antes de decidirme a volver a casa.
En las semanas siguientes incluso terminé yendo al médico por una molestia en el pecho que no se me iba. ¿Usted tuvo algún disgusto?", me preguntó.
Diez años después, la realidad es muy diferente. River dejó atrás el descenso y vivió una época de gloria, coronada el 9 de diciembre de 2018 en el Santiago Bernabéu de Madrid al ganarle a Boca la final más importante de todos los tiempos. El descenso fue un dolor enorme, pero estoy convencido de que sin ese 26 de junio de 2011 no hubiera existido ese 9 de diciembre de 2018. No por una cuestión mística o religiosa sino porque hubo un momento en el que River ya no tuvo nada que perder y entonces no paró de ganar.